Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Arvid era consciente de estar hablando como un viejo.

Los cuatro miembros de la familia Meyer lo miraron de arriba abajo… Pero ¿cuántos años tenía aquel jovenzuelo que hablaba con la suficiencia de un magnate?

– Creía… en fin, creíamos que la naviera de su padre les había llevado a ustedes a la ruina…

– Oh, bueno, las cosas nunca son tan malas como parecen al principio. Mi padre tenía buenos amigos que me fueron de gran ayuda para salir adelante. -Arvid trató de no pensar en los días de soledad y de incertidumbre que habían sucedido a la muerte del cabeza de familia-. En fin, las cosas me fueron bastante bien… Pero soy muy joven para quedarme siempre en el mismo sitio, ¿no les parece? Y, después de todo, tengo sangre alemana… Me dije que quizá era el momento de buscar mis raíces.

Se volvió hacia Elke y le guiñó un ojo. La chica, azorada, bajó la cabeza.

– En cuanto a la Colección Meyer…

– Oh, sí, perdone… Como bien decía usted, ya es hora de que me haga cargo de ella.

– Ya, pero es que nosotros pensábamos… En fin… ha pasado tanto tiempo… -Hannelore Meyer retorcía nerviosamente un bonito colgante que llevaba sobre el pecho-. Entenderá que creyésemos que no tenía usted interés en…

Arvid se limpió la boca y ladeó la cabeza, fingiendo pensar muy detenidamente en las palabras de su anfitriona.

– Lo comprendo muy bien. Pero ya ve que no tenía usted de qué preocuparse. Aquí estoy, desde las heladas tierras escandinavas, listo para asumir mis obligaciones. Es lo que mi madre hubiese deseado.

– ¡Su madre de usted nunca se interesó por la Colección!

Arvid hubiese dado un dedo de la mano derecha por saber qué era exactamente la maldita Colección Meyer, pero sabía que no podía hacer preguntas. Sólo le quedaba la opción de huir hacia delante.

– Querida tía, como usted sabrá, mi madre era una mujer muy reservada y poco amiga de manifestar emociones. Pero puedo asegurarle que la Colección Meyer era uno de los motores de su vida. Hablaba constantemente de ella, con mi padre, conmigo y con todo el que tuviese paciencia para escucharla cuando se entusiasmaba con el asunto. -Miró su reloj-. Y ahora, me temo que tengo que marcharme. Tío Rudolf, me pondré en contacto con usted en cuanto me haya instalado. Nos veremos, espero.

Fue su tía quien lo acompañó a la salida. Por la puerta entreabierta, Arvid Soderman pudo escuchar perfectamente el comentario del joven Meyer.

– ¡Es completamente marica!

Arvid se puso el sombrero sin descomponer el gesto. Sí, probablemente lo era. Lo curioso es que, hasta entonces, nadie lo había dicho en voz alta. O, al menos, no delante de él.

Muy a su pesar -o eso le pareció a Arvid-, Rudolf Meyer le puso en contacto con el señor Berr, un abogado que llevaba desde hace años los asuntos de la familia. A Arvid le costó decidirse a hablar con él, y fue retrasando la cita con el pretexto de obligaciones inexistentes que supuestamente lo mantenían muy ocupado. Pero el chico Soderman no tenía nada que hacer en Berlín, salvo pasear admirando las bellezas arquitectónicas de la ciudad y dar vueltas a la cabeza en su habitación de hotel, intentando decidir si el señor Berr era o no una persona de la que fiarse. Cuando al fin lo conoció, lamentó todo el tiempo que había perdido en elucubraciones, pues Berr era alguien con quien parecía posible hablar como se habla a un confesor. Arvid decidió sincerarse: no sabía nada de la colección Meyer, de la que nunca había oído hablar hasta que llegó a casa de su primo Rudolf.

– No me sorprende -contestó el abogado, y se puso unos lentes gruesos que alteraron bruscamente su fisonomía: aquellos espejuelos convertían al grueso y alegre señor Berr en una especie de ratoncito indefenso-. Verá, su bisabuelo, el señor Franz Meyer, era un infatigable viajero y un amante de las curiosidades. A lo largo de su vida reunió una buena cantidad de objetos procedentes de los cuatro puntos cardinales, todos ellos interesantes aunque ninguno especialmente valioso. Cuando otorgó testamento quiso donar su colección al museo de la ciudad, pero el consejo de la institución rechazó el legado.

– ¿Por qué?

– Como le he dicho, la colección de su bisabuelo estaba llena de cachivaches sentimentales, pero no tenían ningún valor desde el punto de vista artístico. El museo no consideró necesario hacer sitio en sus salas a un montón de objetos superfluos. Franz Meyer se disgustó muchísimo, por supuesto, y dispuso que a su muerte la colección fuese repartida entre sus dos hijos. El abuelo del señor Meyer y el suyo obtuvieron su parte, que legaron a la vez a sus descendientes: Rudolf Meyer y su hermana se hicieron con la mitad de la colección. Vanda Meyer, su madre, que era hija única, recibió la otra mitad.

– Nunca me habló de ello -murmuró Arvid.

– No. Porque su madre, como el resto de la familia, estaba convencida de que la herencia del abuelito era sólo un montón de naderías que no valía ni el trabajo que costaba limpiarlas. Usted debía de ser muy joven cuando su abuelo falleció y su madre supo que la mitad de la colección era entonces de su propiedad.

– Señor Berr, mi madre… Bueno, estuvo enferma los últimos años de su vida…

– Estoy al tanto, señor Soderman. -Arvid agradeció que Berr no le hubiese obligado a entrar en detalles-. Y, además, eso no viene al caso. La cuestión es que en los últimos tiempos el valor del legado de su madre se ha multiplicado. Al parecer, su bisabuelo tenía mejor gusto de lo que él mismo creía, y el tiempo ha hecho el resto…

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que, como el ser humano es esencialmente estúpido, lo que en 1850 no interesaba a nadie, en 1920 puede ser considerado una antigüedad. -Los ojos de Arvid se abrieron como platos-. No, señor Soderman, no se emocione… No es que esté usted en posesión de un tesoro. Pero los artículos de la colección Meyer han incrementado notablemente su valor. No tanto como para ser exhibidos en un museo, por supuesto, pero sí para suscitar interés y proporcionarle a usted una suma respetable si decide venderlos. Podrá tomar posesión de su herencia en cuanto lo considere oportuno. De momento, échele usted un vistazo. Su parte está depositada en una habitación de esta casa.

Como Arvid había previsto a tenor de las advertencias del señor Berr, la colección Meyer resultó ser un encantador emporio de objetos hermosos e inútiles, desde una silla de montar comprada en Mongolia hasta un tintero chino, un portador de documentos procedente de Birmania o un jarrón de porcelana de Sajonia con las iniciales de su propietario grabadas en oro. Cuando Arvid entró en aquella habitación repleta de pequeños tesoros le pareció estar de visita en la cueva de Alí Babá. De inmediato pensó en su madre: Vanda Soderman hubiese disfrutado lo indecible rodeada de aquella cuidada selección de preciosidades de cuya existencia nunca llegó a ser consciente del todo. Arvid recordó su triste vagabundeo por las tiendas de Estocolmo intentando hacerse con un retazo de la belleza perdida, mientras a muchos kilómetros de allí, en la casa del señor Berr, la esperaba una porción del paraíso.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece?

– Que mi bisabuelo era un hombre de muy buen gusto. -Había cogido una cajita de rapé de terciopelo con una escena de caza pintada en la tapa-. No puedo creer que todo esto sea mío.

– Señor Soderman… Celebro que esté contento, pero ya le dije que no debe crearse grandes expectativas económicas…

– No lo hago, créame. ¿Puedo ser sincero con usted? Qué pregunta más estúpida, claro que puedo, es mi abogado… No sé lo que le habrá dicho mi tío, pero no tengo dinero. Le he hecho creer a él que sí… Ese hombre no me gusta, y me pareció divertido tomarle el pelo. He vendido mi casa de Estocolmo, y no poseo nada más que lo obtenido por la venta. En estas circunstancias, mi herencia será de gran ayuda por poco que valga. Aunque -miró a su alrededor y se fijó en un pequeño klim turco de nudo finísimo- confieso que me dará pena desprenderme de todas estas cosas tan bonitas. Pero si puede usted ayudarme a encontrar un comprador, le estaré agradecido.

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