Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– ¿Rumores? ¿Te pareció un rumor lo de la quema de libros? Lo viste igual que yo, Erich… Esto no tiene buena pinta.

– De acuerdo, no la tiene… pero… pero vamos a esperar un poco, ¿de acuerdo? Este país ha vivido momentos muy difíciles… todo el mundo está nervioso. Y es posible que al nuevo gobierno se le estén yendo las cosas de las manos. Démonos unos meses, Arvid… Si la situación no mejora, te prometo que hablaremos en serio de marcharnos. Pero no ahora. Por favor…

Arvid cedió. Y lo hizo por Erich. De no haber estado él, hubiese liquidado de cualquier manera las existencias del negocio para largarse de aquella ciudad, a la que de pronto le costaba reconocer.

Pasaron los meses, y como Erich había augurado, las cosas se sosegaron. Pero era sólo en apariencia. Berlín, como el resto del territorio, flotaba en una paz superficial e inquietante. Cada día llegaban noticias contadas en susurros que hablaban de detenciones, de arrestos, de personas que desaparecían sin dejar rastro e iban a parar a los campos de trabajo. A Arvid le dijeron que el gobierno de Hitler empezaba a concentrar su atención y sus iras en la población judía, a cuyos miembros consideraba enemigos de la nación germana. Ahora dejará de preocuparse por nosotros, pensó, y se sintió un completo miserable por encontrar cierta paz en la angustia de otros.

Una tarde, cuando estaba a punto de cerrar la tienda, Arvid Soderman recibió la visita de Otto Berr. Hacía casi diez años que no veía a su antiguo abogado, así que se sorprendió al verle entrar. Estaba muy cambiado, aunque no tanto como para no haberle reconocido a la primera. Había perdido casi todo el pelo y buena parte de los kilos que le sobraban, y los espejuelos que se ponía para leer parecían haberse vuelto indispensables. Por lo demás, conservaba su aspecto afable, aunque las arrugas de la frente le habían hecho perder parte de aquella expresión beatífica de otros tiempos.

– ¡Señor Berr! ¡Qué sorpresa más agradable!

– No me dé la mano, señor Soderman. Ésta no es una visita de cortesía. Enséñeme una pieza, la que sea. Si alguien nos ve, debe pensar que soy un cliente.

A pesar de su perplejidad, Arvid obedeció de inmediato. Tomó de un estante una lámpara votiva y la puso sobre el mostrador. Berr empezó a hablar sin mirarle, como si toda su atención estuviese concentrada en la pieza.

– No tengo mucho tiempo, señor. Escúcheme con atención: debe usted salir de Berlín cuanto antes…

– ¿De Berlín? ¿Yo?

– Usted y su amigo Kohl. Hace tiempo que les están vigilando…

Berr dio la vuelta a la lámpara con tan poco cuidado que Arvid sintió ganas de reconvenirle por su escasa delicadeza.

– ¿A nosotros…? Pero… ¿quién?

– La Gestapo… Tal vez no lo sepa, pero el Reich ha creado una oficina para combatir la homosexualidad. Por favor, controle su sorpresa… sólo soy un cliente que está buscando un regalo de bodas.

Arvid sintió que le costaba tragar. Se dio la vuelta y cogió otra pieza, esta vez la figura en bronce de un guerrero japonés. La colocó delante de Berr, que fingió examinarla.

– Al frente de la oficina está un tipo despreciable, Josef Meisinger… Es amigo de alguien a quien usted conoce bien. Su primo, Markus Meyer, suele ser su compañero de correrías. Es él quien le ha puesto sobre su pista.

El primo Markus… Arvid tenía que hacer esfuerzos para evocar a aquel muchacho rubicundo y fornido, de piel lechosa y ojos muy claros, al que jamás había vuelto a ver después de aquel almuerzo tan poco amistoso en casa de sus padres. De él le quedaba, como una broma triste, el recuerdo de la frase definitiva con la que lo había calificado sin esperar siquiera a que estuviese en la calle. «Es completamente marica.» Por lo visto, el joven Markus había grabado aquellas palabras con sangre y fuego en el mejor lugar de su memoria.

– Tienen que marcharse de la ciudad… háganlo discretamente. No lleve equipajes aparatosos, finja que se va sólo por unos días, que le ha surgido un viaje de trabajo… o alguna obligación familiar en el extranjero. ¿Dispone de dinero en metálico?

– Tengo algunos miles en casa, en una caja fuerte… y en mi cuenta bancaria hay…

– Olvídese del banco. Si retira una cantidad importante, despertará sospechas. La Gestapo tiene gente en todas partes. Coja lo que tenga a mano e intente recuperar lo que pueda una vez esté en el extranjero.

Levantó la figura como para calibrar el peso, y sus ojos miopes se encontraron con los ojos azulísimos de Arvid Soderman. Tenía las pupilas húmedas de miedo.

– Siento traerle tan malas noticias, señor Soderman.

– No… Se lo agradezco infinitamente… Supongo que me está salvando la vida.

– Eso no lo sabemos ni usted ni yo. Pero me quedo tranquilo si dice que va a hacerme caso.

– Claro… me… nos iremos mañana mismo. Hay un tren a París que sale a las diez y media. Iré ahora mismo a la estación y compraré los billetes… Ya volveremos cuando todo se tranquilice.

– Es una buena decisión.

A Arvid se le ocurrió entonces una idea.

– Señor Berr, quiero que se lleve la lámpara… Es usted un cliente, ¿recuerda? Después de pasar aquí más de media hora, será mejor que no salga con las manos vacías.

El otro asintió con una sonrisa, y arrugó aún más sus ojillos de ratón alarmado. Arvid se reprochó haber dejado pasar tanto tiempo sin recordar a aquel hombre. Envolvió la lámpara con un cuidado exquisito y se la entregó al abogado.

– Aquí tiene, señor… No, por favor, no la pague… La apuntaré en su cuenta, ¿eh?

Fue la última vez que Arvid Soderman vio con vida al señor Berr. Unas semanas más tarde la Gestapo lo detuvo en su propia casa y lo trasladó a un campo de trabajo acusado de colaborar en contra del Reich. Su pista se perdió para siempre en 1938.

Aquel día, Arvid Soderman cerró su tienda un poco más tarde de lo habitual. Recogió su despacho con cuidado, retiró de la caja todo el dinero que había e, intentando creer que estaba exagerando, quemó en la chimenea un montón de notas personales, algunas fotos vagamente comprometidas y cualquier documento del que se pudiesen extraer conclusiones equivocadas o no. Luego tomó el tranvía y se dirigió a la estación central, donde compró dos billetes de tren a París.

– ¿Que nos vamos mañana? Pero ¿por qué?

– Erich, estoy intentando explicártelo… Me ha llegado una información fiable de que en los próximos días las cosas en la ciudad pueden ponerse feas, así que no estaría de más tomarse unas vacaciones.

Había decidido no decir a Erich toda la verdad hasta estar seguros en Francia.

– Pero ¿y la tienda? ¿Y mi empleo?

Arvid no dijo nada, pero Erich pudo leer en sus ojos una compasión que le resultó profundamente humillante. Hacía meses que apenas tenía trabajo. Los estudios habían reducido su actividad, y llevaba semanas sin ser requerido para ningún montaje. A pesar de todo, había decidido mantener la ficción de que seguía estando muy ocupado, tal vez para no enfrentarse a las razones por las que ya nadie contaba con él.

– Bueno, todo el mundo tiene derecho a descansar durante unos días, ¿no? -Se acercó a él y lo tomó del brazo-. Además, hace siglos que queremos conocer París. Este momento es tan bueno como cualquier otro. No me digas que no te apetece salir de la ciudad una temporada… En cuanto a la tienda, me temo que últimamente las ventas han bajado tanto que da igual que abra o que cierre.

El rostro de Erich pareció relajarse un poco.

– Serán sólo un par de semanas… Necesito poner un poco de distancia con todo esto. Llevo unos meses con los nervios de punta. Y París debe de estar precioso. Vamos, Erich, hazlo por mí… Me sentará muy bien, nos sentará bien a los dos. Visitaremos el Barrio Latino, la Madeleine y el Louvre. Iremos en barco por el Sena, beberemos vino de Burdeos y comeremos pato todos los días. Y luego volveremos con un montón de recuerdos que harán que nuestros amigos se mueran de envidia.

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