José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Suelta unos cuantos tiros hacia la segunda línea de la Mastiff Trench, justo al lado de los boches.

Rogério apuntó hacia la izquierda, calculó la posición de la línea B de la Mastiff Trench, bien dentro de las posiciones alemanas que se extendían por delante, y apretó el gatillo. Un matraqueo ensordecedor llenó el pequeño refugio camuflado, las balas salían del cañón en sucesión rápida y explosiva: Tra-tra-tra-tra-tra. Matias pensó que era como un perro ladrándole en los oídos, un ronquido loco e insoportable, un ruido del Infierno llenándole la cabeza y poniendo a prueba sus nervios. El cubre- llamas, en la punta del cañón, le ocultaba al enemigo los relámpagos de cada tiro, impidiendo que los alemanes detectasen con precisión la fuente de los disparos. La primera cinta se agotó en treinta segundos, tan rápida era la sucesión del fuego. El arma dejó de disparar. Un silencio reparador llenó el pequeño refugio. Rogério metió una segunda cinta y regresó de inmediato el estruendo infernal. Cuando también se agotó la segunda cinta, treinta segundos y otras doscientas cincuenta balas más tarde, Rogério colocó una tercera y, medio minuto más tarde, una cuarta. Gastó mil balas en dos minutos de tiro, además del tiempo para los cambios de cinta. Cuando terminó, puso levemente el índice en el grueso cañón de enfriamiento para medir la temperatura.

– Está bien -dijo finalmente.

Matias se levantó, fue hasta el extremo del grueso cilindro de la Vickers, tanteó el metal caliente en busca de la abertura para la salida del agua y la encontró en la punta, por debajo, justo detrás del cubrellamas. Desenroscó la abertura con los dedos, colocó la tetera por debajo del orificio y dejó que el agua hirviendo llenase el recipiente. Cuando la tetera estuvo llena, la apartó y dejó caer el resto del agua caliente en el suelo. Después volvió a enroscar la tapa del orificio de evacuación del agua y abrió el de entrada, en el extremo del cilindro, justo al lado de la mirilla. Rogério le dio un garrafón con agua helada y Matías lo echó por el orificio hacia el interior del cilindro. Se oyó un prolongado, era el agua helada que enfriaba el cañón casi incandescente. Terminada la tarea, el cabo enroscó la tapa, cogió la tetera cargada de agua caliente y se incorporó.

– Esto de enfriar la ametralladora con agua da un verdadero gustazo -comentó con una sonrisa. Puso la mano izquierda en el bolsillo, cogió el paquete prometido de cigarrillos y se lo entregó al encargado de la Vickers-. Gracias, Rogério.

Después, se marchó tan campante, con la tetera repleta de agua hirviendo para el té del Canijo.

La Infantería 8 terminó el turno en las trincheras el 12 de diciembre. Al día siguiente, aprovechando la jornada de descanso que habitualmente se le concedía a una unidad que acababa de abandonar las primeras líneas, Afonso solicitó un pase B para abandonar el acantonamiento, requirió un caballo, un pesado ardennes blancuzco con matas de pelos negros del copete a la crin y manchas oscuras en los muslos y en el jarrete, y se fue al trote hasta el cuartel general del CEP en Saint Venant. Ya en las calles del pueblo se detuvo frente a un cartel insólito. «Aviso», anunciaba el cartel, que indicaba a continuación: «Está proibido el uso de letrinas inglesas a los portugueses. Tienen sus propias letrinas a la entrada del Parque a los que se encuentre husando otras letrinas serán castigados severamente». Releyó el texto, atónito y divertido. «¿Quién habrá sido el idiota que ha escrito esto?», se preguntó. Comenzó imaginando a un analfabeto de pueblo, pero pronto concluyó que sólo podría tratarse de un inglés, lo único que esperaba es que no hubiese sido Tim. Sin dejar de reír, chasqueó la lengua y obligó al caballo a retomar la marcha hasta el cuartel general, donde llegó minutos después.

– ¿Así que esto es la Gran Ganga? -le comentó al centinela, en tono de provocación, cuando se vio frente al edificio, en una bucólica zona verde defendida por un sólido muro de piedra.

Gran Ganga era el nombre que los hombres usaban para referirse al cuartel general del CEP, por considerar que ahí era fácil combatir en la guerra. El cuartel general de la 1 aDivisión era la Ganga n.° 1, y el de la 2 aDivisión era la Ganga n.° 2, los recintos donde hormigueaban las legiones de combatientes de la retaguardia, los bravos guerreros que hacían de los hoteles y de los restaurantes sus sangrientos campos de batalla, los indomables héroes que, en vez de las trincheras grises de Fauquissart, de Neuve Chapelle y de Ferme du Bois, preferían arriesgar la vida en las suaves arenas de las playas de Ambleteuse, Étaples y Boulogne.

El oficial se apeó del caballo, le acarició el lomo, se lo entregó a un ordenanza y cruzó a pie el portón de entrada hacia el terreno de la Gran Ganga. Era una mansión majestuosa, de dos pisos y enormes ventanas, la principal situada en la primera planta, sobre la entrada, y señalada por la reja rectangular de hierro forjado que protegía un pequeño balconcillo. El capitán atravesó el destartalado jardín que se extendía frente a la mansión, pasó entre un elegante Ford T y un elegante Bugatti Tippo 10 estacionados frente a la puerta y entró en el cuartel general.

Afonso tenía un amigo en el cuartel general. Se trataba del teniente Trindade, su compañero de pupitre en la Escuela del Ejército, que trabajaba en la secretaría del general Tamagnini Abreu. Trindade era el antiguo cadete conocido en la escuela como el Mocoso, debido al célebre incidente feliz en una clase, cuando estornudó violentamente sobre un profesor. Pero en Flandes el mote más adecuado era el nombre de un pájaro, el carbonero, [7]término peyorativo que los hombres de las trincheras reservaban a todos los militares que elegían la burocracia como teatro de operaciones y optaban por las plumas como armas de combate. El CEP estaba lleno de carboneros, hombres que pululaban en la retaguardia para garantizar el funcionamiento de los más variados servicios, desde trabajos de secretaría hasta el servicio de subsistencias, servicio de contabilidad, servicio de agronomía y hasta el servicio de expedición de equipajes y registro de pérdidas, militares que no conocían nada del campo de batalla. Estaban los carboneros ligeros, que ocupaban el cuartel general de la brigada; los medios, que deambulaban por las divisiones; y los carboneros pesados, que se encontraban allí, en la Gran Ganga. Y también estaban los palmípedos, una especie de carboneros de lujo, afortunados que andaban en automóvil y pernoctaban en los palacetes durmiendo entre sábanas lavadas y con chauffage central, sistema de calefacción sólo accesible a unos pocos elegidos. En el Château Redier, Afonso se convirtió en palmípedo, es verdad, pero sólo por poco tiempo. El teniente Trindade, en cambio, era un carbonero de alma y corazón, para colmo un carbonero pesado con pretensiones de palmípedo, tal vez el único a quien Afonso no despreciaba, privilegio sin duda resultante de la vieja amistad que no se traicionaba ni siquiera en tales circunstancias.

El capitán llamó a la puerta de la secretaría y preguntó por el teniente.

– ¿Qué tal, Mocoso? -soltó a modo de saludo cuando vio a su amigo asomando a la puerta.

– ¡Vaya con el finolis! -exclamó el teniente Trindade con una sonrisa-. Bienvenido a mi miserable puesto de combate. -Hizo una seña para que entrase y Afonso obedeció-. Dime una cosa, Aplomadito, ¿es verdad que les prohibiste a tus hombres decir palabrotas?

– Sí, ¿por qué?

Trindade soltó una ruidosa carcajada.

– ¡Pues eres realmente fino! -dijo en tono de recochineo-. No hay duda de que el mote de Aplomadito te viene al dedillo. -Se rió un poco más-. Oye, cuando a un soldaducho le dan un balazo en el culo, qué palabras le autorizas decir, ¿eh? ¿Válgame Dios? ¿Virgen Santa? ¿Jesús?

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