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Marta Cruz: La vida después

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Marta Cruz La vida después

La vida después: краткое содержание, описание и аннотация

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Victoria sospechaba que era precisamente su carácter indómito lo que más gustaba a Jan de su chiquilla. Quizá de haber sido una criatura manejable y dulce, no hubiese sentido por ella semejante pasión. ¿A quién se parecía en ese aspecto? No a Jan, desde luego, que era más bien conciliador y obsequioso. En cuanto a Chloe, la madre de la criatura era la diplomacia en persona, y no podía acusársela de envenenar los genes de su hija con algún instinto rebelde ni con el espíritu desabrido tan propio de Solange. Victoria no quería pensarlo, pero alguna vez se le había pasado por la cabeza que, mucho más que a sus padres biológicos, aquella niña se parecía a ella cuando tenía su edad. Lo cual venía a demostrar que la genética no es una ciencia exacta. Y, al fin y al cabo, echando cuentas estrictas, posiblemente Solange había pasado con ella mucho más tiempo que con la propia Chloe.

– ¡Tía Vi!

Solange apareció como un ciclón para echarse a llorar en los brazos de Victoria, que tuvo la sensación de que aquella niña había estado esperando su llegada para dar rienda suelta a toda su legítima pena. Conocía bien a Solange. Probablemente había estado haciéndose la fuerte delante de Chloe y de los otros. Pero la persona que sollozaba en su hombro tenía sólo dieciséis años, y era una niña. Una niña sin padre, posiblemente destrozada, posiblemente muerta de miedo, triste como nunca en su vida, desorientada. Y muy sola. Victoria no sabía qué decirle, así que la dejó llorar sobre el lino color café con leche de su vestido nuevo mientras le acariciaba el pelo, hasta que fue ella quien se separó.

Victoria pudo verla entonces por primera vez en dos años, y a punto estuvo de lanzar un grito. La niña a la que había despedido en el JFK con un aparato corrector en los dientes, la piel moteada por el acné y la espalda encorvada de patito feo había regresado envuelta en lágrimas, pero también convertida en una belleza deslumbrante. Tenía la misma piel transparente de su madre, y el pelo lacio, heredado de Jan, enmarcaba una prodigiosa mezcla de las atractivas facciones de ambos. Tenía los ojos grises y los labios gruesos, el cuello digno de una reina masái y unos pómulos por los que hubiese matado cualquier fabricante de cosméticos. Su figura espigada y quebradiza -había crecido mucho y estaba delgada como un junco- hacía recordar a aquellas modelos del heroin chic, tan en boga durante los primeros noventa, pero, a pesar incluso de su aspecto demacrado por la tristeza, había en el rostro de Solange algo saludable y fresco. Podía ser lo que en ella quedaba de la niña que había sido… o tal vez, quizá, la marca indeleble de su padre, que era uno de esos hombres que, pase lo que pase, conservan un aura de limpieza, como si siempre acabasen de salir de la ducha.

– Menos mal que has llegado -dijo-. Ya no podía más.

Se echó a llorar otra vez. Victoria hubiese preferido no oír aquellas palabras. Estaba sucediendo lo que más se temía: que esperasen de ella mucho más de lo que podía dar. Después de todo, ¿qué iba a resolver con su presencia en Madrid? No podía cambiar lo inevitable. Jan había muerto. Notó que algo se retorcía dentro de ella. Era el dolor en estado puro. Un dolor palpable, físico, asombrosamente real.

– ¿Dónde está Marga? -preguntó, reprochándose no haberse interesado antes por ella.

– La han llevado a tomar el aire. Se mareó -Victoria advirtió un mohín de burla en la cara perfecta de Solange.

– Hace mucho calor aquí.

– Hace mucho calor en todas partes. Mírala, ahí viene.

Había un matiz de desprecio en su tono de voz. Una alarma saltó en el interior de Victoria, pero prefirió no hacerle caso. Apretó la mano de Solange antes de soltarla, y la joven se alejó sin mirar siquiera a Marga. Las alarmas volvieron a sonar, y esta vez se escuchaban sorprendentemente cerca.

– Ay, Victoria…

La voz de Marga se ahogó en un gemido y no pudo decir nada más. Se abrazó a ella del mismo modo que Solange, como buscando un refugio, pero Marga parecía mucho más pequeña y más indefensa. Victoria tuvo la sensación de que estaba sosteniendo a una persona diminuta, toda piel y huesos, próxima a desvanecerse o a desaparecer convertida en polvo. Era como sujetar a un náufrago a punto de hundirse. Victoria se preguntó si era ella la más adecuada para hacerlo. Si de verdad estaba en condiciones de impedir que la corriente de la desgracia se llevase para siempre a aquella mujer que balbuceaba su nombre entre sollozos que le agitaban el pecho.

– No sé qué voy a hacer sin él.

A Victoria le hubiera gustado contestar «yo tampoco», pero sabía que no hubiera sido justo. Apartó a Marga suavemente y le pasó la mano por la cara.

– Ya lo supongo. Pero no tienes que pensar en eso ahora.

Se arrepintió de inmediato de aquella frase dicha con una voz que ni siquiera le pareció suya. Eso era lo peor: que a Marga le quedaba mucho tiempo para hacerse aquella pregunta.

– ¿Quieres entrar a verlo?

Al escuchar el ofrecimiento, Victoria sintió que algo se encogía en su interior. ¿Entrar a verlo? ¿A ver qué? ¿Una caja? ¿Un cuerpo yacente, una cara cerúlea, unas manos sin vida? No, muchas gracias. Para ella, Jan ya no estaba allí.

– No, Marga.

No quiso explicar más. Quizá debió decir aquella frase manida de «prefiero recordarlo vivo». En realidad, era algo más complicado. Para Victoria, lo que quiera que hubiese allí dentro era una funda. El mero recipiente de algo que ya no existía. De buena gana hubiese reñido a Marga por exhibir los restos de Jan a la curiosidad ajena. A él le hubiese espantado la sola idea de su cuerpo en exposición, sometido a las miradas de terceros, algunos de los cuales a lo mejor ni siquiera habían sido amigos suyos. Victoria se dijo que aquello parecía una feria: había gente entrando y saliendo de la cámara mortuoria, charlando, fumando, saludándose incluso con sonrisas y abrazos -uno no puede evitar alegrarse al encontrar a un amigo-, hablando por el móvil. Victoria se felicitó una vez más por haber obviado el vestido negro que tan importante se le había antojado al aterrizar en Madrid. Aparecer en el tanatorio vestida de luto hubiese sido una forma de participar voluntariamente en aquel vodevil detestable. Ahora encontraba absurdas sus prisas por llegar al funeral, la veloz carrera en dirección al aeropuerto de Nueva York, el avión tomado casi al vuelo. ¿A qué venían las urgencias? ¿Qué importancia tenía estar presente o no en una ceremonia estúpida cuyo paso lo marcaban las reglas sociales? Le quedaba toda la vida para llorar por Jan, así que no tenía mucho sentido hacerlo allí. Debería marcharse, se dijo, escapar de aquel circo. Sería lo que Jan hubiese hecho: largarse. Ahí os quedáis todos. Que os aproveche la fiesta.

Jan…

Alguien tomó a Marga del brazo.

– Tienes que entrar. Van a cerrar la caja -le dijo en un susurro. Ella bajó la cabeza, como rindiéndose, y se dejó conducir hacia dentro. De pronto se dio la vuelta y cogió a Victoria de la mano.

– Vendrás luego a casa, ¿verdad?

Victoria hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se quedó allí, de pie, viendo cómo una mujer a la que no conocía se llevaba a Marga. Pensó que sería una de esas personas que aparecen como por sorpresa en los momentos de crisis y dirigen con diabólica eficacia toda la orquesta del dolor. Alguien lo suficientemente ajeno al drama como para tomar decisiones útiles, desde redactar una necrológica a pedir un coche fúnebre. Victoria se dijo que posiblemente aquella mujer ni siquiera conocía a Jan, y eso le daba un puñado de puntos de ventaja a la hora de resultar eficiente. Pensó que era una suerte vivir en el otro extremo del mundo: de lo contrario, Marga hubiese delegado en ella la miserable burocracia que sucede a una muerte. Confiaba demasiado en su buen juicio. En realidad, Victoria no hubiese resultado demasiado útil en una circunstancia así. Resulta sencillo ser eficaz cuando puedes aislarte del drama, vivir la tragedia desde la periferia y evaluarla a distancia. Pero no era el caso, no señor. De ninguna forma quería comparar su pérdida con la de Marga, ni por supuesto con la de Solange… pero la muerte de Jan también le dolía.

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