Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Erich Kohl tenía treinta y cuatro años, y había dedicado al cine casi la mitad de su vida. Había trabajado con Murnau, con Wiene y con Fritz Lang, y asistido al auge y al declive de la industria cinematográfica alemana, que, acogotada por la reciente crisis económica, veía emigrar a Hollywood a buena parte de sus mayores talentos. En aquel momento, el señor Kohl estaba inmerso en el montaje de una película dirigida por Sternberg y protagonizada por Marlene Dietrich.

– Dietrich es maravillosa, pero Greta Garbo… -Miró al cielo y emitió un silbido expresivo-. Bueno, no admite comparación. ¿Aún sigue en contacto con ella?

– Nos escribimos de vez en cuando. Recibí una postal suya hace dos o tres meses. Dice que me llamará si viene a Berlín, pero, si quiere que sea sincero, no espero que lo haga. Ahora es una estrella -suspiró- y no es bueno que los dioses se mezclen con los mortales.

Erich Kohl se estrujaba la cabeza intentando alargar un poco aquella conversación. De pronto no tenía ningún interés en perder de vista a aquel al que en un principio había tomado por un cretino mentiroso.

– ¿A qué se dedica usted?

– Tengo una tienda de antigüedades. -Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio-. Venga a verla un día, si quiere. Buenas tardes, señor Kohl. Y suerte con la película. Marlene Dietrich es fantástica también.

Meses después, convertidos ya en una pareja sólida, Erich confesaría que Arvid sólo le había llamado la atención por su amistad con la Garbo, y Soderman le correspondía diciendo que lo único que de él le interesaba era su condición de experto en montajes de material cinematográfico. Al hablar con él, Arvid había recordado las tres bobinas grabadas con imágenes de Greta que había sacado de Estocolmo y que llevaban ocho años durmiendo el sueño de los justos en un baúl de su casa. Sea como fuere, Erich Kohl visitó la tienda de antigüedades, y Arvid se extralimitó en sus deberes de anfitrión invitándolo a comer. Dos meses más tarde, Erich y Arvid se colaban de tapadillo en los estudios de la UFA para ver juntos, por primera vez, el material grabado por Soderman once años antes en un plato de Estocolmo.

– ¿Qué te parece? -preguntó Arvid.

– ¿Parecerme? Es Greta Garbo, amigo mío. Con eso basta.

Se rieron los dos. Ni uno ni otro habían previsto que podían enamorarse y ser felices al mismo tiempo que en su ciudad, en su país, empezaban a cocinarse acontecimientos que cambiarían para siempre el curso de su historia y de la historia del mundo.

En el verano de 1932, un año y medio después de su primer encuentro frente a un cine, Arvid Soderman alquiló un piso en el mismo edificio de la Opernplatz en el que Erich Kohl poseía un pequeño apartamento amueblado. No se atrevieron a mucho más: cada vez quedaba menos de aquel Berlín permisivo y biempensante de los años veinte, y ninguno de los dos tenía la menor intención de enfrentarse a un escándalo. Así que Arvid se instaló una planta por encima de Erich. Era lo más parecido a vivir juntos que podían permitirse sin renunciar a la discreción.

Fue en aquella época cuando Arvid empezó a decir a menudo que era una pena no hacer algo con la película que había filmado en 1920.

– Tengo dos horas de material…

– Casi todo inservible, perdona que te lo recuerde.

– Sí, pero como alguien dijo una vez, es Greta Garbo y con eso basta. ¿Recuerdas quién fue?

Erich nunca había sido muy firme en sus negativas, así que acabó cediendo al capricho de Arvid y alquiló en secreto un costoso estudio de montaje. Una noche en que iban a cenar fuera, dio al taxi una dirección en el extrarradio.

– Pensé que habías reservado en Konnope…

– Pues te equivocaste. -Le señaló una bolsa que llevaba en la mano-. Aquí está nuestra cena.

Eran un montón de sándwiches de queso y embutido. Aquella noche, bajo la dirección de Arvid, Erich convirtió las dos horas de material en bruto grabadas cuando Greta Garbo era una desconocida en doce minutos y medio de algo que podía ser el inicio de una película. Cuando acabaron era ya de día. Al salir de los estudios les dio en la cara un sol magnífico que se filtraba a través de los árboles de un parque cercano. Arvid llevaba bajo el brazo la película montada, e iba pensando que no era posible ser más feliz.

La conversión de Hitler en Führer y el advenimiento del Tercer Reich los cogió a los dos por sorpresa. Ni a Erich ni a Arvid les interesaba la política. Como ciudadano sueco, Arvid se sentía legitimado para ignorar los avatares de su patria adoptiva. En cuanto a Erich, ni siquiera había votado en las elecciones de 1930. Vivían en su isla particular, casi al margen de cuanto acontecía, convencidos de que los vaivenes del poder no eran cosa suya. Cuando el 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller, algunos de sus amigos manifestaron una abierta inquietud por el ascenso de aquel tipo tan escasamente atractivo, que ellos dos conocían a través de las soflamas incendiarias que lanzaba y que proyectaban antes de las películas en las salas de cine. Arvid empezó a fijarse en que, al margen del contenido de sus discursos apocalípticos, había algo terrible en él. Fuese o no cosa de Hitler, Berlín había cambiado, y también el país.

Lo comentó con Erich, que frunció el ceño y se quedó pensando.

– Quizá debería haber ido a votar hace tres años. -Le pasó la mano por el brazo y dibujó una sonrisa clara en su rostro, que conservaba un aire infantil-. Oh, venga, no pongas esa cara. Hitler no me gusta lo más mínimo, pero ¿qué nos importa a nosotros lo que pueda hacer?

Años después, Arvid recordaría aquellas palabras, preguntándose cuántos como Erich las habían pronunciado.

– ¿Qué demonios pasa ahí?

Desde la Opernplatz llegaba un griterío espeluznante. Arvid y Erich se asomaron a la ventana. En la plaza, cientos de jóvenes habían encendido una hoguera y arrojaban libros a las llamas en medio de alegres cánticos, aplausos y risas. La noche de mayo, templada y azul, se tiñó de humo y del olor acre del papel quemado mientras hordas de estudiantes de la Universidad Von Humboldt saludaban con himnos el holocausto de los libros. Erich se apartó de la ventana, pero Arvid se quedó allí, de pie, mirando las llamas y sintiendo una difusa sensación de bochorno, como si, a su manera, todos hubiesen ayudado a prender aquella lumbre. Las noticias del asalto y el saqueo del Instituto de Ciencia Sexual habían llegado sólo cuatro días antes, pero incluso ante aquella evidencia había preferido creer que no había nada grave de qué preocuparse: «No puede ser para tanto, esto es cosa de unos cuantos exaltados». Y en aquel momento, frente a su casa, bajo su ventana, Arvid Soderman intuyó que la hoguera amenazante en la que ardían los libros se había convertido en símbolo del futuro terrible que esperaba al país en el que había aprendido a vivir, a sentir y a amar.

La vida seguía, pero Berlín y la rutina de Erich y de Arvid sobrevivía en una especie de inquietud continua, en la calma insoportable que hace presagiar la inminencia de un desastre. Y, en contra de lo que ellos habían creído, también su pequeño mundo se volvió del revés. Un día supieron que Eldorado, un famoso club de clientela homosexual que habían frecuentado tiempo atrás, había sido clausurado indefinidamente. Semanas después cerraron la revista Die Freundschaft, en la que Erich colaboraba haciendo críticas de cine. A la nueva Alemania no le gustaban los hombres que amaban a otros hombres y obstaculizaban la dispersión de la gloriosa raza aria. Algunos amigos de la pareja habían manifestado su intención de abandonar la ciudad, tal vez incluso el país.

– ¿Y a dónde vamos a ir? -contestó Erich cuando Arvid le planteó la posibilidad de emigrar-. Yo no hablo más idioma que el mío. Tú tienes tu negocio… No somos ricos, Ar, ¿de qué viviríamos? Tal vez otros puedan salir de Alemania y mantenerse con sus rentas… pero nosotros no. Vamos a esperar. Quizá… quizá las cosas se calmen un poco a partir de ahora. Y muchas de esas historias horribles que circulan por ahí… Bueno, quizá son sólo rumores…

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