José Santos - La Amante Francesa
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– ¿Combatimos mal?
– No es exactamente eso -atenuó Gleen-. Digamos que da la impresión de que sus hombres ya llevan demasiado tiempo en las trincheras. ¿Cuándo llegaron aquí?
– ¿Adónde? ¿A Francia?
– A las trincheras.
– Bien, la 1 aDivisión ocupó sus posiciones en el frente de combate a finales de mayo, y nuestra brigada, que pertenece a la 2 aDivisión, entró en las trincheras exactamente el día 23 de septiembre.
– Hum, mayo y septiembre… -repitió Gleen, haciendo las cuentas mentalmente y contando los dedos como si fuesen meses-. Por tanto, si no entiendo mal, la 1 aDivisión está combatiendo desde hace siete meses seguidos y la 2 aDivisión desde hace tres. Mire, si fuesen fuerzas británicas, ya habría llegado la hora de regresar a la retaguardia para un descanso prolongado, en especial la 1 aDivisión. Ningún soldado aguanta estar tantos meses seguidos hundido en charcos de barro con bombas que estallan a su alrededor y balas que vuelan constantemente sobre su cabeza. Fíjese en los jerries de ahí enfrente, por ejemplo. Hace poco tiempo estaban en aquellas trincheras, del otro lado, los hombres de la 50 aDivisión. Pues los últimos prisioneros que capturamos nos revelaron que ésos ya se fueron a descansar. Ahora están allí los tipos de la 44 aDivisión, también pertenecientes al VI Ejército de Von Quast. Así pues, de un lado hay jerries frescos y del otro unos portugueses fatigados. -Se sorbió la nariz-. Si quiere que le diga la verdad, esto huele mal.
– ¿Y qué quiere que hagamos?
– Consigan refuerzos. For Chñst'sake! -respondió, se sorbió de nuevo y echó un escupitajo a la nieve-. Ustedes necesitan tropas frescas y aún no han recibido ninguna. El cansancio se acumula, la moral se resiente y eso comienza a notarse en la forma en que los hombres se presentan.
Sintieron movimiento en la trinchera, justo detrás, y volvieron la cabeza para ver qué era. Pasaba un lanudo muerto de frío, envuelto en una pelliza sobada y con las mangas del uniforme rasgadas y largas, más grandes que los brazos, pero lo que más se destacaba en él eran las botas abiertas por delante, la suela se despegaba del cuero, parecía una boca abierta con la lengua fuera, la lengua eran los pies, claro, los calcetines rotos y apolillados iban cubiertos de trapos inmundos en el extremo, para protegerse los dedos. El cuero se había curtido sin grasa, lo que era común en Portugal y adecuado a las benignas condiciones climáticas del país, pero allí era diferente, el clima de Flan- des resultaba mucho más húmedo y, en aquellas condiciones, el calzado portugués se volvía más permeable al agua y al barro, lo que facilitaba la putrefacción de los hilos que unen la suela con la pala y provocaba aquel lamentable y ridículo espectáculo.
El capitán Gleen señaló con el pulgar al miserable soldado que se arrastraba con dificultad por las tablas de la trinchera y que tan oportunamente les había brindado su inspiradora aparición.
– You see? Justamente por esto no podemos dejar que Fritz los vea.
Afonso se quedó mirando al astroso soldado, pobre y muerto de frío, que se alejaba cabizbajo, trinchera arriba, en dirección a Hun Street.
– Comprendo.
– De cualquier modo, todos los oficiales británicos vinculados con las fuerzas portuguesas han recibido la orden de permanecer todo el día en las primeras líneas de este sector -aclaró Gleen-. Si los jerries llegan a inventar algún entretenimiento parecido al de 1914 o 1915 en Neuve Chapelle y en Laventie, tendremos que pasar enseguida la información al cuartel general.
Afonso lanzó una última mirada a la neblina que ocultaba las posiciones enemigas y, apoyándose en el bastón con contera metálica, saltó de nuevo a la trinchera, donde lo aguardaba Joaquim.
– No sé qué obligaciones tienen ustedes, muchachos -dijo despidiéndose de los dos británicos-, pero yo tengo que hacer una ronda. Hasta luego.
– Cheerio.
El capitán atravesó la trinchera para dar una vuelta por todo el sector ocupado por la Infantería 8, bajando por la Rué du Bois hasta Richebourg Avoué; después giró a la derecha en Factory y subió por la Edward Road, donde tropezó con dos ratas gordas junto al Páteo das Osgas, le parecieron repugnantes, con sus colas largas y sus cuerpos tan pesados que hasta les resultaba difícil correr. Decidió volver nuevamente a la derecha, en Windy Córner, cogiendo la Forresters Lañe hasta llegar a Lansdowne, su refugio, habitualmente el conjunto que albergaba el comando del batallón, pero que esta vez se limitaba a acoger al responsable de la compañía y a unas decenas de hombres más. Lo esperaba el teniente Pinto.
– Hola, Afonso, ¿por dónde has andado?
– Encontré a Tim con otro gringo y nos quedamos conversando en Pope's Nose -respondió Afonso, que entró en el refugio y se sentó en el catre de alambre. Pinto lo imitó y ocupó el banco, junto a la caja de municiones que servía de mesa. El capitán se quitó el casco y miró a su amigo-. Los gringos están preocupados por la posibilidad de que confraternicemos con los boches.
– ¡Qué disparate!
– No, escucha, no es ningún disparate. Me estuvieron contando que los boches suelen ser especialmente simpáticos en Navidad; los gringos temen que nos acerquemos a conversar con ellos y les mostremos nuestras miserias al enemigo.
– ¿Ah, sí? Aún no he notado nada raro…
– Pero ¿no te has dado cuenta de que aún no ha habido hoy ningún disparo?
– Eso es verdad -asintió el Zanahoria-. Además te lo dije esta mañana.
– ¿Y ya los has visto estirarse encima de los parapetos? Hasta parece que están de excursión.
– Afonso, esto «es» una excursión -repuso el teniente Pinto con especial énfasis en la palabra «es», su lado monárquico antiintervencionista siempre presente-. No deberíamos estar aquí, ya te lo he dicho mil veces. Sidónio tiene que sacarnos de esto…
– Oye, Zanahoria, no hablemos de eso -interrumpió Afonso, que alzó las manos al cielo con un gesto de impaciencia-. Hoy no me apetece, no tengo paciencia. Dame una tregua, es Navidad.
Un mensajero apareció en el puesto y se quedó observando desde la entrada.
– ¿Me permite, mi capitán?
– ¿Qué ocurre?
– Mensaje de la brigada.
El hombre extendió un sobre amarillo. Afonso cogió el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el mensaje. Irritado, sus mejillas enrojecieron; Pinto se dio cuenta.
– ¿Algo grave?
– Estos tipos son unos cabrones -farfulló Afonso-. Esto no se hace.
– ¿Qué?
– Escucha -dijo, y leyó el mensaje en voz alta-: «Se deben tomar todas las medidas para el combate. Toda la artillería bombardeará durante media hora al enemigo a las diecisiete, a las diecinueve y a las veintiuna horas». -Levantó la cabeza y agitó el mensaje-. ¿Qué me dices?
– ¿En la víspera de la Navidad?
– Estos tíos están locos.
– Pero ¿qué bicho los ha picado?
– Yo lo sé. -Afonso suspiró y se levantó del catre, para salir del puesto-. Quieren asegurarse de que no habrá confraternización y han decidido ofrecer a los boches granadas como regalos de Nochebuena. Y a nosotros que nos zurzan.
– ¿Y ahora?
– Y ahora vamos a comunicarle a la gente que se prepare para la fiesta. Va a ser un jaleo de cojones.
Matías, el Grande, se acomodó lo mejor que pudo junto a los sacos de tierra de la línea B, en Copse Post, entre Port Arthur y Richebourg Avoué. El sargento Rosa había pasado por allí para comunicar que habría combate, la artillería iba a entrar en acción y era inevitable la contraofensiva enemiga, por lo que debían tomar las precauciones necesarias. En verano y en otoño, un aviso sobre la inminente entrada en acción de la artillería conduciría a todo el mundo a los refugios, pero en invierno, con el agua y el barro invadiéndolo todo, los refugios no ofrecían ninguna seguridad. Construidos en tierras arcillosas y con las paredes de barro, lo normal era que se desmoronasen completamente cuando los alcanzaba una granada alemana. No era la primera vez que morían así varios hombres, ahogados en la ola de fango que se abatía bajo el impacto de una explosión próxima. De ahí que, en invierno, el último sitio adonde iban los soldados durante un bombardeo enemigo eran justamente los refugios, a menos que se los construyese de hormigón. Preferían quedarse al aire libre, pegados a las paredes de las trincheras, rezándole a la Virgen para que los protegiese de las bombas y de las esquirlas.
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