José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Afonso se resignó y no tuvo otro remedio que acompañar a Agnès a dar un paseo. Salieron del Hôtel Boulogne y fueron a pasear por la Grande Place y por todo el casco histórico, situado en el interior de las murallas de la Haute Ville. La mañana estaba fría y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Fueron a la Basilique Nôtre-Dame a ver la estatua de madera cubierta de joyas de Nôtre-Dame de Boulogne, patrona de la población, y siguieron hasta el majestuoso castillo poligonal construido en el siglo xiii para los condes de Boulogne, apreciando el exterior todo de piedra y las elegantes ventanas que asomaban por el tejado negro. A las dos de la tarde salieron por la Porte des Degrés, donde admiraron las dos torres medievales que flanqueaban la callejuela, y decidieron ir a almorzar una terrine de anguilas y un foie gras au sauté con langostino asado a un agradable restaurante de pescado situado en el muelle Gambetta, cuyas mesas tenían vistas al río Liane. De postre disfrutaron de unos deliciosos craquelins de Boulogne.

– Menos mal que no te hiciste cura -sonrió Agnès en su primer comentario al relato de la mañana-. Habría sido un desperdicio.

– Estoy de acuerdo -coincidió Afonso mientras cortaba el langostino con ahínco-. No era ése mi destino.

La francesa lo miró fijamente, maliciosa.

– Seguro que no dejaste a esa noviecita tuya en paz -le soltó.

– ¿Qué noviecita? -preguntó, haciéndose el desentendido.

– Esa tal «Carolina».

Afonso tragó saliva y esbozó una sonrisa forzada, meditando si estaría cometiendo un error o no al contar su historia con tanto detalle. Con las mujeres nunca se sabe, reflexionó, todo lo que les contamos puede volverse en contra de nosotros. Pero ya había contado la mitad de su vida y no había manera de volverse atrás ahora.

– Oh, fue algo sin importancia -se justificó y, turbado, asomó el rubor en sus mejillas.

– Hum, no sé si creérmelo -dijo ella con una mueca sonriente-. Pero cuéntame lo que falta, anda.

– ¿Ahora?

– Pourquoi pas?

El capitán, durante el postre, habló de su integración en la Infantería 8, de los episodios de la entrada de Portugal en la guerra y de la ida a Francia. Concluyó la historia después del café. Afonso pidió la cuenta, besó a Agnès, pagó, subió al Hudson que había solicitado en el CEP y la llevó a dar un paseo por la costa.

Sintieron que la perfumada brisa marina les llenaba los pulmones con las fragancias frescas del océano cuando el automóvil comenzó a serpentear por las carreteras paralelas a la Côte d'Opale hasta conducirlos a la Colonne de la Grande Armée, al norte de Boulogne-sur-Mer. Admiraron cogidos de la mano el monumento de mármol que se alzaba allí, leyeron en la inscripción que la obra se había construido en 1841 para homenajear los planes que elaborara Napoleón para invadir Gran Bretaña, y se quedaron disfrutando de la hermosa vista panorámica de la costa hasta Calais, el gran puerto francés perfectamente visible desde aquel punto. Como una pareja de novios, subieron también a los promontorios ventosos del Cap Gris-Nez y del Cap Blanc-Nez para apreciar el mar bravío que rompía abajo en la ladera escarpada, las manchas blancas de los peñascos de la costa inglesa dibujadas entre el azul oscuro del mar y el azul claro del cielo. Vieron la puesta del sol en la línea del horizonte, el astro anaranjado zambulléndose en el canal de la Mancha, y se hicieron apasionados juramentos de amor. Cuando el manto de la noche se extendió por la costa, subieron al coche y dieron media vuelta para regresar al Hôtel Boulogne. Se hada tarde y tendrían que viajar esa misma noche hasta el hotel que habían reservado en Merville, dado que la licencia del capitán estaba a punto de acabarse y tenía órdenes de presentarse en la brigada por la mañana temprano.

Al entrar en la habitación del hotel, Agnès se sintió angustiada y frustrada por la brevedad de la licencia de su amante. Quería quedarse con él y se veía sometida a las cadenas de un matrimonio que no deseaba y de una guerra que temía.

– ¿Qué pasa, mon petit choux ? -se preocupó Afonso, solícito. Se sentó a su lado, le enjugó las lágrimas y le preguntó en portugués-: ¿estás mosca?

– C'est quoi, ça! -dijo saber Agnès, sin entender la pregunta.

Afonso le tradujo lo que le había dicho y la francesa apoyó la cabeza en su hombro.

– Estoy aterrorizada -dijo y sollozó-. Te quiero, Alphonse, pero tengo miedo de sufrir, de sufrir mucho, ¿sabes?

El capitán la besó varias veces.

– Pero yo nunca te haría daño, mi flor.

– No digas, eso, hacerme daño no depende de ti sino de Dios. ¿Entiendes? -Sollozó y dejó que las lágrimas corriesen por su rostro, ahora abundantes-. No depende de ti.

Afonso la atrajo hacia sí y la abrazó con más fuerza.

– Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué tienes?

– Me ocurre, Alphonse, que vivo aterrorizada con la posibilidad de que te ocurra lo mismo que le sucedió a Serge -dijo. Se sonó-. Tengo miedo de volver a pasar por lo que pasé hace tres años, de volver a sentirme perdida -continuó con un sollozo-. No sé quién sufre más, si el que va a la guerra o la que lo espera. Es algo…, algo difícil de definir, un sufrimiento, una ansiedad, una inquietud… Es terrible, terrible, sobre todo para quien vive esto por segunda vez.

No pronunció la palabra «muerte», seguramente debido al temor supersticioso de que la simple mención acarrease mala suerte, pero el capitán no tenía dudas sobre la naturaleza de los miedos de Agnès. La baronesa no lo quería perder y la angustiaba la inminencia de la hora de separarse, sufría por el comienzo de una semana más de sobresalto, de la ansiedad de la espera, de abatimiento cuando oía rugir con más fuerza los cañones, de incertidumbre en cuanto a la seguridad de su amante. El mismo sabía que existía la posibilidad de no estar vivo dentro de poco tiempo, pero no podía hacer nada salvo aprovechar todos los instantes, saborear cada momento, vivir el presente, aferrarse a lo que la vida le daba. Abrazó un largo rato a su amante.

Cuando ella al fin se calmó, se levantó y fue a ordenar las cosas. Cerrar la maleta resultó, sin embargo, una tarea más complicada de lo previsto debido a un problema con la cerradura. Afonso comenzó a echar pestes y a dar puñetazos en el cuero. En medio del esfuerzo, oyó a Agnès chapurrear un portugués afrancesado.

– Tu es mosca? -preguntó.

Afonso se rio y volvió a abrazarla. El abrazo se transformó en voluptuosidad y, minutos después, se amaban con fervor, gimiendo y respirando con suspiros jadeantes, navegando el uno en el otro, dando y recibiendo, los sentidos despiertos y embriagados. Toc-toc-toc. Unos golpes en la puerta rompieron el hechizo, aunque intentaron ignorar la interrupción y volver a concentrarse en sí mismos, regresando al mar de su pasión. Toc-toc-toc. Así no podía ser. Los nuevos golpes obligaron a Afonso a saltar irritadamente de la cama. Agnès se apoyó en la almohada, envuelta en la sábana, mientras el capitán se puso rápidamente el albornoz y, avanzando sobre las ropas desparramadas por el suelo, fue a ver quién era. Abrió la puerta con irritada brusquedad y sintió que se le helaba la sangre y se le paraba el corazón.

Era el barón Jacques Redier.

– ¿Está mi mujer?

– Eh… ¿Perdón?

El barón lo empujó, entró en la habitación y encaró a Agnès, tumbada en la cama, cubierta por la sábana. El francés se puso rojo de furia, pero se contuvo.

– Agnès, vamos a casa.

La baronesa, con los ojos desorbitados, miró a su marido.

– ¡Jacques!

– Vámonos, anda.

Afonso se acercó a la cabecera de la cama, preparado para defender a Agnès en caso de necesidad.

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