José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Va a haber un nuevo bombardeo a las siete de la tarde.

– ¿ Otra vez?

– Otra vez -confirmó el sargento, que se incorporó para proseguir la ronda. No quería quedarse allí aplacando las protestas. Dio un paso para marcharse, vaciló, miró hacia atrás y esbozó una tímida sonrisa-. Feliz Navidad, muchachos.

Capítulo 9

La mañana se prolongaba, agradable y amodorrada, en el tranquilo cuartel general del CEP, en Saint Venant. Agnès miró melancólicamente por la ventana de la mansión, admirando los enormes olmos que se erguían como torres en el jardín, el gorjear amoroso de los gorriones llenando con su melodía aquel bucólico cuadro. Con los ojos pensativamente perdidos en la verdura, a la francesa le pareció extraño estar allí, en el centro de comando de una de las fuerzas empeñadas en aquella guerra terrible, y verse rodeada de un paisaje tan paradisiaco, ¿cómo era posible que los hombres que mandaban a otros al frente de batalla viviesen en un ambiente tan pacífico, tan recatado, tan ajeno a los horrores resultantes de las órdenes que se daban desde allí? Agnès suspiró, archivó en una enorme carpeta la carta que tenía en la mano y sacó un nuevo sobre.

Sintió que la puerta se abría a su izquierda y volvió la cabeza. Era el teniente Trindade, que entraba en la sala de mecanografía, momentáneamente desierta, o casi, e iba a reunirse con ella.

– ¿Quiere un té? -preguntó el oficial portugués.

– No, gracias.

– ¿Ni un café?

– No, no quiero nada, gracias. Estoy bien.

El teniente vaciló, miró a su alrededor, allí no había nadie más, el resto del personal se había ido a comer y las máquinas de escribir estaban sumidas en el silencio.

– ¿Está segura de que no quiere ir esta noche a bailar un fox-trot conmigo?

– Le agradezco de nuevo su amable invitación, pero no es posible.

– Lo pasaría bien…

– No lo dudo, señor teniente, pero lamentablemente no puedo.

– Oh, no me llame señor teniente, se lo ruego. Le he pedido ya tantas veces que me trate de Cesário. Vamos, por favor, llámeme Cesário.

– Le pido disculpas, trataré de recordarlo.

Agnès se sentía ya cansada de todas las atenciones que le brindaba el teniente Trindade desde que, hacía casi una semana, había empezado a trabajar en el cuartel general. Ir a Saint Venant había sido una idea de Afonso, ahora que se había ido de casa necesitaba trabajo, y el centro de comando del CEP era una alternativa interesante. Se trataba de un lugar tranquilo, no por casualidad los soldados llamaban al cuartel general «Gran Ganga». Afonso se la había presentado a su amigo Trindade, el Mocoso , la misma mañana en que se reconciliaron y, como hacía falta una persona que se encargase de atender a los ciudadanos franceses que por alguna razón tenían que establecer contacto con el CEP, se resolvió que Agnès ocupase el puesto. El problema es que enviaron de inmediato a Afonso a las trincheras y su amigo teniente sentía por la bella recién llegada una inusitada atracción. Estaba cada vez más claro que Trindade no le manifestaba tanta amabilidad por mero sentido del deber para con Afonso, sino más bien por la evidente e insoslayable atracción que ella le producía. El teniente no se cansó de aparecer, los últimos días, en la sala de mecanografía, siempre con pretextos para conversar, y de las palabras galantes había pasado ahora a las invitaciones melosas.

– ¿No quiere ir al cinematógrafo conmigo? -insistió él, después de una pausa embarazosa.

– Sería fantástico, pero no puedo.

– No sabe lo que se pierde. Van a poner una película de Max Linder que es para desternillarse de risa, y después, Juana de Arco, con Geraldine Farrar.

– Prefiero a Sarah Bernhardt.

– A mí también me gusta. Pero mire que la Farrar tiene una voz hermosísima, dicen que en la ópera es magnífica.

– No interesa mucho que tenga buena voz. -Agnès se rio-. La película es muda.

– Es cierto -reconoció Trindade, sin poder evitar que el rubor le subiese a la cara-. Pero venga, le va a gustar.

– Gracias, pero no puedo.

– Pero ¿por qué? ¿Tiene realmente algo tan importante que hacer?

– Alphonse llega esta noche.

El teniente Trindade, el Mocoso, sintió el golpe, forzó una sonrisa, murmuró una disculpa imperceptible e, irritado, dio media vuelta y salió de la sala de mecanografía. Divertida ante esta reacción, Agnès contuvo la risa y regresó al sobre que había abierto hacía unos minutos. Era de un agricultor de Lestrem que protestaba porque los soldados le habían robado todas las manzanas que había puesto en un carro, junto al mercado, y exigía ahora una compensación. La francesa tomó nota de la queja en un formulario propio y derivó el asunto al mayor Ezequiel, encargado de las cuestiones entre el CEP y los civiles. Agnès sonrió pensando en los francos que habría que desembolsar para pagar por esos hurtos. Por el volumen de quejas que recibía, comprobó que el robo de comida era común entre los soldados, en especial patatas y nabos. Pero muchos hurtaban también ropa interior, como camisetas, calzoncillos y calcetines, sobre todo de lana, e incluso guantes, chalecos, impermeables, botas de goma, todo lo que pudiese protegerlos del frío y el barro.

Cuando Agnès se preparaba para abrir el sobre siguiente, el teniente Trindade asomó por la puerta y la interrumpió.

– M'dame -llamó.

– ¿Sí?

– Hay una señora que pregunta por usted.

– ¿Por mí?

– Mejor dicho, no exactamente por usted -titubeó el oficial-. Es una civil y creo que es mejor que hable usted con ella.

Agnès se levantó, intrigada, y siguió a Trindade hasta la puerta de entrada de la mansión. Un soldado cerraba el acceso, y del lado de fuera venían unos gritos histéricos en francés, era una muchacha claramente perturbada. Agnès se acercó, el soldado la dejó pasar y se encontró con la chica bañada en lágrimas.

– ¿Qué ocurre, mademoiselle?

Al verse frente a una mujer francesa, la muchacha se calmó un poco, aunque temblaba aún presa de los nervios.

– Me voy a matar, m'dame.

– No diga disparates. Venga aquí y cuénteme qué le pasa.

Agnès cogió a la muchacha por los hombros y la llevó a la sala de mecanografía. Trindade, incómodo con la situación, optó por quedarse atrás, detestaba las escenas de llanto femenino.

– Cuénteme, pues, cómo se llama y qué es lo que tanto la agobia -le dijo Agnès cuando la muchacha se sentó en una de las muchas sillas vacías de la sala.

– Me llamo Germaine y trabajo en el LG3, la papelería de madame Faës.

Pausa.

– ¿Y qué ocurre?

– Voy a tener un hijo.

– Ah -entendió Agnès-. ¿Está segura?

– Sí, fue lo que me dijo el doctor Roche.

– Y el padre es un soldado portugués.

– Sí -asintió, bajando la cabeza.

– ¿Y dónde está él?

– No lo sé, ha desaparecido. -Germaine aferró la mano de Agnès con una fuerza desesperada-. Tiene que ayudarme a encontrarlo, m'dame. Tengo que casarme con él. Si no me caso, mi padre me mata. Yo misma me mato.

– Cálmese. ¿Quién es él?

– Se llama Carlos.

Agnès se levantó, fue hasta la puerta y se asomó.

– Señor teniente, por favor. Usted…

– Cesário, por favor. Llámeme Cesário.

– Perdón. Cesário. ¿Usted conoce algún soldado llamado Carlos?

– ¿Carlos qué?

Agnès miró hacia atrás y le repitió la pregunta a Germaine, que meneó la cabeza, no conocía otro nombre, sólo aquél. La baronesa volvió a encarar al teniente Trindade.

– Sólo Carlos.

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