– ¿El mayor? -se admiró Afonso-. Pero mira que yo creo que, si lo fue, ya no lo es. Dicen que en América se acaba de inaugurar un teatro cinematográfico de lujo, muy ricamente decorado, con candelabros de cristal, alfombras en el suelo y todo. Leí en el periódico que es algo faraónico. Por lo que parece, el teatro tiene más de tres mil butacas y una orquesta con espacio para treinta músicos.
– Vraiment? Mon Dieu, eso sólo en América -comentó Agnès con énfasis apreciativo antes de dedicarse a su tema favorito, las estrellas de cine-. Mi artista favorita es Sarah Bernhardt.
– A mí me gustan Mary Pickford y Marión Davies.
Ella frunció el ceño, puso boquita de piñón y lo encaró con expresión grave.
– Si tuvieses que elegir, ¿optarías por ellas o por mí?
Afonso se rio, divertido por la pregunta típicamente femenina.
– Por ti, claro, ma mignonne.
– Buena respuesta, mon chéri. -Agnès sonrió complacida-. Pues yo te prefiero a ti muy por encima de Douglas Fairbanks.
Los jóvenes de la YMCA cerraron mientras tanto el acceso a la tienda, tratando de impedir la entrada de la luz, y anunciaron el inicio de la proyección. La máquina de cinematografía comenzó a funcionar, ronroneando como una ametralladora lejana, tac-tac-tac-tac, emitió un foco de luz sobre una tela blanca, aparecieron números en negro saltando en la imagen y después vino la película. Un sacerdote anglicano se sentó al piano y comenzó a tocar, llenando la tienda de música y quebrando el silencio de la película. Primero pasó un documental: Les annales de la guerre; era un trabajo de la Section Photographique et Cinématographique de l'Armée con las últimas novedades sobre el conflicto, al que le siguió, para atenuar el impacto, el sketch cómico The rink, de Charles Chaplin, que produjo un tremendo efecto dentro de la tienda. Los espectadores no contuvieron los aplausos cuando vieron la figura del vagabundo con bigotes, y las carcajadas se hicieron irrefrenables cada vez que Chaplin tropezaba en su papel de hombre torpe con patines que intentaba equilibrarse dentro de un cuadrilátero. Por fin vino la película principal, titulada The heart of the world. Era un trabajo de descarada propaganda patriótica, firmado por D. W. Grifith y rodado parcialmente en el frente francés. Afonso pronto se desinteresó de las actitudes crueles de Erich von Stroheim, en el papel de un sádico oficial alemán, concentrándose en el apetecible cuello de Agnès. La francesa aceptó algunos besos más discretos, pero, cuando el capitán comenzó a entusiasmarse demasiado, se vio forzada a rechazar delicadamente esos impetuosos avances, preocupada por no transformarse en un espectáculo dentro del espectáculo.
– Pas ici -susurró, apelando a la paciencia del amante-. Après, Alphonse. Après.
Cuando acabó la película, salieron del local de la YMCA y se encaminaron hacia el Hôtel Boulogne, en Boulogne-sur-Mer, un villorrio al noroeste del sector portugués, en la costa atlántica de la Picardía, a la entrada del canal de la Mancha. Ambos habían decidido que no era conveniente que Afonso volviese al Château Redier. Además de la falta gratuita de respeto que significaba dormir juntos en la casa del marido traicionado, había que considerar el factor de riesgo. Ninguno de los dos lograba disimular en absoluto sus sentimientos en presencia del otro, lo que el barón iba a notar, era inevitable, y, por otro lado, el anfitrión o los criados acabarían también comprobando las escapadas de Agnès a la habitación de huéspedes. Para zanjar el asunto, la baronesa dijo a su marido que iba a pasar dos días a París, y, haciendo coincidir ese «paseo» con la licencia obtenida por el capitán en el cuartel general del CEP, ambos se fueron a Boulogne-sur-Mer. El inconveniente era que, a pesar de estar relativamente lejos de Armentières, deberían evitar mostrarse juntos en público, lo que los obligó a encerrarse en su habitación de hotel. En honor a la verdad, sin embargo, para Afonso ése no fue en absoluto un problema.
El Hôtel Boulogne sirvió para vivir la pasión a sus anchas. Se amaron fogosa y repetidamente, aprovechando los intermedios para encargar comidas o conversar sobre mil y una cosas.
En la mañana del segundo día, Agnès se mostró interesada en conocer el pasado de su amante, un interés que no era nuevo, pero que, esta vez, se reveló más insistente.
– Pero ¿para qué quieres saber mi historia? -se resistió Afonso-. No hay nada interesante que contar, ma mignonne.
Agnès frunció el ceño, no iba a dejar que las cosas se quedasen así.
– Hum, no me convences -dijo-. ¿Cuál es el problema de que me cuentes tu pasado?
– No hay ningún problema, mi gorrioncito. Ocurre que no tengo nada especial que contar. Creo que mi vida se resume en tres ideas principales: nací, crecí y te conocí.
– Disculpa, pero ésa no es una respuesta. No me lo quieres contar, ¿no?
– No hay nada que contar, querida.
Ella cerró los ojos.
– Tu silencio me resulta sospechoso -sentenció-. ¿No será que me estás ocultando algo? No me digas que estás casado…
– ¿Yo? ¿Casado? -Afonso se rio-. No, mi amor. No es nada especial, la verdad es que no me produce demasiado placer hablar de mí, ¿ me entiendes?
– No, no te entiendo. Creo que estás escondiendo algo…
– Que no, querida. Créeme.
Pero Agnès no lo creyó. Irritada, se encerró en sí misma. Se recostó en la cama a leer la enigmática novela A la recherche du temps perdu y no le prestó la menor atención. Estaba enfadada. Afonso intentó romper el hielo con algunas gracias, pero la francesa se mostró altivamente indiferente y permaneció distante, simulaba estar sólo preocupada por la descripción de Proust del glamour de la doble vida de Swann, los cotilleos de la tía Léonie, las posesivas soirées de los Verdurin, la tormentosa relación con Odette de Crécy.
Al cabo de una hora, temiendo desperdiciar de aquella forma un fin de semana tan prometedor, el capitán suspiró y se rindió. Apoyado en la cabecera de la cama, le contó al fin su historia. Afonso relató su infancia en Carrachana, la adolescencia en el seminario de Braga y la juventud en la Escuela del Ejército. Pasaron la mañana discutiendo el pasado, comparando su respectiva educación y la importancia de los viajes que ambos hicieron de pequeños a distintas capitales: él a Lisboa, ella a París. Cerca del mediodía, Agnès se desperezó y se levantó de la cama. Había seguido el relato con atención, pero daba señales de sentirse cansada por quedarse tanto tiempo encerrada en la habitación del hotel, ya le bastaba con las interminables horas de encierro en el Château Redier, lo que ahora quería era realmente expandirse. Ya muy avanzada la mañana, la francesa, de pronto impaciente, incitó a Afonso a dar un paseo.
– Ya me contarás el resto -le dijo mientras se ponía la chaqueta-. On y va?
El capitán no se moría de ganas de salir a la calle, no sólo porque encontraba en la exigua habitación del hotel ricos y sobrados motivos de interés, sino también debido a su temor a que los viese alguien cercano al barón Redier. Lo que menos les convenía era que el marido engañado descubriese la verdad. El problema es que Agnès no quería saber nada de los argumentos aparentemente razonables que le expuso con insistencia su amante.
– Nadie viene a Boulogne-sur-Mer para estar todo el tiempo encerrado en la habitación -sentenció la baronesa en un tono que no admitía más discusión, abriendo la puerta de forma decidida e internándose resueltamente en el pasillo-. Ven, mon chéri.
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