Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Por otra parte, los alumnos que acudían para examinarse veían a Arvid como a un bicho de una extraña especie, y de año en año aguardaban su aparición en el aula, pálido y ojeroso por la falta de aire fresco, vestido como un viejo, con chaleco y levita y zapatos de tafilete brillando al sol de junio. Todos estaban convencidos de que el joven Soderman venía de otro planeta, y en cierto modo así era: de un planeta clausurado a la fealdad, preservado a la fuerza de cualquier maligna influencia del exterior.

Es imposible saber qué habría sido de Arvid de no haberse vuelto la suerte en contra de los suyos. Tenía dieciocho años cuando uno de los barcos de la naviera de su padre naufragó cerca de las Hébridas. La carga se perdió, por supuesto, y toda la tripulación murió ahogada o víctima de la congelación. El escándalo estalló cuando se supo que ninguna aseguradora había cubierto el viaje del mercante. Ni la carga, ni mucho menos los hombres, viajaban protegidos por póliza alguna. Fredrik Soderman se apresuró a decir que cubriría con su patrimonio personal las indemnizaciones a las familias de los sesenta marineros muertos.

– A pesar de la buena voluntad de Soderman, su naviera pasaba por un mal momento así que tuvo que recurrir a los bancos. Pero, como ocurre a todos los hombres afortunados, Fredrik tenía muchos enemigos, que vieron la ocasión de ponerle contra las cuerdas. Consiguieron bloquear los préstamos que había solicitado, y cuando llegó el momento de hacer frente a las compensaciones a las viudas y los huérfanos, no contaba con suficiente liquidez. Y, a la desesperada, acudió a un antiguo socio, que traspasó a su cuenta el dinero que necesitaba… a un interés escandaloso.

– ¿Y no pudo pedir ayuda a su mujer? Dijo que era rica…

– Así hubiese actuado alguien más sensato. Pero Soderman intentó arreglar las cosas por sí solo. Una vez que cumplió con las familias de sus hombres, se encontró con una deuda monstruosa que no podía asumir. Cuando su esposa se enteró de lo que había ocurrido, echó mano de su herencia, pero ni siquiera la jugosa renta de Vanda Soderman era capaz de tapar el agujero de las finanzas familiares. Fredrik malvendió su naviera, liquidó sus acciones e hipotecó su casa. De la noche a la mañana, la familia se arruinó.

Se quedaron sin nada, siguió explicando Faraday. La mansión, con todo lo que tenía dentro, pasó a manos de un grosero comerciante de tejidos, cuya esposa, tan vulgar como él, no tardó en renovar de arriba abajo aquella vivienda de ensueño para convertirla en un monumento al mal gusto. Los criados -aquel ejército de hermosas criaturas- fueron despedidos entre lágrimas. Los Soderman se trasladaron a vivir a una casita que formaba parte de las posesiones de Vanda, donde ella trató de reproducir el ambiente de exquisitez que había rodeado hasta entonces las vidas de todos. Se pasaba horas intentando recolocar los muebles, volviendo del revés las cortinas, tratando de dar a las paredes una nobleza que no tenían cubriéndolas con tapices sin valor y cuadros de dudosa factura. Recorría casi a diario los locales de anticuarios y decoradores para encontrar gangas que no existían, y se enredaba en bochornosas sesiones de regateo intentando convencer a los vendedores de que le dejaran llevarse por la mitad de su precio este o aquel objeto del que se había encaprichado, sin pararse a pensar que tampoco así podría pagarlo: su bolsillo estaba completamente vacío. Su hijo, Arvid, había decidido acompañar a la madre en aquellas excursiones delirantes. Con ella visitaba las tiendas de tejidos, las fábricas de loza, los comercios de cristal, donde Vanda intentaba recuperar la mujer que había sido una vez, aquella que pagaba sin discutir jamás el precio que le pedían, aquella que era recibida con reverencias y finuras que habían pasado a la historia. Ahora, cuando los tenderos veían llegar a la señora Soderman, no podían sino reprimir la risa ante sus ofertas desquiciadas, sin recordar jamás a su antigua clienta, que había sido durante años el paradigma de la elegancia y el buen gusto.

Todo aquello la trastornó. Bastaron unos meses para que Arvid y su padre se diesen cuenta de que Vanda se había vuelto loca. Aun así, uno y otro continuaron siguiéndole la corriente cuando hablaba de cambiar colgaduras o de comprar una nueva alfombra persa para el vestíbulo. Arvid intensificó su papel de cancerbero en las visitas de su madre a las tiendas de Estocolmo, oficialmente para evitar que se metiese en líos o que las burlas de los comerciantes fueran a más. En realidad, Arvid entraba y salía de los comercios de lujo con la sensación de haber hecho pequeñas inmersiones en el universo de cosas bellas del que había sido expulsado. Porque eso eran para él aquellas visitas: mínimas zambullidas en un elemento en el que se había acostumbrado a vivir y que le habían arrebatado bruscamente. Por eso, cuando lograba abstraerse por unos segundos de los delirios de la madre, cuando conseguía no escuchar su salmodia de quejas sobre el alza de los precios y la escasa caballerosidad de los vendedores que se negaban a dar crédito a una dama como ella, Arvid perdía la mirada y la conciencia en las lámparas de Bohemia, los jarrones de porcelana legítima, las figuras pintadas con azul de Delft y los muebles que llegaban desde algún rincón del Lejano Oriente. Y aquello servía para calmar, siquiera por unos momentos, la añoranza de aquel mundo en el que había vivido sin pararse a pensar en que podía haber otro.

Como Arvid y su padre se temían, Vanda acabó por enloquecer del todo. Fue necesario internarla en un sanatorio. Cuando se vio allí, rodeada de dementes, asediada por la fealdad de la que había estado escapando durante cuarenta y cinco años de vida, no pudo soportarlo y en un descuido de sus carceleros saltó por una ventana. Todos dijeron que había querido suicidarse, pero su marido y su hijo sabían que no era cierto: la desdichada Vanda sólo pretendía escapar de un mundo de pesadilla en el que no había sitio para ella. Carcomido por los remordimientos, considerándose culpable primero y último de cada desgracia que se había abatido sobre su familia, Fredrik Soderman se fue apagando poco a poco y murió en el invierno de 1919. El médico dijo que había sido una neumonía, pero Arvid estaba convencido de que había muerto de pena.

Arvid se quedó solo. Acababa de cumplir dieciocho años y no tenía gran cosa: la casita de Estocolmo y una pequeña cantidad de dinero que su madre había dejado al morir. Vanda tenía parientes en Berlín, pero lo único que Arvid recibió de ellos fue un escueto telegrama de pésame sin una señal que indicase el menor interés por ponerse a su disposición. Tendría que salir adelante solo.

No estaba mal armado para la vida. Había conseguido acabar los estudios en el instituto, hablaba inglés y alemán con bastante corrección, estaba sano y era joven, así que debió de decirse que no necesitaba mucho más para abrirse camino. Consiguió trabajo en Bergstróm, unos grandes almacenes de Estocolmo, donde pensaron que aquel muchacho refinado podía resultar perfecto para llevar a domicilio los pedidos de las mejores clientas. Arvid conservaba el buen gusto en el vestir que le había inculcado su madre -aunque condicionado ahora por su escasez de recursos- y el aura de otra época que tanto llamaba la atención a sus contemporáneos del liceo. A las damas les encantaba aquel chiquillo menudo de modales perfectos que les seguía llevando las compras y que, al llegar a sus casas, alababa con criterio el buen gusto en la decoración, los damascos de la tapicería o la calidad de los muebles. Nadie pensó que el chico de los recados de los almacenes pudiera ser en realidad el hijo de Fredrik y Vanda Soderman, aunque muchas de aquellas mujeres habían estado más de una vez en la mansión familiar.

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