José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Una aurora boreal -comentó Afonso, encantado con el singular espectáculo que le proporcionaba el cielo.

Era la noche del 20 al 21 de diciembre, el batallón, horas antes, había acabado de instalarse en las trincheras para enfrentarse a un enemigo más desgastador que los alemanes: el frío. Se acercaba la Navidad y un hielo increíble se abatió sobre toda Flandes. Afonso golpeaba el suelo con los pies, junto al fuego encendido en el gran recipiente cilíndrico instalado en el suelo del puesto, intentando desesperadamente calentarlos en medio de aquel frío glacial, nunca había visto algo así, las mañanas heladas de Braga parecían brisa tibia comparadas con esas condiciones polares. Con las manos enguantadas metidas en los bolsillos del abrigo y densas nubes de vapor que salían por la nariz y por la boca, el capitán se levantó y fue a saltitos a comprobar la temperatura en el termómetro colgado de la pared lodosa del puesto. El mercurio registraba quince grados bajo cero. Afonso entendió la noción de la muerte de frío. Temblar de frío, como tantas veces tembló en Rio Maior, y sobre todo en Braga, no era frío, era mera frescura molesta. Aquél era un frío de verdad, era un frío que no hacía temblar, más bien hería la piel, desgarraba la carne, rasgaba el cuerpo; era un frío que quemaba, que dolía, que paralizaba, que entorpecía; era un frío que le hacía arder la cara, que le robaba el aire, que le dormía las manos y las dejaba entumecidas e insensibles, que le arrancaba gritos de dolor como si le estuviesen clavando cuchillos en la piel, que escaldaba el cuerpo con un ardor tan fuerte que se confundía con fuego, que le hinchaba y magullaba los dedos hasta las lágrimas; era un frío verdadero que lo torturaba lenta y largamente en Ferme du Bois, a él y a todos los desgraciados que el CEP había enviado al frente.

La aparición de la aurora boreal esa noche suspendió por un par de horas las hostilidades en tierra, como si los soldados temiesen que aquella extraña luz que se manifestaba en el firmamento iluminase los actos de guerra. Pero en cuanto el fuego divino desapareció, las trincheras despertaron de su sopor y reapareció el fuego humano. Las líneas enemigas volvieron a cruzar ocasionales tiros de cañón o ametralladora, pero era fuego de rutina, disparos destinados a recordar a los soldados de ambos lados que la guerra no había terminado. Venía la Navidad; era muy improbable que se diesen ahora operaciones de gran envergadura, no sólo necesariamente debido al periodo festivo, sino también porque el invierno había surgido inclemente, había nieve y barro por todas partes, no era práctico que la infantería avanzase por aquel suelo resbaladizo, donde el progreso de las tropas se revelaba lento y los reabastecimientos difíciles. Con el estado del terreno, que imposibilitaba cualquier ofensiva a gran escala, aquel frío cruel que los rodeaba y paralizaba se convirtió en el principal adversario de los lanudos, contra él tenían ahora que combatir las tropas desharrapadas que vivían en el barro de las trincheras.

En el calendario fijado en la pared húmeda del puesto, Afonso contaba y volvía a contar los días que le quedaban en las trincheras. Pasaría allí la Navidad y no se iría hasta el 28, era una eternidad, pero no había remedio. Para distraerse, se sentó en el banco y releyó la Orden de Operaciones n.° 12, destinada a su batallón. El 8 ocupaba ahora, y durante una semana, justamente la de la Navidad, el subsector S. S.2., o Ferme du Bois II, y el capitán recorrió con los ojos las instrucciones firmadas en la víspera por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Eugenio Fardel: «La compañía avanzada de la derecha guarnecerá los puestos Boar's Head y Cockspur, con el comando de la compañía en S.15.b.50.95. La compañía avanzada de la izquierda guarnecerá los puestos Vine, Copse y Goat, con el comando de la compañía en S.15.a.65.40». «Muy interesante», pensó, bostezando. «El batallón del 8 ocupará el puesto de observación Savoy (5.9.d.08.18), que le será entregado por el jefe de los observadores del batallón del 3.» Afonso comprobó en el mapa la localización del puesto Savoy. «Terminada la ocupación de los nuevos subsectores, el batallón del 8 y del 3 lo comunicarán a este comando con las palabras "Barcellos" y "Valenga", respectivamente, por telégrafo.» El capitán tomó nota del código Barcellos. «En el S.S.2., el depósito de municiones de Saint Vaast reabastecerá por la decauville de Saint Vaast y directamente a la compañía de la izquierda. El depósito de municiones de King's Cross reabastecerá por la decauville de la Rué du Bois directamente a las compañías de la derecha y apoyo.» Afonso buscó en el mapa los polvorines de Saint Vaast y King's Cross. Comprobó que Saint Vaast quedaba justo detrás de Lansdowne, su puesto, y eso lo puso nervioso. Sería conveniente que no cayese allí ninguna granada enemiga, sería un fuego de artificio memorable.

Cuando acabó de estudiar la orden de operaciones, se tumbó en el catre, se cubrió con una manta, cerró los ojos y dejó que su mente vagase melancólicamente hasta Agnès. Entendió que ya nada entre ellos sería como antes, habían dado un paso irreversible, ineludible, sus destinos estaban ahora irrevocablemente cruzados. Se compadeció de la preocupación que la mujer había manifestado por él, por su seguridad, pero no había dudas de que por detrás de aquellos miedos de mujer por la vida del hombre al que se entregaba se escondía la firmeza de quien había encontrado su camino. El capitán admiró la determinación y la valentía de Agnès, aquélla no era una mujer de melindres, parecía delicada como una flor, pero era francamente dura como una roca. Eso lo asustó un poco, esperaba que todas las mujeres fuesen dóciles, sumisas y frágiles, era así como se educaba en Portugal, pero esta francesa era enérgica y el portugués se sorprendió por sentir que incluso así le gustaba. Aquella determinación que se leía en sus ojos le parecía al mismo tiempo temible y admirable, lo que, inexplicablemente, le hacía amarla aún más. Era como si temiese que un día ella lo abandonase con la misma ligereza con que ahora se apartaba de su marido, como si cambiar de vida fuese tan fácil como volver la página de un libro, no hay duda de que, en estas cosas de romper las relaciones, las mujeres son más arrojadas que los hombres. Encarándola de este modo, el capitán comenzó a entender que para amar a una persona era necesario admirarla.

Matías, el Grande, accionó la bomba manual y comenzó a extraer el agua, en un esfuerzo por drenar la trinchera. Agachado junto a él, Vicente, el Manitas, lo ayudaba con un cubo, llenándolo de barro helado y tirándolo más allá de las líneas de circulación.

– Esta mierda no para de llenarse -rezongó Vicente, frustrado, con las piernas sumergidas en el barro hasta las rodillas-. Los cabrones de los boches no paran de echar agua para este lado.

– ¿Los boches? -se sorprendió Matías-. Oye, Manitas, no insistas con esa estupidez. Dime una cosa: ¿qué culpa tienen los boches de este tiempo desgraciado?

– ¿Es que no ves su posición? -preguntó Vicente, señalando la elevación de terreno al otro lado de la Tierra de Nadie, justo enfrente de Neuve Chapelle, el sector vecino de la izquierda-. ¿No ves que esos tipos ocupan una posición más elevada que la nuestra?

– ¿Ah, sí? ¿Y qué hay con eso?

– ¿Y qué hay con eso? Que me han dicho que también tienen bombas y las usan para echar el agua en nuestro sector.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha dicho?

– He escuchado una conversación entre dos oficiales en el estaminet.

Matías interrumpió el trabajo de limpieza y miró al sargento Rosa, que descansaba recostado en unos sacos de tierra.

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