– Déjate de coñas, Mocoso -interrumpió Afonso, reprimiendo a duras penas su irritación-. ¿Me consigues la licencia o no?
Su amigo había tocado un punto sensible, el capitán no quería hacer alarde de su relación con Agnès, ella no era un amorío momentáneo, por lo menos no era así como la veía.
– Anda, dímelo -insistió Trindade.
– ¡No la conoces y no te interesa! -exclamó Afonso con un tono que no admitía discusión-. ¿Me consigues o no una licencia por unos días?
El teniente Trindade volvió a recostarse en la silla y respiró hondo.
– Claro -asintió finalmente-. Pero así, de repente, sólo puedo darte dos días.
– Vale. ¿Y para cuándo?
– Voy a ver al jefe y a partir de mañana ya puedes ocuparte de la salud de tu mademoiselle.
– Eres un amigo -dijo Afonso con alivio-. ¿Y una licencia más larga?
– Te consigo cinco días después de Navidad.
– ¿En serio?
– Sin problema -replicó el teniente, que se levantó.
Trindade fue a reunirse con otro oficial en el despacho, cogió unos papeles y volvió a donde estaba Afonso.
– Rellena estas instancias, yo me ocupo de lo demás.
Afonso recorrió los documentos con los ojos, mojó una pluma en la tinta y los rellenó en silencio. Cuando terminó, se los entregó a Trindade. El teniente comprobó si no faltaba nada, descubrió una incorrección, consultó a Afonso y corrigió el texto, hasta que se dio por satisfecho.
– Voy a llevárselos al jefe -dijo, levantándose de la silla-. ¿Te has enterado ya de la revolución?
– Sí, el mayor Paes ha triunfado.
El teniente se inclinó ante el escritorio, abrió un cajón y sacó de allí un periódico, que le extendió a Afonso.
– Lee mientras voy a hablar con el jefe y vuelvo.
El capitán cogió el periódico, un ejemplar de O Século, con fecha 8 de diciembre, es decir, de sólo cinco días atrás. A todo lo ancho de la primera página se leía el título «El movimiento revolucionario de estos días», con una fotografía aérea de Lisboa y una foto de Sidónio Paes. Afonso leyó ávidamente el periódico, que hablaba sobre «el tronar del cañón», «las descargas de la fusilería» y los «cruentos combates» en la capital, revelando que los alumnos de la Escuela de Guerra y los hombres de la Caballería 7 y la Artillería 1 se habían unido al mayor Paes en la ocupación del parque Eduardo VII; contaban además con el apoyo de la Infantería 5, 16 y 33 y de muchos civiles, algunos de los cuales habían saqueado tiendas. Varios edificios de la Avenida y de la Baixa fueron alcanzados por la artillería de los revoltosos, incluido el Avenida Palace, al mismo tiempo que hubo bombardeos en Campo Pequeño, porque se decía que allí se encontraban elementos afectos al Gobierno, especialmente la Guardia Republicana. Unos cruceros tomaron posiciones en el Tajo, un grupo de marineros ocuparon los tejados de la ciudad, se hablaba de setenta muertos y trescientos heridos, pero los cómputos no eran definitivos. Afonso se sorprendió por este relato de una ciudad transformada en campo de batalla, con tiroteos en el Rossio y en los Restauradores, con cañones que abrían fuego desde el parque Eduardo VII durante toda una noche, y se preguntó por enésima vez sobre los efectos de aquellos acontecimientos en la participación portuguesa en la guerra. Supo en las trincheras que había habido una revolución y que Sidónio Paes había vencido después de dos días de combates en Lisboa, pero nadie lograba aún determinar a ciencia cierta cuál era el futuro del CEP. Las conjeturas se multiplicaban, es verdad, pero no había certidumbres.
El teniente Trindade regresó mientras tanto al despacho, con una expresión de haber cumplido con su deber en el rostro.
– Está todo arreglado -anunció-. Aquí tienes tus dos días de licencia, a partir de mañana.
Afonso cogió distraídamente los documentos, con una indiferencia que asombró a su amigo, y acabó lanzando la pregunta que atormentaba a todos en las trincheras.
– Oye, Mocoso, ¿volveremos o no a casa?
– ¿Volver a casa? -preguntó el teniente, sin entender-. Pero lo que tú me pediste era una licencia de unos días para…
– No es eso -interrumpió Afonso, meneando la cabeza con impaciencia-. ¿El mayor Paes va a mantener a Portugal en la guerra o va a mandar a la gente de vuelta a casa?
– ¡Ah! -exclamó Trindade, sentándose pesadamente en la silla, y luego abrió el mismo cajón, sacó otro periódico y se lo extendió a su amigo-. Lee.
Afonso cogió el periódico, otro ejemplar de O Sáculo, pero del día siguiente al anterior, con fecha 9 de diciembre, hacía cuatro días. El capitán se sorprendió por la rapidez con que los periódicos llegaban al cuartel general, pero no hizo comentarios. Miró la primera página y leyó el titular: «Lisboa regresa a la normalidad». Comenzó a leer el texto, pero Trindade le señaló un subtítulo en la columna central, al fondo de la página, que anunciaba: «Palabras del señor Sidónio Paes».
– ¿Qué dice? -quiso saber Afonso.
– ¿No sabes leer? -preguntó Trindade, inclinándose sobre el periódico. Comenzó a leer en voz alta un fragmento de la respuesta del jefe de los revolucionarios a una pregunta del reportero de O Sáculo -: «El Gobierno mantendrá los compromisos internacionales, especialmente los que atañen a la alianza con Inglaterra». -El teniente alzó los ojos del periódico y miró a su amigo-. ¿Has entendido?
Afonso lo observaba con los ojos desorbitados, digiriendo el impacto de las palabras atribuidas a Sidónio Paes. Le llevó un buen rato sacar las debidas conclusiones de aquella declaración y formularlas con una corta frase.
– Vamos a seguir en guerra.
El teniente Trindade se recostó en la silla, apoyó las piernas cruzadas sobre el escritorio, encendió un cigarrillo, aspiró el humo lentamente, se quitó el cigarrillo de la boca y lanzó una enorme y serena bocanada de humo gris.
– Afonso, eres un genio.
Los triángulos rojos señalaban la proximidad de las tiendas de la YMCA, la Young Men's Christian Association, que se encontraba repartida por todo el sector que ocupaba la British Expeditionary Force. El Hudson sorteó la curva embarrada y se detuvo junto a la primera tienda, a la que afluían varios tommies ingleses, todos ellos visiblemente animados.
– Es aquí -dijo Afonso, que desconectó el motor y bajó del automóvil.
El capitán rodeó el coche por delante, abrió la puerta del pasajero e invitó a Agnès a salir. La joven baronesa se mostraba elegantemente vestida, a pesar de que sus trajes estaban cuatro años atrasados en la agenda de los exigentes estilistas parisienses. La silueta minaret, que había confeccionado en París en sus tiempos de estudiante de Medicina, había estado de moda en 1913, pero ya la habían sustituido otras novedades, aunque ése no fuera más que un detalle insignificante que se perdía en aquel rincón de provincias embrutecido por la guerra. Una mujer hermosa era siempre una mujer hermosa, y su sofisticada túnica de vivo carmesí, que cubría una falda ajustada de crinolina y acababa en un magnífico sombrero cloche, produjo un inevitable efecto dramático entre la soldadesca británica. Afonso entró en la tienda orgulloso como un pavo real, llevando del brazo a una elegante francesa que dejaba a los tommies con los ojos desorbitados. El capitán invitó a Agnès a un vaso de refresco de culantrillo y ambos se sentaron en las butacas, esperando el comienzo del espectáculo.
– ¿Sueles ir al cinematógrafo? -quiso saber Afonso mientras bebía su refresco.
– Ahora, raras veces. Pero en París fui muchas veces al Phono-Cinéma-Théâtre du-Tours-la-Reine, a las salas Omnia y al Gaumont-Palace, que es el mayor cine del mundo.
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