Erich sonrió por fin y Arvid supo que la batalla estaba ganada.
– Está bien.
– No hace falta que lleves mucho equipaje. El tren sale a las diez y media. Tomaremos un taxi desde aquí…
– No, prefiero encontrarte en la estación. Si me marcho quiero ir primero a despedirme de mis padres. Haré el equipaje ahora y dormiré en su casa esta noche.
Arvid hubiese querido protestar alegremente diciendo que no merecía la pena despedirse de la familia para pasar unas semanas en el extranjero, pero el corazón no le dio para tanto. Quizá no pudiesen regresar a Berlín en mucho tiempo… Él era un pobre tipo sin familia, pero los padres y los hermanos de Erich tenían derecho a verle aquella noche, quizá por última vez en una larga temporada. Le dirigió una sonrisa satisfecha que ocultaba una inquietud que iba creciendo por momentos.
Arvid Soderman durmió poco y mal. Antes de acostarse, llenó una maleta no muy grande con un poco de ropa, recuperó todo el dinero en metálico que había desperdigado por los cajones de la casa, y a última hora decidió añadir a su equipaje la película que había rodado con Greta y que Erich y él habían terminado, intuyendo que aquel material sería por mucho tiempo el más feliz de los recuerdos de la vida en Berlín. Luego, cuando al fin amaneció, hizo un corto recorrido por el bonito apartamento que había sido su hogar durante los últimos años. Había sido muy dichoso en aquella casa y, sin embargo, ya sólo podía recordar la escena espantosa que había presenciado desde el balcón la noche de la quema de libros. Aquellas llamas, aquel humo espeso, el crepitar del papel ardiendo se habían llevado de un plumazo otras imágenes memorables de quince años de vida feliz. Su Berlín, su Alemania, ya no existían, y en su lugar quedaba una hoguera hecha de libros y un demente que daba alaridos alucinados y al que jaleaba un pueblo galvanizado por la violencia. Eso era todo. A pesar de la incertidumbre, del miedo que le inspiraba la certeza de estar renunciando una vez más a lo que había sido su vida, de saber que se iba con las manos vacías y que dejaba atrás muchas cosas buenas, Arvid Soderman reconoció ante sí mismo que estaba contento de marcharse.
Erich no llegó a la estación. Soderman empezó a ponerse nervioso enseguida, primero repitiéndose que no había motivos para preocuparse -«Aún falta una hora, aún faltan cincuenta minutos, aún faltan cuarenta y cinco, queda tiempo de sobra»-, luego desde la inquietud -«Pero dónde se ha metido este muchacho, qué manía con esperar hasta el final, vamos a perder el tren por su culpa»- y finalmente al borde de la angustia -«No puede ser, tiene que haber ocurrido algo, Erich no se retrasaría tanto sin un motivo»-. Estaba a punto de dirigirse a las taquillas para intentar cambiar los billetes para un tren posterior cuando vio a Frieda Kohl avanzando hacia él.
Frieda era la hermana mayor de Erich, una mujer hermosa y delicada, muy diferente a su robusto hermano pequeño. Arvid sólo la había visto media docena de veces: la familia de Erich toleraba su relación, pero no estaba lo que se dice satisfecha de que el benjamín de la familia compartiese su vida con otro hombre. Así pues, Arvid se sabía tácitamente excluido de las fiestas y reuniones del numeroso clan Kohl. Por eso, cuando vio a Frida supo que había ocurrido algo.
Estaba muy pálida y saltaba a la vista que había llorado. Se dirigió a él con una expresión en la cara que Arvid Soderman supo que iba a ser incapaz de olvidar.
– No espere a mi hermano, señor Soderman…
– Frieda… ¿Qué…?
– Le han matado -la voz se le quebró, y las lágrimas rodaron por su rostro, pero mantuvo la calma-. Ayer vino a cenar con nosotros. Nos contó sus planes para salir de Berlín. Luego dijo que iba a dar una vuelta antes de acostarse. No volvió. Mi padre lo encontró esta madrugada en la puerta de casa. Le habían dado una paliza…
No pudo seguir. Arvid Soderman sintió que un agujero negro se le abría en la mitad del alma. Notó un dolor agudo en alguna parte, aunque no supo precisar dónde, y se sujetó la cabeza con ambas manos en un gesto incomprensible, como si tuviese miedo de que se le pudiese desprender del resto del cuerpo.
– Señor Soderman, tiene que irse -Frieda hablaba muy bajo, con determinación pero sin dureza-. Debe salir de Berlín en este tren. Los que mataron a mi hermano sabían perfectamente lo que hacían. He cruzado la ciudad para decírselo, señor. Sé que usted nunca se hubiese ido sin Erich…
Frieda Kohl buscó las manos de Arvid Soderman y las sujetó. El se dio cuenta de que, hasta entonces, su contacto físico se había limitado a un saludo forzoso en el que la piel apenas se rozaba. Pero esta vez las manos de Frieda habían tomado las suyas y las retenían con firmeza. Se dijo que a Erich le hubiese hecho muy feliz verles así.
– Mi hermano le quería a usted -ahora su voz era un susurro- y… y seguro que usted también a él… Perdone si no le di muestras de entenderlo, señor… Comprenda que es difícil… no nos guarde rencor, ni a mí ni a mis padres… Fueron ellos los que me pidieron que viniese a advertirle… Están desolados, señor… Le desean suerte…
– No me puedo marchar así… ¿Dónde está Erich? Tengo que verle… tengo…
– Le pido por favor que se vaya… Arvid… márchese ahora mismo a París, a donde sea… Mi hermano hubiese querido que al menos usted pudiese escapar… Tal vez no haya otra oportunidad. Tenga… -Le tendió un maletín de cuero, muy gastado-. Son las cosas de Erich… el equipaje que llevaba para reunirse con usted… Quédeselo… Tal vez haya ahí algo que quiera conservar.
El tren silbó, y el mozo de estación señaló cinco minutos para la partida. Arvid y Frieda se miraron durante unos segundos antes de caer llorando el uno en brazos del otro. Ninguno de los otros pasajeros dudó de que estaban asistiendo a una dolorosa despedida entre dos amantes que se decían adiós tal vez para siempre.
– En cuanto llegó a París, Arvid Soderman cablegrafió a mi abuelo. No sé qué decía aquel telegrama, pero fue lo suficientemente explícito como para que los Faraday no sólo insistiesen en que se trasladase a Inglaterra de inmediato, sino que incluso se empeñaron en recogerle en el puerto de Cherburgo para acompañarle en su llegada a Londres. Mi padre, que era entonces un adolescente, me dijo que nunca había visto a un ser que pareciese tan desdichado como Arvid Soderman cuando fue a recibirle a la Estación Victoria. Tenía la piel casi transparente y los ojos hundidos, la boca deformada por una expresión amarga y el aire ausente de quien parece incapaz de reconciliarse con la vida. Al comprar su billete a París, ya había aceptado que el Reich iba a arrebatarle su negocio, su casa y su futuro. Pero nunca, ni en el peor de sus sueños, podía imaginar el pobre Soderman que iban a quitarle también a Erich.
Los Faraday alojaron a Arvid en su casa de Londres, y Henry Faraday hizo algunas gestiones con bancos amigos para que pudiese recuperar el dinero que tenía depositado en dos o tres cuentas en entidades alemanas. No fue posible: habían sido bloqueadas hasta nuevo aviso. Soderman sólo podía disponer de lo que llevaba encima: unos marcos alemanes que, reducidos a libras esterlinas, se convertían en una cantidad risible. Tardó un poco en ser consciente de su delicada situación, y los Faraday no hicieron nada para obligarle a tomar tierra. Llevaba una semana encerrado en casa, sin querer salir ni siquiera a dar los cortos paseos por Hyde Park con los que Mavis Faraday salía a oxigenarse todas las mañanas. Sólo por cortesía hacia sus anfitriones se levantaba de la cama y se vestía, pero luego pasaba la jornada en estado de shock, sin comer apenas y hablando sólo cuando le interpelaban directamente. Sus amigos ingleses decidieron respetar su forma de enfrentarse al dolor. A un dolor cuya naturaleza ellos ni siquiera podían imaginar. Con el paso de los días, y tal y como los Faraday habían previsto, Arvid fue saliendo poco a poco de la nube negra en la que se había instalado. Una mañana espléndida, muy poco habitual en el desapacible otoño londinense, se ofreció a acompañar a Mavis en su caminata diaria por el parque. Ella aceptó, y dio junto a Soderman un corto paseo, sin hablarle, sin hacerle preguntas, sin intentar saber cómo se encontraba ni qué tenía en la cabeza cada vez que se encerraba en su cuarto o buscaba asiento en una silla y miraba al frente en silencio durante horas. Cuando estaban a punto de volver a casa, él se sentó en un banco y se echó a llorar. Mavis Faraday supo entonces que había empezado a curarse.
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