José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Mi sargento, ¿me permite que suba a observar al enemigo?

El sargento hizo un gesto displicente. Matías trepó al parapeto, desde donde acechó fugazmente la posición alemana. El manto de nieve cubría toda la línea del frente, la Tierra de Nadie y el sector enemigo, situado entre la arboleda carbonizada del Bois du Biez. Recorriendo el terreno con los ojos, comprobó que, en efecto, los charcos de barro y de agua no se encontraban en la elevación de terreno ocupada por los alemanes, sino más abajo, junto a las líneas portuguesas.

– Realmente es así -confirmó el cabo, que se apartó y volvió a su puesto de trabajo-. No sólo tenemos que aguantar las bombas de esos tipos, sino que cargamos con el barro de los cabrones.

– ¿Has visto cómo está la Rué de Puits, justo atrás de Euston Post?

– ¿Si la he visto? El barro llega hasta el pecho, carajo. Me dijeron que hace un tiempo allí murió un gringo, ahogado.

Se concentraron en el trabajo, momentáneamente en silencio.

– Esto es una lata -se desahogó Matías, que se esforzaba por mantener la bomba manual drenando la trinchera.

– Pero fíjate, Matías, tú eres cabo, no tienes por qué estar aquí sacando barro.

El hombretón de Palmeira se encogió de hombros.

– No me importa -dijo-. Si no viniese yo, mandarían al Viejo o al Canijo, y ésos no aguantarían, caramba. Están hechos polvo.

El cabo se enderezó en la trinchera, reposando un momento del trabajo de extraer el agua y el barro. Sacó una botella de ron del bolsillo y bebió un trago.

– Ahhh, esta bebida es una maravilla -exclamó Matias, echando un vaho cálido y vaporoso-. Hasta parece que se enciende un horno dentro de uno.

– Dame un poco.

Matias, el Grande, le extendió la botella y Vicente bebió un largo trago de ron.

– Caramba, hombre -protestó Matias-. No te lo bebas todo. A ver si te vas pillar una cogorza y te pierdes por ahí.

– Anda, no te preocupes -repuso Manitas, que se limpió la boca con la manga-. Va sobrar un montón de este licorcito, ya verás.

Matias miró con desaliento el río de barro que llenaba la trinchera.

– Mañana es víspera de Navidad y nos la vamos a pasar aquí, apiñados en el barro como marranos -refunfuñó-. ¿Has visto esta mierda?

– No me hables de eso. Lo bueno es que van a traer bacalao.

– ¿Bacalao? ¿Qué bacalao?

– Oye, Matias, mira que andas distraído. ¿Acaso no sabes que la ración de la Nochebuena va a ser bacalao?

– ¡No me digas! -exclamó Matias, haciéndosele la boca agua. Estaba harto del corned-beef y de las pies, y un filete de bacalao con patatas y aceite venía de perillas-. ¿Y eso es mañana?

– Espero que sí. -Vicente se rio y le devolvió la botella de ron.

Matias guardó la botella en el bolsillo y reanudó el trabajo con redoblado entusiasmo.

– Y así será -dijo, encendiendo vigorosamente la bomba-. Sólo faltaría que los boches se portasen como colegas y nos dieran un día de descanso.

– Pienso que es normal que no haya guerra en Navidad.

– Ya he oído decir eso, pero no me lo creo.

– A mí quien me lo dijo fue una furcia de Béthune. Me contó incluso que siempre hay fiesta para la Navidad en las trincheras, los compañeros saludan a los boches, van hasta la avenida Afonso Costa e incluso juegan a la pelota.

– ¿Y tú te lo crees?

– Pues…

– ¿Nosotros jugando a la pelota con los boches en la Afonso Costa? Ésos son cuentos, engañabobos. Oye, Manitas, realmente eres un ingenuo.

El sargento Rosa se agitó en su reposo de sacos de tierra. Él era el militar graduado encargado de vigilar aquella obra. Se trataba de un trabajo de poca importancia, en caso contrario le habrían dado cuatro, cinco o hasta quince hombres, pero estaba decidido a hacer valer su autoridad. Por ello, con esfuerzo y elevado sentido del deber entreabrió un ojo para reprender a los dos hombres a sus órdenes.

– ¿Y, muchachos? -rezongó perezosamente-. Vamos, menos palique y más trabajo. -Bostezó-. Después del drenaje, nos queda aún reparar las vigas, los travesaños y las banquetas. -Se movió, buscando una posición más agradable, y volvió a recostarse, indolente, en los confortables sacos de tierra-. Así que vamos, deprisa, deprisa.

Cerró los ojos, bostezó de nuevo y retomó la siesta.

La víspera de la Navidad amaneció serena. Tímidos rayos de sol atravesaron la bruma húmeda y bañaron con luz fría la nieve reluciente de Ferme du Bois, pero sólo por un breve instante. Pesadas nubes oscuras se dieron prisa en cortarles el camino, celosas, bloqueaban la luz y envolvían la martirizada planicie de Flandes con un sombrío y monótono manto gris. El termómetro registraba un grado bajo cero, nada malo para quien había padecido un frío peor sólo hacía unos días, pero lo que más impresionó a Afonso fue el silencio sepulcral que se abatió sobre la zona de guerra, no se oía un solo tiro en las trincheras.

– Buenos días, Joaquim -dijo, saludando al ordenanza a la salida de su refugio, el puesto de Lansdowne, situado junto a Forresters Lane, una transversal al sur de la Rue de la Bassée.

– Feliz Navidad, mi capitán.

– Feliz Navidad. Parece que hoy todo está muy tranquilo, ¿no?

– Sí, mi capitán.

Afonso hizo una ronda por las líneas y fue a enterarse de cómo había sido el «A sus puestos» de la mañana, la formación efectuada una hora antes de la salida del sol. Entró por la Forresters Lane en dirección al norte, como si fuese a Neuve Chapelle, bajó por la Rué de la Bassée y giró hacia el interior en la Rué du Bois. Se cruzó de camino con el teniente Pinto.

– Hola.

– Feliz Navidad, Afonso.

– Felices fiestas, Zanahoria. ¿Cómo ha ido la formación?

– Una maravilla. Ni un tiro.

– Hoy esto promete.

– Vaya si promete. ¿Has visto qué tranquilidad? Me dijeron que en Navidad siempre es así.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Tu amigo inglés.

– ¿Tim? ¿Dónde está ese cabrito?

– Anda por ahí.

Afonso continuó por la trinchera cenagosa de Pioneer's, empuñando el bastón de contera metálica, con Joaquim detrás de él. Aquélla era la primera Navidad de las tropas portuguesas en la zona de combate; la fecha parecía contagiar a todo el mundo, se veían sonrisas, había alegría en las trincheras. La mañana siguió tranquila, con los hombres limpiando las armas y bombeando el agua y el barro fuera de los pasajes. Después del almuerzo, Afonso fue a inspeccionar el sector de Port Arthur y se encontró en Pope's Nose con el teniente Cook y otro oficial británico, que estaban tranquilamente sentados en la cima del parapeto y vueltos hacia el enemigo, a merced de las balas alemanas.

– Oye, Tim, ¿ estás loco o te lo haces? Sal ahora mismo de ahí.

– What ho, Afonso, old lad. Merry Christmas.

– Merry Christmas para ti también, pero hazme el favor de salir de ahí, tú y tu amigo. A ver si recibes un balazo.

– Relájate, Afonso -sonrió el teniente Cook, hablando con su característico acento brasileño-. Todo el mundo está haciendo lo mismo. -Señaló a su alrededor-. Mira allí: los soldados portugueses están haciendo relax.

Afonso subió el escalón del parapeto, estiró la cabeza y se quedó boquiabierto al ver a los lanudos desperezándose lánguidamente en el extremo de los parapetos, ignorando con una calma olímpica las letales miras alemanas.

– Pero ¡ están todos locos!

– Calma, Afonso -dijo el inglés-. Hoy es víspera de Navidad y las trincheras suelen estar tranquilas, es así todos los años -sentenció, señalando el sector enemigo-. Además, ¿no lo ves? Hay neblina allí enfrente, los boches no pueden llegar a vernos.

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