José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Qué, Afonso? ¿Nos vamos a casa?

– Hola, Zanahoria. Creo que, finalmente, estamos en el lugar equivocado. La guerra es en Portugal, no aquí.

– Sí, allí están a tiro limpio.

– ¿Quién es el tal mayor Paes?

– Mira, me dijeron hace poco que es un tipo del Ejército que estuvo hace unos años en el Gobierno y al que después enviaron al consulado portugués en Berlín.

A Afonso se le desorbitaron los ojos al identificar el nombre.

– ¡Aaaaah, Sidónio Paes!

– Ese -confirmó Pinto-. ¿Conoces al tipo?

– Sólo por los periódicos -respondió el capitán.

– ¿Y?

– Si llega a ganar, es lo que tú dices: me parece que podemos ir haciendo las maletas y prepararnos para volver a casa.

– Eso fue lo que me dijeron. ¿El tipo es monárquico?

– Eso es lo que tú quisieras -sonrió Afonso, buen conocedor de las convicciones monárquicas del teniente Pinto-. Por lo que yo sé, Paes es republicano, está ligado al Partido Unionista. Me acuerdo de que también formó parte de los primeros Gobiernos de la República.

– Pero está contra la guerra…

– Creo que sí. Estaba en Berlín cuando los boches nos declararon la guerra, se llenaba la boca elogiando a esos cabrones y, por lo que sé, no le gustaba nada nuestra venida a Flandes. -Se calló, pensativo-. Verás cómo la Virgen de Fátima finalmente tenía razón, vamos a volver pronto a casa.

El capitán Resende, ya menos gordo desde que hacía dos semanas se había sometido a la novatada, abrazó efusivo a los dos hombres.

– ¡Nos vamos a casa, caramba!

– No te adelantes, Resende -recomendó Pinto-. Aún no sabemos cómo acabará este asunto, puede ocurrir que el mayor Paes no gane.

– Tú estás loco, Zanahoria. Yo conozco a ese hombre, claro que va a ganar.

– ¿Lo conoces?

– De Coimbra. Dio clases en la universidad.

– ¿Y cómo es?

– Un tipo recto, con él no se juega. Este desmadre de los diputados, de Afonso Costa y de la guerra se va a acabar. Paes pondrá orden en este desastre.

– Dios te oiga -comentó el teniente Pinto, que nunca llegó a digerir la decisión de Portugal de entrar en la guerra-. ¿Os dais cuenta? Bernardino y Afonso Costa vinieron aquí, al CEP, a mediados de octubre, y ambos ya están con excedencia menos de dos meses después.

El ambiente en el puesto estaba agitado. Los oficiales entendían que, cualquiera que fuese el desenlace, los acontecimientos de Lisboa tendrían impacto en sus vidas. Si el Partido Democrático seguía en el poder, manteniendo a Bernardino Machado como presidente de la República y a Afonso Costa como primer ministro, probablemente no se alteraría el grado de implicación de Portugal en la Gran Guerra. Pero, si triunfaba Sidónio Paes, las cosas cambiarían de rumbo y nadie dudaba de que sería posible la retirada del CEP del teatro de operaciones. Más que entre republicanos y monárquicos, el país estaba dividido ahora entre intervencionistas y no intervencionistas. Si el Partido Democrático, en el poder, era intervencionista, cualquiera que se le opusiese iba a estar necesariamente en contra de la participación de Portugal en el conflicto.

Afonso salió del puesto y, a pesar del frío glacial, salió fuera a tomar aire. Se sentía dividido y no sabía qué pensar. Por un lado, deseaba ardientemente dejar las trincheras, olvidar la guerra y regresar al cuartel de Braga o al rincón apacible de Rio Maior. Había hecho lo que le correspondía, había cumplido con su deber, era hora de descansar. Pero, por otro, no dejaba de tener conciencia de que el abandono del conflicto sería mal visto por los aliados y la posguerra se vería comprometida. ¿Cómo preservar el imperio si Portugal no era capaz de mantener dos divisiones en Flandes? Y, en el fondo, pensaba que eso no era todo: si el CEP se retirase, no sólo se perdería el prestigio de Portugal, habría también otras cosas que quedarían atrás. Estaba Agnès.

A Marcel le extrañó la petición de la baronesa y frunció el ceño, pero se limitó a asentir.

Oui, madame -dijo, siguiéndola por los corredores del palacete.

Agnès cruzó el foyer con impaciencia, dejó atrás la puerta de entrada, recibió el aire frío de la mañana como un soplo de libertad y bajó la escalinata con alivio. Estaba fuera, había salido del palacete, se sentía levísima. El criado se le adelantó, deprisa, y fue corriendo hacia el lado derecho. Instantes más tarde, se oyó el ronquido de un motor y él apareció al volante del Renault amarillo del barón Redier, un elegante sedán. Dio la vuelta a la placita, se detuvo delante de su ama, bajó del coche, con el motor aún en marcha y soltando humo negro por el escape, abrió la puerta trasera. Agnès levantó sus anchas faldas rosadas, apoyó el pie derecho en el estribo y se instaló en el compartimiento cerrado. Marcel volvió al volante, destrabó el freno y arrancó. Una ráfaga de viento helado lo despeinó cuando el coche traspasó el portón: a fin de cuentas, el lugar del chauffeur era al aire libre, sólo protegido por el cristal delantero y por el tejadillo.

La baronesa se dejó conducir dócilmente, con los ojos fijos en el exterior de las ventanillas, clavados melancólicamente en las hileras de plátanos, de chopos, de olmos, de tilos, que desfilaban por el arcén de la carretera, ojos que se perdían en la planicie, en los bosques, en los barrancos, en el cielo abierto, en las vacas y los cerdos, en los patos y los gansos, en las casas abandonadas, en los graneros vacíos, en los muros invadidos por la hiedra, en los copos de nieve que se diluían en el barro, en los carruajes lentos, en los obstinados campesinos que insistían en labrar la tierra, ojos que miraban hacia fuera pero sólo veían hacia dentro. Los arbustos se agitaban y Agnès los observaba sin verlos, frente a sus ojos tenía solamente a Afonso, lo veía sonriendo, besándola, lo imaginaba en algún sitio en el frente, desde que sintió su calor ya no pudo soportar la presencia de Jacques, deseaba al capitán que le hacía recordar a su marido perdido, lo deseaba tanto que, ya desesperada, le había pedido a Marcel que la llevase al mercado para acompañarlo en las compras. Ella, que nunca se había preocupado por las compras en la plaza, quería ahora un pretexto para alejarse del palacete que la sofocaba, un pretexto para escapar a la espera ansiosa de su amor portugués, para pensar en otras cosas, para distraerse, también para sentirse más cerca de él en aquel villorrio detrás de las primeras líneas, donde él se había apartado. «¿Me estaré volviendo loca?», se preguntó, aún viendo sin ver los frondosos campos de Flandes que se difundían más allá de la carretera, extendiéndose hasta la línea del horizonte, prolongándose hasta fundirse el verde con el azul del cielo. «Lo conozco hace tan poco tiempo, tan poco, tan poco, ¿me estaré volviendo loca?» Respiró hondo, buscaba aire que la liberase de la ansiedad que la oprimía, se llenó el pecho con aquel aroma frío y puro que le traía noticias de la vida, se agitó con intranquilidad.

El automóvil entró en Armentières y los ojos de Agnès comenzaron por fin a ver, a avizorar lo que se encontraba más allá de los cristales. Allí fuera se agitaba la población, el barro del coche salpicaba las paredes de las casas, la nieve adquiría un aspecto sucio por los rincones, se veía allí un estaminet, allá una barbería, además de una boulangerie. Por todas partes soldados, deambulaban por allí todas las nacionalidades, tantas que hasta le hacían recordar aquel lejano paseo por la Exposición Universal, ellos eran ingleses, escoceses, canadienses, australianos, portugueses. ¡Ah, portugueses! Agnès se inclinó en el asiento y los miró con curiosidad, con intensidad, los estudió, buscó en ellos rasgos de Afonso y señas que los asemejasen tanto a Serge como ocurría con Afonso. «Les portugais sont toujours gais», recordó, pero no encontró ningún parecido. Eran pequeños, retacos, unos con rostros anchos, otros con caras chupadas y pómulos salientes, simplones, rudos, mal afeitados, con las botas sucias y descosidas, vestían ropas ridículas, rotas, chaquetas azules con mangas tan grandes que les cubrían las manos. Unos usaban zamarras de piel de cordero, otros tenían una apariencia andrajosa, parecían tristes, desarraigados, se arrastraban por las calles en grupo, fumando. Algunos seguían solitarios, ensimismados, eran chiquillos sin alegría de vivir, niños sin infancia, hombrecitos abandonados en una tierra distante.

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