Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– Cuando los bombardeos se intensificaron, mi abuelo decidió dejar Londres y trasladarse a Oxford. Los Faraday procedemos de esa zona, tenían una casa en la ciudad y además mi padre estaba estudiando en Christ Church College. La tienda se cerraría durante un tiempo, y eso fue lo que debió de decidir a Soderman a acompañarles. ¿Sabe que se empeñó en trasladar parte del almacén a su nueva residencia? Él mismo condujo los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades a bordo de un camión donde viajaban un montón de cajas que contenían las piezas más valiosas de Faraday's Things.

Los Faraday se instalaron en la casa que poseían en Banbury Road, y convencieron a Soderman para que ocupase la buhardilla del edificio, que tenía una entrada independiente y podía utilizarse como pequeño apartamento. Arvid decoró su nueva vivienda con parte de los objetos que había insistido en poner a salvo de las bombas alemanas. Aquel desván -un dormitorio, un pequeño salón, un cuarto de baño mínimo y una cocina diminuta- se convirtió para Soderman en un remedo en miniatura de su casa natal de Estocolmo, con aquella abigarrada profusión de piezas primorosas que impedían poner la mirada en algo que no fuese indiscutiblemente bello. Así pasaron más de cinco años. Luego, cuando acabó la guerra y los Faraday decidieron volver a Londres para reabrir la tienda y recuperar sus vidas, Soderman sorprendió a todos comunicando que había decidido permanecer en Oxford. Por supuesto que viajaría a Londres un par de veces por semana, pero prefería establecerse allí, en el corazón de la ciudad universitaria, y recuperar cierta independencia. Además, o mucho se equivocaba o las cercanas colinas de los Cotswolds estaban salpicadas de casitas que merecería la pena inspeccionar ahora que la guerra había cambiado el sentido de muchas cosas.

– Siempre pensé que Arvid había decidido quedarse en Oxford para facilitar la incorporación de mi padre a su puesto en Faraday's Things. En 1945 tenía veintiséis años, había acabado sus estudios y planeaba casarse con la que luego sería mi madre. Así que el señor Soderman permaneció en su buhardilla de Oxford, a una distancia prudencial de Londres y de la tienda.

Douglas Faraday buscó su taza de té y apuró su contenido, que debía de estar helado. Victoria pensó que estaba dando por terminada su narración.

– Pero ¿y la película?

– ¡Cuánta impaciencia, Victoria! Quería ponerla en situación, pero veo que no le interesan los detalles.

Ella lo miró enarcando una ceja.

– No me fastidie… Claro que me interesan, pero no…

Alguien llamó tres veces a la puerta, y un segundo después de que el señor Faraday dijese «adelante», la cabeza de la señorita Starck se introdujo en el despacho.

– Ah, está aquí… Pensé que no iba a venir esta tarde.

Ni siquiera miró a Victoria, que se enfadó consigo misma al reconocerse vagamente incómoda. «¿Qué me importa a mí esta mujer?», pensó, aunque enseguida se dijo que lo que le molestaba era que hubiese interrumpido el relato del señor Faraday.

– Buenas tardes, señorita Starck. No sé si recuerda usted a la señora Van Halen… Estuvo aquí el otro día.

La recién llegada dedicó a Victoria un seco movimiento de cabeza y una mirada que hubiese podido helar la mitad de la corteza terrestre. Ella no se dio por aludida y le dedicó una sonrisa radiante. Era algo que se le daba muy bien cuando quería: desconcertar al contrario con una dosis extra de amabilidad. La señorita Starck frunció el ceño y se volvió hacia Faraday.

– La señora Coleman va a venir a buscar un regalo… Se casa su nieta. Quería que usted la ayudase a escoger algo bonito.

Victoria no conocía de nada a la nieta de la señora Coleman, pero apostó cualquier cosa a que a la novia le gustaría mucho más que su abuela le entregase un sobre lleno de libras esterlinas que cualquier chirimbolo de una tienda de antigüedades. Qué manía tiene la gente de regalar las cosas que les gustan a ellos, pensó, y de inmediato notó una corriente de antipatía hacia aquella abuela desconsideraba que, por lo visto, iba a interrumpir su charla con Faraday. Iba a ponerse de pie y a despedirse, pero el anticuario no se movió.

– Señorita Starck, seguro que usted puede atender a la señora Coleman tan bien como yo. Tengo la intención de tomarme la tarde libre…

– Bueno, pensé que estando usted aquí…

– La señora Van Halen y yo estábamos a punto de marcharnos. -Dirigió a Victoria una sonrisa, y ella tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de indiferencia-. ¿Salimos ya? Se nos hará tarde…

¿Tarde? ¿Tarde para qué? Victoria se sorprendió pensando que le daba exactamente igual. Pensar que la señorita Starck no había conseguido interrumpir la fiesta provocó en ella un pinchazo de alegría. Era una sensación extraña… como la de la adolescente que de pronto se entera de que le han levantado el castigo y le permiten ir al baile.

«Menudas tonterías se te ocurren últimamente, chica.»

Recordó la película, y a Greta Garbo. Para eso había ido allí, para eso se había citado con Douglas Faraday. No podía marcharse sin conocer el final de la historia, por mucho que la señorita Starck se empeñase en aguarle la diversión. Salieron de la tienda taladrados por los ojos gélidos de la ayudante.

«Ya mí qué me importa.»

– Puede decir lo que está pensando. Cuando quiere, la señorita Starck es extremadamente antipática.

– ¿De dónde la ha sacado, Douglas? Parece tan… gótica…

– Regalo postumo de mi ex mujer. Era amiga suya, y cuando aún estábamos casados insistió para que le diese un empleo. No me arrepiento, que conste. Es la persona más eficiente que pueda imaginarse. Pero le gusta tenerlo todo bajo control.

«Incluso a sus amistades», iba a decir Victoria, pero se calló. Además estaba de excelente humor.

– Bueno, y ahora… ¿a dónde vamos?

– Al Garrick, si le parece bien. He quedado allí con unos amigos para ir al teatro, pero aún tenemos un par de horas. Ah, mire, ese taxi está libre.

«Ha quedado con unos amigos.» Había colocado a Douglas Faraday la etiqueta de hombre solitario, y la idea de verlo formar parte de un grupo la desconcertaba un poco. Se sintió muy tonta… ¿Por qué no iba a tener el padre de Jan una vida social? No era tan mayor. Era una persona agradable, de eso no cabía duda… Muy educado, buen conversador, incluso simpático. Y se conservaba más que bien. A buen seguro, todo un enjambre de atractivas solteras, divorciadas y viudas revoloteaban a diario alrededor de él igual que en otro tiempo lo habían hecho en torno a su hijo… ¿Sería Douglas un Casanova entrado en años, como lo hubiera sido Jan de no haberse casado?

«No serás capaz de preguntarle eso, Victoria Suárez…»

Se instalaron en uno de los bares del club. A aquella hora, las cuatro de la tarde, el Garrick estaba bastante más animado que la noche anterior.

– Voy a pedir un té completo… ¿Le apetece?

En un segundo, ante los ojos de Victoria se organizó un admirable despliegue de sándwiches de pepino y de salmón, pastelillos franceses, bollos de pasas, crema y mermelada de fresa, y un aromático earl grey que sirvió el propio Faraday.

– Muy bien… Le estaba contando que Soderman decidió quedarse en Oxford y usted insistía en saber qué pasó con la película. Verá, en los años siguientes, la vida de Soderman cambió bastante. Para sorpresa de todos, tomó la decisión de matricularse en la universidad para seguir la carrera de Letras. Sus amigos no daban crédito. Iba camino de los cincuenta años, y no parecía la mejor edad para empezar a estudiar, pero se tomó el asunto muy en serio y debió de convertirse en un excelente alumno, pues acabó su licenciatura y con buenas notas. Dedicaba la semana a las clases, y el sábado y el domingo recorría en su coche los pueblos de los alrededores para encontrar gangas con las que nutrir el catálogo de la tienda de la que seguía siendo socio. Venía a Londres un par de veces al mes para entregar al abuelo y a mi padre sus nuevas adquisiciones, pero por lo que ellos me contaron apenas se quedaba en la ciudad más de dos o tres horas. Un día dijo al abuelo que quería comprar la buhardilla que ocupaba. Supongo que él se enfadó: no necesitaban aquel desván, en realidad no necesitaban la casa de Oxford, puesto que casi nunca iban por allí, pero él insistió y el abuelo acabó por ceder, entendiendo quizá que Arvid Soderman quería sentirse completamente independiente, y eso implicaba dejar de vivir de prestado. Pasó el tiempo. El abuelo Faraday murió en 1954, cinco años después de que yo naciera. El día de su funeral fue la primera vez que tomé conciencia de la existencia de Arvid Soderman. Mi madre dijo siempre que no era posible, pero le aseguro que recuerdo el momento exacto en el que entró en nuestra casa y abrazó llorando a la abuela Mavis. Era un hombre delgado y no muy alto, enteramente vestido de negro, con el pelo de un blanco deslustrado, y la piel tan clara que se le transparentaban las venas. Llevaba una corbata de luto sobre la camisa almidonada, un bastón en la mano que no necesitaba para caminar y un anillo de oro en la mano izquierda. Sí, Victoria, aquella tarde lo conocí, y fue también esa tarde cuando entendí que no era verdad eso que me habían dicho de que los hombres no lloran. En contraste con la sobria tristeza de mi padre y los parientes del abuelo, Arvid Soderman sollozaba abiertamente por la desaparición de su amigo. Aquella fue toda una lección para mí.

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