Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– No te preocupes -le dijo, para consolarla-. Por la tarde te irá mejor.

Pero en aquella jornada de rodaje, Greta no hizo otra cosa que esperar sentada en un banco, con la piel en carne viva bajo la espesa capa de maquillaje y los pies hinchados dentro de sus zapatos de solterona. Al día siguiente la vistieron de doncella con delantal y cofia y se puso por primera vez bajo los focos, pero el director no estaba conforme con la escena y, después de filmar durante dos horas, gritó: «¡No vale!» Al tercer día volvió a ponerse el traje oscuro de la primera vez, y la hicieron pasear arriba y abajo por una calle de cartón piedra enlazada a otras dos chicas con la instrucción de que fingiesen estar divirtiéndose mucho. Así que Greta rió, y rió, y rió sin ganas ni motivo hasta que oyó la palabra «corten». Esa tarde le dijeron que lo había hecho muy bien, le pagaron su salario y le comunicaron que no hacía falta que volviera más.

Su disgusto fue mayúsculo. Le habían advertido de que el suyo era un papel de figurante, pero no podía imaginar que iba a reducirse a tan poca cosa. Arvid intentó animarla, pero su amiga estaba hecha un mar de lágrimas: se había permitido fantasear con ser actriz, y todo lo que había obtenido del invento del cine eran tres días usando zapatos incómodos y una estúpida escena de paseo.

– No te lo tomes así. Ya tendrás otra oportunidad.

Pero ella no lo creía. Por fortuna, habían vuelto a llamarla para hacer un anuncio. De lo contrario tendría que regresar a Bergstróm con el rabo entre las piernas para suplicar que le devolviesen su antiguo empleo en la sección de moda.

Si Greta no había tenido mucho éxito en su primer contacto en el cine, Arvid había caído con mucho mejor pie. Los jefes parecían encantados con su diligencia en las tareas que le encargaban, y su don de gentes le había ayudado a meterse en el bolsillo a buena parte de los miembros del equipo de rodaje. La peluquera se ofreció a cortarle el pelo, el encargado de cocina le guardaba las mejores raciones, el responsable del vestuario distrajo para él un abrigo de paño negro que le quedaba pequeño al protagonista… El joven Soderman era el personaje más popular de aquella familia que se mantendría unida en tanto no acabara la filmación de la película.

A pesar de estar reducido a tareas subordinadas, Arvid estaba encantado con su incursión en el mundo del séptimo arte. Le fascinaba el jaleo que reinaba en el plato, y cómo el caos se tornaba en orden cuando el director daba uno de sus gritos, el silencio sepulcral que se adueñaba de todo mientras duraba una toma, el haz de luz que parecía envolver a los actores, el olor levemente quemado de la película, el ruido inconfundible de la cámara cuando se estaba rodando. En su afán de curiosear, Arvid consiguió que algunos técnicos le enseñaran los rudimentos de su trabajo. André, un operador de origen francés que había conocido a los hermanos Lumiére, le explicó el funcionamiento de las cámaras. El jefe de iluminadores -Olof, un vejete simpático que renqueaba al andar sin que nadie supiese si era culpa de un defecto físico o de su afición al alcohol- le enseñó algunos trucos del manejo de los focos y cómo un correcto empleo de la luz era capaz de multiplicar el atractivo de una persona. El encargado de la escenografía le explicó que moviendo los muebles podía uno cambiar el aspecto de una estancia, y Arvid recordó a su pobre madre, que pensaba lo mismo. Su afán de observación, una rara inteligencia natural y la intuición hicieron el resto: quince días después de empezar el rodaje, Arvid Soderman estaba convencido de conocer al dedillo buena parte de los secretos del oficio de cineasta.

De vez en cuando, Arvid se citaba con Greta y le hablaba de la marcha de la película. Ella le escuchaba con una rara mezcla de melancolía y envidia: en tres días como simple figurante había caído víctima del veneno del cine, pero tenía que resignarse a anunciar sombreros, jabones de olor o galletas para perros.

– Habrá más películas -la consolaba Arvid.

– Ya. Y volverán a ponerme un vestido horrible y a hacer que pasee riéndome como una loca. No, muchas gracias. Ya me han humillado bastante.

El joven Soderman no podía compartir el pesimismo de su amiga, pues consideraba a Greta la más perfecta de cuantas criaturas habitaban la faz de la tierra, y era cuestión de tiempo que un director decidiese convertirla en primera actriz. Desde luego, la protagonista de la película no era tan guapa como Greta, se movía con mucha menos distinción y su mirada no era ni la mitad de profunda que la de la señorita Gustafsson. Y la cabeza de Arvid Soderman empezó a dar vueltas para encontrar la forma de dar un leve empujón al destino.

Una mañana, el director informó al equipo de que las jornadas de rodaje se trasladaban a un palacete del centro de Estocolmo. Aquella casa -una construcción decimonónica con un bonito jardín en la parte trasera, invernadero y grandes ventanales- le recordó a Arvid la que había sido su hogar unos años atrás. Se sorprendió de lo lejano que se le antojaba ya todo aquello, pero en cuanto pisó las alfombras mullidas, en cuanto se vio reflejado en un gran espejo veneciano y oyó el tintineo de cristal de las lámparas que iluminaban las habitaciones, sintió algo parecido a la nostalgia. Aquél era su mundo perdido, y se sintió dichoso por volver a rodearse, siquiera durante unos días, de algunas de las cosas bellas con las que había convivido durante la infancia.

Pero aquella casa hizo algo más: estimular su imaginación para urdir un plan perfecto que serviría de ayuda a Greta. Rodaría otra película aprovechando el decorado y el material de producción. Una película distinta, en la que Greta fuese la verdadera estrella. Luego mostrarían la cinta terminada a un director, o a un productor, para que pudiesen comprobar que el talento de Greta merecía algo más que un triste papel de extra. Y si en Suecia no había nadie capaz de entender su potencial, enviarían la cinta a América… Allí habría alguien sensible a la belleza, al encanto y al talento de una muchacha como ella.

En cuanto lo hubo madurado, Arvid explicó su proyecto a su grupo de incondicionales: no necesitaban gran cosa, les dijo. Filmarían por las noches, cuando ya todos se hubiesen marchado a casa. Gustav, el encargado de los decorados, les abriría la puerta del palacio. André, el camerógrafo, se ocuparía de rodar. Una de las maquilladoras, que estaba secretamente enamorada del francés, se avino a peinar y componer a los actores postizos y a representar un pequeño papel. Otros dos extras accedieron, entusiasmados, a encarar su primera aventura como protagonistas. Olof no vio ningún problema en accionar los focos… En cuanto a Greta, estaba tan asustada por la propuesta como emocionada ante la posibilidad de trabajar como una auténtica actriz. Y así comenzó un rodaje delirante que se iniciaba cada día a las doce de la noche. El equipo entraba en el palacio como una estrafalaria banda de ladrones, y filmaban durante un par de horas utilizando material que se suponía a buen recaudo y que habían sustraído gracias a la buena disposición del encargado del almacén. Arvid, que había ideado una historia cursilona de amores entre un rico heredero y una muchacha pobre, hacía de director. Cada noche de trabajo era una fiesta: lejos de los gritos del realizador de verdad, libres de la presencia amenazadora del productor, aquel puñado de inconscientes lo pasaban en grande jugando a hacer cine. De todos, era Greta la más entusiasmada, la más entregada, la más feliz. Sin ella saberlo, acababa de iniciar una historia de amor con la cámara que estaba destinada a convertirse en leyenda.

Como es lógico, aquello no podía durar. El rumor de que una docena de trabajadores de la productora dedicaba las noches a rodar un filme pirata acabó llegando a oídos de los jerarcas del equipo. Si bien estaban convencidos de que aquella historia tenía que ser una patraña, exigieron a Petschler que averiguase si había algo de verdad en lo que se contaba. Y la noche siguiente, el productor apareció en el plato y encontró una escena que no olvidaría nunca.

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