José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Matías, el Grande, Baltazar, el Viejo, y cuatro hombres más pasaron tres horas encima del parapeto de la línea del frente, entre Newcut Alley y Château Road, dedicados al trabajo de fortalecimiento de las posiciones defensivas. Actuando a oscuras y comunicándose mediante murmullos temerosos, los seis soldados colocaron diecisiete alambradas y cuatro rollos de alambre de espinos en aquel sector, ya que unos morterazos caídos allí durante el día habían arrancado las protecciones anteriores. Perdieron la sensibilidad en los dedos, las manos se agitaban con un temblor menudo, dormidas y heladas. Con gran alivio, dieron por concluido el trabajo y recibieron la autorización del sargento Rosa para recogerse en el refugio, situado en Baluchi Road.

Matías y Baltazar bebieron media botella de ron junto a las paredes interiores del parapeto, sintieron que el alcohol les calentaba las entrañas como el vaho de un volcán y, más reconfortados, se pusieron en camino. Subieron por la Château Road hasta la Rue Tilleloy y entraron después por la Baluchi hasta llegar al refugio. Se sumergieron en el hueco fangoso y se encontraron con Vicente y Abel tumbados en el suelo y envueltos en mantas, con los cuerpos iluminados por una bombilla débil, cuya luz amarilla y parpadeante les bailaba en el rostro.

– ¿Qué pasó con la patrulla? -preguntó Matias mientras se instalaba.

– No me hables -replicó Vicente, pálido de frío, con la manta que lo cubría hasta la nariz-. Hacía un frío infernal.

– ¿Acaso no lo sé yo? Estoy con las manos hinchadas de sabañones, carajo -dijo, mostrando los puños deformados por el frío, los dedos gordos y de un color rojo amoratado-. Hasta parece que me sale sangre de las uñas.

– Esto es peor que la sierra -se quejó Baltazar, que era de Gerês y estaba habituado al hielo seco de las alturas-. ¡ No siento los dedos, mierda!

Matias miró a Abel y reparó en que su amigo temblaba sin poder parar.

– Oye, Canijo, te veo muy mal.

– Ah, Matias, estoy helado -dijo con dificultad-. Esta patrulla en la nieve me ha sentado francamente mal.

– Ya lo veo. ¿Te has echado un trago?

– El sargento me dio algo de beber cuando acabó la patrulla -gimió Abel-. Pero el ron a mí no me hace mucho efecto.

– Joder, hombre, no sé qué hacer para que estés bien. No puedo encenderte una hoguera, no puedo conseguirte una buena tía para que te despeje. Si el alcohol no te hace efecto…

A Abel, el Canijo, le castañetearon los dientes una vez más antes de poder volver a hablar.

– ¿Sabes lo que me sentaría realmente bien? -preguntó por fin.

– Dime.

– Algo que mi madre me daba en invierno.

La tiritera de frío se acentuó y Abel cerró los párpados y se calló, mientras su cabeza se agitaba en medio de un delirio de hielo. Matías se impacientó.

– ¿Qué era? Desembucha, hombre.

Abel volvió a abrir los ojos.

– Té.

– ¿Té?

– Sí, un té calentito, con un poco de alcohol. Puede ser ron. Té con ron. Ah, eso sí que era una maravilla.

– Oye, Canijo, ¿dónde voy a conseguirte té a esta hora? No están las cosas como para ir al estaminet…

Abel volvió a cerrar los ojos, con el cuerpo que no paraba de temblar en medio de descontroladas convulsiones de frío.

– Aquí aún nos quedan unos sobrecitos de té -anunció Vicente, hurgando en la caja de las raciones-. El problema es el agua caliente.

– Siempre podríamos hacer una hoguera -dijo Baltazar, pensativo-. Prepararíamos un fuego de categoría.

– Estás loco, Viejo -lo interrumpió Matías-. Nos asfixiaríamos aquí dentro, ni pensarlo. -Se calló un instante, pensativo, en busca de soluciones. Una ráfaga de ametralladora cortó el aire de fuera y el sonido sincopado entró ahogado en el refugio: a Matías le pareció que venía de las líneas alemanas, era una Maxim. El soldado tuvo una idea y se incorporó al instante-. ¿La tetera? -¿Eh?

– ¿La tetera?

– Ahí al fondo, hombre -dijo Vicente, apoyado en el codo-. ¿Por qué? ¿Quieres realmente encender la hoguera?

Matías dio tres pasos, cogió la tetera y salió como un rayo del refugio.

– Ahora vuelvo.

El cabo subió por Baluchi Road a paso rápido y enérgico, intentando entrar en calor y atenuar así el frío punzante que le entraba por el chaleco de cabritilla, y fue hasta Sunken Road. Enfiló a la derecha por Sunken y, antes del puesto de Tilleloy Sur, se encontró con el escondrijo de la ametralladora camuflado entre sacos de tierra y vegetación artificial.

– Rogério -llamó.

– ¿Quién viene? -preguntó una voz venida de la oscuridad.

– Soy yo, Matías.

– Ah, tío. ¿Qué vienes a hacer aquí?

– ¿Estás a cargo de la ametralladora?

– Y qué crees que estoy haciendo aquí, ¿eh? ¿Follándome a una chavala?

– Necesito ayuda.

– Dime.

– Tengo allá un compañero que se está cagando de frío, tiembla como una gallina frente al cuchillo.

– Dale un buen trago.

– Ya se lo he dicho, pero dice que no le hace efecto.

– Entonces que se ponga una chaqueta.

– Joder, Rogério, estoy hecho un carámbano y no tengo paciencia para bromas.

– Entonces di lo que quieres.

– Mi compañero necesita un té.

– ¿Un té?

– Sí, un té.

– Oye, Matías, ¿te estás quedando conmigo o qué?

– En serio.

– ¿Té para calentar? Dime una cosa: quien tiene frío, ¿es un compañero tuyo o más bien una demoiselle que has traído a escondidas a las trincheras?

– Es un compañero, coño. Es el Canijo. El tipo anduvo por la nieve haciendo una patrulla y está que no puede más.

– Pero ¿dónde quieres tú que le consiga té? ¡Se te ocurren unas cosas!

Matias se impacientó y decidió ir al grano.

– Oye, Rogério, ¿ya abriste fuego esta noche?

Se hizo silencio.

– ¿Rogério?

– Me estás tomando el pelo, dime que me estás tomando el pelo.

– Anda, sé amable, échame una mano.

Se hizo un nuevo silencio, más corto.

– Por lo tanto, si no he entendido mal, tú quieres que yo abra fuego para que puedas hacerle un té a un compañero que tiene frío, para colmo el Canijo, ese enclenque que está contigo…

– Eso es.

– Tú estás pirado, Matías.

– Vale.

Nuevo silencio.

– ¿Y yo qué gano con eso?

– Te doy un cigarrillo.

La voz en la oscuridad se rio con ganas.

– ¿Un cigarrillo? ¿Uno?

– Está bien, dos.

– ¿Dos cigarrillos? Te estás quedando conmigo.

– Tres.

– Un paquete.

– Cinco.

– Un paquete, te he dicho.

Matías suspiró, se palpó el bolsillo y sintió el paquete de cigarrillos.

– Un paquete entero no tengo -dijo-. Pero puedo darte todos los que tengo en el bolsillo, suman casi un paquete.

Se hizo un breve silencio más.

– Está bien, caradura, negocio cerrado. Ven, ayúdame.

Matías avanzó en la oscuridad con los brazos extendidos. Las manos flotaron en el aire hasta sentir el cuerpo caliente de Rogério y la superficie metálica y dolorosamente helada de la Vickers MK I, la gran ametralladora pesada británica, de 303 pulgadas, apoyada en un trípode.

– Pásame la caja que está ahí al fondo -pidió Rogério-. Son las municiones.

Matías cogió la caja y sacó una cinta de balas, eran doscientos cincuenta proyectiles alineados uno al lado del otro, como dientes afilados y amenazadores, listos para rasgar la carne y astillar huesos. Rogério encajó la cinta en la ametralladora, la empuñó con las dos manos, sintió el gatillo en los pulgares y giró el arma.

– ¿Hacia dónde disparo?

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