José Santos - La Amante Francesa
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El soldado siguió refunfuñando, pero ahora de modo imperceptible. Abel, el Canijo, se mantenía silencioso, era más introvertido, pero se sentía igualmente asustado e irritado. Le parecía poco sensato hacer aquella operación cuando existía la posibilidad, en el plazo de unos días o semanas, de que todos recibieran la orden de regreso. Pero se resignó. Se mostraba resuelto a permanecer lo más invisible que pudiera en la Tierra de Nadie y a regresar entero a las líneas del CEP. Con esa idea se puso el impermeable blanco y, acompañado por el sargento Rosa y por Vicente, muy disgustado, avanzó hacia la línea del frente.
Como siempre que frecuentaban la primera línea, se impuso un silencio respetuoso al pisar las tablas de la pasadera de la línea del frente, en el puesto avanzado de Duck's Hill. Aquél era el último reducto antes de enfrentarse al enemigo; por allí accederían al punto más peligroso de todos, la Tierra de Nadie. El sargento hizo una seña y los dos hombres armaron las bayonetas y se sentaron en las banquetas, aguardando la llegada del oficial. El capitán Afonso Brandão apareció en Duck's Hill hacia las nueve de la noche con un rollo de cable telefónico desactivado bajo el brazo y se sentó junto a los hombres que partirían para la patrulla de escucha.
– Esta es una operación sencilla -indicó, con un hilo de voz-. Quiero vigilancia del terreno sin intervención, ¿entendido?
Los dos soldados se quedaron en silencio. El manto oscuro de la noche ocultaba sus rostros, sólo era posible distinguir un vago contorno de las siluetas. Afonso se sintió incómodo con aquel silencio.
– ¿Entendido? -repitió.
– ¿Qué debemos vigilar? -quiso saber Vicente.
Afonso reviró los ojos, impaciente. Era evidente que el soldado estaba disgustado y se hacía el que no entendía, no era posible que estuviese desde hacía dos meses en las trincheras y aún no supiese en qué consistía una patrulla de escucha.
– Quiero que comprueben si hay movimiento de patrullas enemigas y el número de soldados, pero no quiero tiros, sólo información -dijo con toda la paciencia que conseguía reunir, extendiéndoles el rollo de cable telefónico que había llevado consigo-. Lleven el cable para usarlo como cordón. Un estirón significa que han llegado y que están bien; dos estirones para regresar; tres estirones si detectan patrullas enemigas, seguidos del número de estirones según el número de boches; y cuatro estirones si opinan que la patrulla enemiga representa un peligro para nuestras líneas. ¿Entendido?
– Sí, mi capitán -asintió Vicente, resignado.
– Adelante, muchachos. Buena suerte… y tengan cuidado.
Los dos hombres se colocaron las Lee-Enfield en bandolera, cogieron el cable de teléfono, entregándole una punta al sargento Rosa, se hicieron con el alambre-guía, que los conduciría por un sendero abierto entre la maraña de los rollos de alambre de espinos, se subieron a las banquetas y saltaron en silencio desde el parapeto, sumergiéndose en la noche. Afonso y el sargento se asomaron por el parapeto para seguirles la pista y sintieron, sin verlos, cómo Vicente y Abel rastreaban lentamente por la nieve, según el trayecto que marcaba el alambre-guía, hasta que, unos metros más adelante, dejaron de ser perceptibles sus movimientos. Aguzaron la vista, intentando distinguirlos, pero no captaron nada. Afonso no pudo dejar de pensar que existían posiblemente patrullas alemanas que también circulaban por allí, invisibles y silenciosas, traicioneras y peligrosas, y no deseó estar en la piel de los dos hombres que acababa de mandar a desafiar a la muerte en la Tierra de Nadie.
El capitán y el sargento se quedaron un largo rato en el parapeto, mirando la inmensidad de las tinieblas que se extendía frente a ellos. Sólo unos tiros o ráfagas ocasionales rompían el silencio que se había abatido sobre las líneas. A cierta altura, un «Very Light», proveniente del lado alemán, se encendió en el cielo y comenzó a descender con lentitud, lanzando una luminosidad casi diurna sobre la Tierra de Nadie. Era una luz extraña y aterradora, tenía algo de siniestro, parecía de otro mundo. Había algunos a quienes les parecía hermosa, pero el capitán sentía un invariable estremecimiento de miedo siempre que veía aquel fulgor sobrenatural cerniéndose sobre las líneas. Intentando abstraerse de los sentimientos sombríos que generaba el «Very Light», Afonso y Rosa se esforzaron por aprovechar la visibilidad y detectar presencia humana en aquella faja de terreno inhóspito, presencia que sabían cierta. Pero el paisaje se mantenía muerto, la luz revelaba sólo los árboles tristemente encorvados, amputados y calcinados, alzándose como espantapájaros, las sombras girando con suavidad por el suelo en una rotación contrapuesta al faro que cruzaba el cielo, cráteres excavados en la tierra, un manto blanco de nieve resplandeciendo luminosamente bajo el fulgor frío del «Very Light» que bajaba suspendido de su pequeño paracaídas. El foco de luz murió cerca del horizonte, y, en aquellos largos instantes de claridad, no vislumbraron señales de Vicente y Abel, como si ambos se hubiesen volatilizado de la Tierra de Nadie.
Al cabo de diez minutos, un único estirón del cable telefónico indicó que los dos soldados habían llegado a la posición de observación. Tranquilizado, Afonso se sentó en la banqueta, dejando que el sargento vigilase la Tierra de Nadie, y encendió un cigarrillo inclinado sobre sí mismo, protegiendo la lumbre, con sus manos enguantadas, del viento cortante y, sobre todo, de las miradas enemigas. Pasaron los minutos y, por más que aguzasen el oído o intentaran discernir algo en la oscuridad, Afonso y el sargento Rosa no tuvieron ninguna indicación proveniente de la patrulla. El capitán sabía que, con aquella nieve desparramada por el suelo, no debería mantener a los dos hombres mucho tiempo en la Tierra de Nadie, so pena de que sufriesen hipotermia, por lo que, al cabo de media hora, le hizo una seña al sargento.
– Ordénales que vuelvan.
El sargento Rosa tiró dos veces del cable telefónico y se quedó vigilando desde el parapeto. Diez minutos después, los bultos de los dos soldados emergieron de la noche, blancos de frío, y entraron en la línea del frente. Les castañeteaban los dientes, tenían los brazos helados, temblaban sin parar. Se sentaron en las banquetas y se doblaron sobre sí mismos, encogiéndose en busca de calor. El sargento les extendió un vaso de aguardiente, que bebieron de un trago, ávidos del ardor del alcohol que entró en su cuerpo y les calentó las vísceras.
– ¿Y? -preguntó Afonso cuando le pareció ver que los hombres estaban algo recuperados.
– No hay novedades, mi capitán -dijo Vicente, el Manitas, muy rápidamente, tragándose sílabas, con una voz quebrada por el frío-. Hemos oído hablar a los tipos al fondo y nada más.
– ¿Ningún movimiento?
– Nada.
– ¿Para dónde fueron ustedes?
– Hasta una fosa que hay al fondo, cerca de ellos. Hacía un frío de muerte. Si nos quedábamos un rato más, nos congelábamos.
– ¿En qué punto estaban hablando los boches?
– Junto al parapeto, en línea recta frente a Rifle Row, en Mitre Trench -respondió Vicente, que señaló la dirección con la mano-. Justo allí.
Afonso suspiró y se incorporó.
– Vayan a descansar -dijo antes de alejarse.
El capitán fue hasta el puesto de centinelas. Tenía que transmitir la información de que todo seguía en calma en su sector y la orden para ametrallar la posición donde la patrulla había detectado soldados enemigos hablando, pero ante todo quería también saber si había novedades sobre los acontecimientos en Portugal. Después de comunicar que la patrulla de escucha no había registrado ningún movimiento en las posiciones alemanas, el alférez encargado del telégrafo le dijo que las fuerzas rebeldes en Lisboa habían hecho campamento en el parque Eduardo VII, mientras que la Guardia Republicana, leal al Gobierno, se había instalado en el Rossio. No había más detalles y el capitán volvió a las líneas para efectuar la ronda de la noche e inspeccionar los trabajos de reparación y drenaje de las trincheras. No llegaría a acostarse hasta el amanecer, después de que el resplandor radiante de la mañana asomase difuso más allá de las líneas enemigas.
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