– Hum -murmuró Agnès, pensativa-. ¿Todos tus sueños están relacionados con la guerra?
– Sí, creo que sí.
– ¿Todos?
– Todos.
– Tienes que tener cuidado -lo aconsejó-. Esas pesadillas concentradas en un único tema indican que estás a punto de sufrir un trauma emocional. Puede tener consecuencias a corto plazo.
– Oye, ¿estás practicando una sesión de psicoanálisis?
– No, Alphonse. Te estoy ayudando…
Afonso la besó.
– Eres un encanto -sonrió-. Pero no puedo hacer nada, no puedo acercarme al mayor Montalvão, mi comandante, y decirle: «Mayor, sáqueme de la guerra que estoy teniendo pesadillas». Eso no es posible.
– Pero tienes que cuidarte, ¿has oído? Entiendo que no puedas evitar seguir en la guerra, es evidente que no depende de ti, pero debes saber controlar tus emociones. Por ejemplo, el acto de poner en palabras los sentimientos dolorosos contribuye a disminuir el sufrimiento psíquico. Además, es importante que comprendas el significado de tus sueños, de tus sentimientos y de tus pensamientos: eso te ayuda a resolver esos traumas que se están gestando.
– Sí, señora doctora -replicó con una reverencia.
– Oh, ya estás tomándotelo todo a broma, contigo no se puede hablar en serio.
– Vale, vale -dijo conciliador-. No te preocupes, mi amor, recuerda que ahora trabajo sobre todo en la parte administrativa.
Agnès frunció el ceño.
– Oye, mon mignon, ¿existe realmente trabajo administrativo en las primeras líneas?
– ¿Si existe? Hay un inmenso papeleo de informes, abastecimientos, logística, es un infierno de burocracia. -Afonso se movió en la cama, nuevamente incómodo por estar mintiendo sobre su función en las trincheras, y decidió rehuir aquel tema lo más pronto posible-. A propósito de burocracia, ¿cómo te va en el cuartel general de Saint Venant?
– Así, así.
– ¿Trindade, el Mocoso, te ha tratado bien?
– No me quejo -respondió ella, decidida a no relatar los lances del teniente con ella, no quería ser motivo de roces entre hombres-. Pero creo que voy a buscar otra cosa, pienso que puedo ser más útil en otro sitio.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso, con las palabras ahogadas porque estaba masticando un trozo de pechuga de pato y tenía la boca llena-. ¿Dónde?
– He estado pensando que mi obligación es aplicar los conocimientos que adquirí en medicina.
– Pero no llegaste a terminar la carrera.
– Lo sé, pero aun así puedo ser útil. Como enfermera, por ejemplo.
– Ah, bien. Ya me había olvidado de que querías ser Florence Nightingale.
– Desde pequeña -asintió ella-. Además, quedarme en el hotel es demasiado caro, tengo que encontrar un sitio más económico.
– ¿Quieres que vea si hay vacantes en algún hospital?
– No seas tonto, mon petit mignon, claro que hay vacantes. Estamos en guerra, no te olvides, siempre hace falta gente.
– Tienes razón -reconoció Afonso, pensativo, que se chupó los dientes para desprenderse de un trozo de carne-. Voy a ver lo que puede ser más interesante para ti. Tenemos los hospitales de sangre, las salas de convalecientes, los hospitales de la base…
– Sí, es una hipótesis. O puedo ir a un hospital francés, o incluso a uno inglés.
– Claro que puedes, aunque en un portugués estaríamos más cerca el uno del otro.
– Sí, pero creo que los portugueses se toman demasiadas libertades con las mujeres.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Afonso, suspendiendo el bocado siguiente en el aire y mirándola fijo a los ojos, inquisitivo-. ¿Has tenido algún problema?
– No -mintió ella-. Pero he oído algunas historias que no me han gustado.
El capitán se rio, reanudó su interés por el canard y comió el contenido del tenedor suspendido en el aire.
– Nosotros, los portugueses, somos así, mi amor. Unos mujeriegos.
Para probar lo que decía, y alegando que su deber patriótico de oficial era cimentar la fama de los machos portugueses entre la comunidad femenina francesa en el campo de batalla del amor, Afonso comió deprisa lo que quedaba del almuerzo, retiró la bandeja y se extendió en la cama con su amante. Comenzó a explorar a Agnès con los labios, con la lengua, con los dedos, muy despacio, rodeando sus suaves curvas, buscando sus puntos erógenos, excitándola, lubricándola, le quitó la ropa con suavidad, pieza a pieza, sin dejar de explorarla con las manos y la boca, fue lento y metódico hasta entrar dentro de ella, después adquirieron velocidad, juntándose los dos como cuerpos en brasas, navegando uno en el otro entre olas turbulentas de pasión, mientras las aguas se agitaban con fragor, revueltas, imparables, hasta que la tempestad alcanzó el auge de la furia y luego amainó, y la francesa, abandonada entre las sábanas en un sopor embriagante de sentimientos y sensaciones, se declaró satisfecha, tan satisfecha que compensaba con ello la frustración de la víspera.
Durmieron unos minutos y acabaron despertando con la perezosa lentitud del suave letargo en el que se habían sumergido.
– ¿Vamos a París? -le preguntó él finalmente, en un murmullo, rompiendo el dulce silencio que se cernía sobre los cuerpos saciados.
– ¿A París? -susurró Agnès, con los ojos cerrados, disfrutando de una plácida modorra-. Pero ¿no tienes que presentarte en la brigada?
– ¿No te acuerdas de que he conseguido cinco días de licencia? -sonrió Afonso también relajado-. Vamos a París.
Ella abrió los ojos, repentinamente muy despierta.
– Pero eso es fantástico -exclamó con entusiasmo y excitación; se apoyó en los codos-. ¿Y cuándo comienza la licencia?
– Ya ha comenzado.
– ¿Ya ha comenzado? Entonces, vámonos -decidió Agnès, que se levantó de la cama de un salto vigoroso-. Vamos, perezoso, fuera de la cama, vámonos.
El alzó la cabeza, aturdido.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora. Tienes cinco días de licencia y ya ha pasado más de medio día.
– Pero…
– No hay pero que valga. Dentro de tres horas pasa un tren que va a París y vamos a cogerlo. Anda, date prisa. Vite, vite.
Afonso hizo un esfuerzo y se arrastró con indolencia hacia fuera de la cama, casi disgustado. Fue a afeitarse y a ponerse el uniforme lavado, que esa mañana entregaron los servicios de limpieza del hotel, mientras Agnès elegía para vestirse la imitación de un poiret, una elegante túnica negra estilo quimono con dobladillo rígido, la cintura alta ceñida con un pañuelo de seda rosa y un turbante negro en la cabeza. Afonso la miró desde el cuarto de baño como quien mira a una princesa, inalcanzablemente bella e insoportablemente distante, pero ella le lanzó un guiño de sus ojos verdes, juguetona, y enseguida se rompió la distancia, el capitán se sintió muy afortunado por contar con el amor de la mujer más atractiva y tierna que conociera nunca.
– Ese brillo de tu cara no son ojos -le dijo embelesado-. Son esmeraldas.
El tiempo escaseaba y tuvieron que darse prisa. Él se puso las botas, embetunadas con una meticulosidad impecable, y la ayudó a hacer las maletas. Media hora después, salieron de la habitación. Afonso pagó la cuenta y el gerente se comprometió a guardar el maletón hasta el regreso de la señora, dentro de unos días. Cogieron un taxi y, con sólo una maleta como equipaje, se dirigieron a la estación de Aire-sur-la-Lys a tiempo de montar en el tren a París.
Llegaron esa noche a la gran ciudad y un taxi los llevó hasta Les Halles, donde Agnès conocía un hotel agradable, situado en la Place Sainte-Opportune. El Citroën parisiense entró en la plaza y se detuvo junto a la acera. Afonso ayudó a Agnès a salir del automóvil, le pagó al chauffeur y observó el sitio pequeño y tranquilo.
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