José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Señor barón -dijo el capitán-. Lamento que haya descubierto todo de esta forma, es realmente…

– No quiero saber nada de sus opiniones. Haga el favor de no volver a dirigirme la palabra -interrumpió el barón sin mirarlo-. Vámonos, Agnès.

La francesa vaciló, pero acabó decidiéndose. Se levantó de la cama, protegiendo su cuerpo con la sábana, cogió sus ropas y se encerró en el cuarto de baño sin decir palabra. Se impuso en la habitación un silencio embarazoso, y Afonso y Redier evitaron mirarse. El portugués, sin entender aún lo que pretendía hacer Agnès, aprovechó para ponerse rápidamente el uniforme, que estaba desparramado por el suelo.

Minutos después, Agnès reabrió la puerta del cuarto de baño y reapareció ya vestida. Se dirigió a Afonso y sonrió débilmente.

– Disculpa, Alphonse, pero tengo que irme.

Afonso sintió que le daba un vuelco el corazón.

– No lo puedo creer -murmuró-. ¿Te vas con él?

– Disculpa. Tiene que ser así.

– Pero ¿por qué?

– El es mi marido.

Afonso meneó la cabeza, angustiado, sintiendo que se le aflojaban las piernas.

– Pero tú no lo amas. ¿Cómo puedes hacer eso?

– Disculpa.

Agnès dio media vuelta, cabizbaja, cogió su maleta y se dirigió hacia la puerta. Afonso la aferró por el brazo, desesperado.

– No. No dejo que te marches.

El barón intervino, intentando apartarlo.

– Mi estimado señor, cuide sus modales -dijo Redier-. ¿No ha oído lo que ha dicho mi mujer?

Afonso volvió la cara hacia él y después hacia ella. Se sintió derrotado y la soltó. Redier cogió a Agnès por el codo y la sacó de la habitación. La francesa volvió a mirar hacia atrás, con los ojos tristes, perdidos, suplicantes.

– Disculpa, Alphonse. Adiós.

Las horas siguientes fueron difíciles para Afonso. Se quedó en un primer momento pegado a los cristales de la ventana de la habitación. Observó cómo el barón se llevó a Agnès hasta su Renault amarillo y cómo el sedán desaparecía por las callejuelas apenas iluminadas de la ciudad. Cuando ella se fue, se sintió vacío. Se quedó largo rato sentado en la cama, deprimido, angustiado. Sintió que la habitación aumentaba su sensación de claustrofobia y decidió salir a la calle.

Deambuló por Boulogne en esa noche cerrada, sin rumbo ni dirección, pero no encontró la tranquilidad que buscaba, tenía el corazón oprimido y hasta dificultades para respirar. Se sintió solo. La soledad se abatió sobre sí como un manto sofocante, como una puerta que se cierra en la prisión, como el sol que se esconde en invierno. Por más que intentase distraerse, no lograba dejar de pensar en ella. Agnès le llenaba la mente, su rostro lo invadía, le dolía su recuerdo. Le hacía daño la manera en que se había marchado, casi sin vacilar, obediente a su marido, olvidando la comunión que ambos habían sentido, o creyeron sentir. Pensó que necesitaba hacer algo con urgencia y, casi inconsciente, se echó a correr, corrió como un niño, temerario, sin propósito visible, corrió por correr, para cansarse, para agotarse, para olvidar. Pero el dolor no se mitigaba. Aun sin aliento, con los músculos pesados, los pulmones jadeantes, aun así ella seguía presente.

Volvió a la habitación y acabó de meter las cosas en la maleta. Encontró algunas prendas de ropa de Agnès, perdidas entre las sábanas, y las olió, nostálgico. Cuando terminó de ordenarlo todo, cogió la maleta y abrió la puerta. Echó una última mirada a la habitación, recordando la felicidad que había vivido allí, extrañado ante la súbita mudanza que se había dado en aquel recinto, antes tan colmado, tan feliz y lleno de vida, ahora vacío, muerto, insoportablemente triste, tremendamente desolado. No hay duda, pensó, son las personas las que hacen los lugares. Aquella habitación, que le parecía tan hermosa y alegre cuando la compartía con Agnès, se le presentaba ahora sombría, deprimente. Tal como años antes con Carolina, se daba cuenta de que valoraba más a Agnès ahora que no la podía tener, ahora que ella se había ido. La diferencia, sin embargo, era que aquella vez siempre había sabido que la amaba, le daba valor, la sentía insustituible, única, y su ausencia lo dejaba devastado. Cerró la puerta de la habitación y se arrastró por el pasillo, cabizbajo. Bajó las escaleras y fue hasta la recepción, pagó la cuenta y salió a la calle. Subió al Hudson, puso el motor en marcha y se fue.

Se dirigió hasta el Metropole, el hotel de Merville que había reservado para pasar esa noche con Agnès. Incluso consideró la posibilidad de no ir a dormir allí, le resultaría penoso estar solo en la habitación después de todos los planes que proyectaron juntos. Pero la verdad es que no había previsto ningún otro alojamiento, por lo que no tendría más remedio que ir al hotel. Entró en el edificio, rellenó su ficha de pasajero, cogió la llave y subió a la habitación.

Tal como había previsto, la noche fue larga y difícil. Dio vueltas y más vueltas en la cama, intentó distraerse, pensar en otras cosas, fantasear con otras mujeres, pero Agnès le llenaba el pensamiento, no había cómo huir de ella. Repetidas veces se dijo a sí mismo que tenía que dormir, tenía que aprovechar mientras estaba en la retaguardia, al día siguiente iría a las trincheras y pasaría una semana sin poder casi pegar ojo, pero era en vano, su pensamiento volvía siempre a lo mismo. Recapituló todas las conversaciones que habían entablado juntos, todo lo que ella le dijo, todo lo que habían compartido, intentó meterse en su cabeza y adivinar su raciocinio y sus sentimientos. En algunos instantes desesperaba, convencido de que la había perdido para siempre. En otros se llenaba de esperanza, creyendo que ella volvería. Se interrogaba todo el tiempo sobre lo que él mismo debería hacer. ¿Debería buscarla? ¿Debería esperar? ¿Debería escribirle? ¿Cómo hacer que lo echase de menos? ¿Qué hacer? Mil interrogaciones cruzaron su espíritu, mil dudas, mil certidumbres, mil angustias. La cabeza le hervía de ideas, buscaba soluciones, analizaba decisiones, proyectaba planes, ensayaba opciones e imaginaba emocionantes discursos, palabras hermosas y arrebatadoras a las que ella no se resistiría.

A las cuatro de la mañana, agotado y desanimado, se levantó y fue a afeitarse. Tenía que presentarse en el acantonamiento para preparar la partida hacia la zona del frente. No le quedaba mucho tiempo. Se puso el uniforme, cogió la maleta y salió. Sentía los ojos cansados, pesados, ardiendo de sueño, como consecuencia de la noche que no había podido dormir. Bostezó. Recorrió lentamente el pasillo, bajó con indolencia las escaleras y se apoyó casi desfalleciente en el mostrador de la recepción.

– L'addition, s'il vous plaît -pidió.

El recepcionista, también medio soñoliento, fue a buscar el libro de los gastos para hacerle la cuenta.

– ¿Cuál es su habitación?

– La 106 -respondió Afonso, extendiendo negligentemente la llave.

El empleado cogió la llave y se volvió hacia el mueble para colocarle en la casilla correspondiente. Vio un papel en la de la habitación 106. El hombre lo cogió y después lo consultó fugazmente.

– Ah, monsieur -exclamó-. Ya me olvidaba. Hay una señora en la sala de estar que lo espera.

El sueño se desvaneció en un instante.

– ¿Una señora?

– Sí, llegó hace una hora para hablar con usted. Le dije que tenía órdenes de no despertar a nadie a esa hora, por lo que ella se fue a la sala de estar. Me pidió que lo avisase cuando bajara.

Afonso soltó la maleta y caminó rápidamente hacia la sala de estar, se aceleraron los latidos de su corazón, ansioso y excitado. Abrió la puerta del salón y vio un bulto tumbado en un canapé, dormitando. Era Agnès.

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