Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Aunque posiblemente al niño Faraday le hubiese gustado cultivar su trato, en los años siguientes apenas vio a Arvid Soderman, que se convirtió en una especie de pariente lejano que le enviaba generosos regalos por Navidad y por sus cumpleaños y del que se contaban historias sorprendentes que formaban parte de los recuerdos familiares: su amistad con el abuelo Henry, las tardes de compras en Berlín junto a la abuela Mavis, su huida de Alemania, las mil y una argucias de las que echaba mano para proveer de las mejores piezas a Faraday's Things… Tras la muerte de Henry Faraday, las visitas de Soderman a Londres se espaciaron mucho más, y al final era ya su hijo Michael quien se trasladaba a Oxford de vez en cuando para recoger el fruto de sus siempre ventajosas transacciones.

Pasó el tiempo. Douglas Faraday se convirtió en un muchacho destinado a heredar el negocio de la familia, y fue enviado a París al acabar la escuela secundaria para perfeccionar el idioma francés que hablaba sólo a trancas y barrancas. Allí se enamoró por primera vez y de la mujer menos indicada, y sus padres tuvieron que obligarle a volver a Inglaterra. Tres meses más tarde empezaría los estudios superiores en Christ Church College, en la Universidad de Oxford, donde su padre y su abuelo habían sido alumnos destacados en una época que era cada vez más lejana.

Fue Mavis Faraday quien informó a Arvid Soderman de que el nieto de Henry estaba a punto de trasladarse a la ciudad. A él le costó creer que el tiempo pudiese pasar tan deprisa, y de inmediato se puso a disposición de los Faraday para cualquier cosa que el joven Douglas pudiese necesitar durante su estancia en la universidad.

– Yo no tenía el menor interés en citarme con Soderman ni con nadie que perteneciese a la órbita de mi familia. En aquel momento los odiaba a todos. Me sentía víctima de la incomprensión, la injusticia, el destino y demás zarandajas. Estaba en plena convalecencia del abandono de Mischa y tenía la sensación de que el mundo entero se había puesto en mi contra. Pero la abuela Mavis me había dado instrucciones precisas: el señor Soderman me esperaba el día de mi llegada a las cuatro en punto para tomar el té en el Hotel Randolph. Y allí me fui, mustio y de un pésimo humor, preparado para soportar a un vejestorio que seguramente tenía la intención de sermonearme como ya habían hecho mi padre, mi madre y mi abuela.

Pero no lo hizo. Arvid Soderman había sido juzgado tantas veces que se declaraba incapaz de convertirse en la conciencia de nadie, y en lugar de un anciano cascarrabias desgranando reproches acerca de su mala cabeza y su escaso sentido de la responsabilidad, Douglas Faraday encontró a un adulto afectuoso y compasivo que se compadeció del dolor de su corazón en lugar de quitarle importancia. «Ah, Douglas… es terrible. No hay pena más grande que la que nace del amor perdido. Y te lo digo por experiencia.»

– Era exactamente lo que necesitaba escuchar. Llevaba días enteros oyendo a adultos que me tachaban de estúpido por haberme enamorado de quien no debía, y de pronto allí estaba aquel hombre mayor que no sólo se apiadaba de mí sino que decía entender y respetar mi sufrimiento. Como puede imaginarse, le abrí el corazón. Le hablé de Mischa, y de lo que sentía por ella, y hasta le confesé que me había abandonado. Él dijo entonces que sabía perfectamente lo que es esperar a una persona que no va a llegar nunca, y me contó su propia historia: me habló de Erich, de aquella triste mañana en Berlín, de Frieda Kohl, que le dio la noticia más terrible de su vida mientras un mozo de estación anunciaba la salida del tren. Fue así como supe que Arvid Soderman era homosexual. Aún ahora me sorprende la naturalidad con la que, a mis dieciocho años, asumí que los protagonistas de aquella historia de amor eran dos hombres. Tal vez era mucho más maduro de lo que mi familia pensaba. Tal vez me habían educado mejor de lo que yo creía. O tal vez es que la desdicha nos vuelve más sabios, más comprensivos… y también más buenos.

A partir de entonces, entre Arvid Soderman y el único nieto de Henry Faraday se inició una curiosa amistad que duró hasta la muerte del primero. Durante la semana, el joven Faraday iba a sus clases, estudiaba, redactaba sus trabajos y se reunía con su tutor de Christ Church. El viernes y el sábado participaba de la vida universitaria en los pubs y en los colleges vecinos, entrenaba con el equipo de remo de la universidad e intentaba olvidar a Mischa en sus primeros escarceos con otras estudiantes. Pero en las mañanas de domingo, indefectiblemente, Douglas Faraday se unía al señor Soderman en sus excursiones por la campiña, que tenían como objetivo localizar nuevas remesas de material para la tienda. Por lo general comían juntos en algún pub de los pueblos vecinos y luego, antes del té dominical, regresaban a la ciudad. Para Soderman, aquellos paseos fueron al principio una forma de vaciar de amargura el corazón herido, pues cada vez que intentaba contar a sus contemporáneos su historia de amor con Mischa, éstos pretendían sólo obtener detalles procaces de la iniciación en los misterios del sexo de mano de una mujer madura, y nunca se mostraron muy interesados por lo que el episodio había tenido de hecatombe sentimental. Arvid Soderman sí. Mientras los chicos de Christ Church y los compañeros en el equipo de remo querían saber cómo tenía las nalgas Mischa Laurentin, Soderman se interesaba por el color exacto de sus ojos. Cuando sus amigos le preguntaban si su patrona en París no ponía problemas a la hora de subir a una mujer a la habitación, el sueco prefería enterarse de si habían paseado juntos por la Isla de San Luis o si habían escuchado a los músicos callejeros en los puentes del Sena. Arvid Soderman se quedaba en silencio cuando Douglas, al borde de las lágrimas, recordaba su peregrinaje por París en busca de una pista de Mischa. Sus colegas, sus compañeros, le decían que había tenido mucha suerte al librarse de ella tras la aventura: «Imagínate cómo sería tu vida si hubieses seguido con ella y un día te dieses cuenta de que estabas viviendo con una verdadera momia.» Por frases como ésa dejó Faraday de hablar de Mischa delante de la gente de la universidad, y reservó para Arvid Soderman las lamentaciones y los buenos recuerdos.

Pasaron las semanas, y una noche, después de haber participado en una fiesta y bailado con media docena de muchachas en flor, Douglas se dio cuenta de que hacía muchas horas que no pensaba en Mischa. Cuando se lo comentó a Soderman, él sonrió.

– Por eso sobrevivimos. Porque un día empezamos a olvidar. Y eso es lo que nos salva, Doug. Espero que no cometas el error de sentirte culpable por eso. El ser humano nace con el derecho a ser feliz, y ese derecho implica también una obligación. La felicidad es también una cuestión de voluntad, de perseverancia. Recuerda siempre que no hay nada de malo en querer estar vivo.

Él lo estaba. Posiblemente, no se había librado del todo del recuerdo de Erich, pero desde hacía tiempo mantenía una relación con un profesor de Historia Moderna que era miembro del Trinity College. No vivían juntos -Austin Peters tenía sus habitaciones en el college -, pero se veían casi a diario, y el profesor solía llevar a Arvid como acompañante en las celebraciones académicas.

Douglas no tuvo mucha ocasión de tratar a Peters. Era un hombre serio y callado, aparentemente tímido, de expresión algo triste. Cuando Soderman los reunió una tarde frente a la mesa del té en el apartamento de Banbury Road, Peters estuvo muy correcto, pero trató al invitado de Arvid con esa amabilidad distante que ejercitan con maestría los buenos ingleses. Estuvo irreprochable, pero gélido. Correcto, pero en absoluto simpático. Hizo a Douglas media docena de preguntas cuya respuesta estaba claro que no le interesaba, emitió algunos comentarios corteses sobre la excelencia de Christ Church College y elogió sin pasión alguna el programa de estudios que había elegido. No se ofreció a ayudarle si necesitaba algo en su carrera, apenas tocó el té y se marchó exactamente una hora después de haber llegado. Arvid Soderman no volvió a hacerlos coincidir nunca más.

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