José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Por qué no te pruebas éste? -le preguntó él, señalándole un vestido expuesto en un maniquí.

Agnès observó el traje, era un vestido de color crema, largo y ajustado en las caderas, con una falda sobre la falda principal, una especie de túnica que llegaba hasta debajo de las rodillas. En vez de los habituales cuellos altos, sin embargo, éste lo tenía abierto en V, detalle que de inmediato llamó la atención de la francesa.

– Oh la la, te van a excomulgar -dijo ella con una sonrisa maliciosa.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– No te hagas el tonto, pillín. -Se rió-. ¿No ves acaso que el vestido se abre por delante, por debajo del cuello?

Afonso observó con atención.

– ¡Ah, es verdad! -exclamó, antes de mirarla-. Entonces es mejor que no lo compres, es un poco atrevido.

– Oh, esto para nosotros ya no tiene nada de especial. Pero, hace unos tres años, la Iglesia denunció estos vestidos como escandalosos e indecentes y hasta hubo médicos que dijeron que constituían una amenaza a la salud pública, fíjate.

– Claro, claro -asintió Afonso, que se volvió inmediatamente hacia otro vestido, más convencional, intentando distraerla del anterior-. Mira, éste también es bonito.

Además de ayudarla a elegir la ropa, los sombreros y los zapatos, dando opiniones y resistiendo estoicamente sus indecisiones, Afonso llegó incluso a arrastrarla a otras zonas de las galerías que nunca había recorrido con atención. El portugués se sentía fascinado con aquel enorme establecimiento, nunca había visto cosa igual. Aprovechó para comprar artículos para él: productos de uso corriente, como una lata de Crème Eclipse para limpiar botas, la crema Dianoir para zapatos y un jabón de afeitar Erasmic. También le regaló a Agnès el último grito de la moda parisiense, el sonado Chypre, milagroso perfume recién lanzado al mercado y que llevaba a miles de francesas a la locura con sus deliciosos aromas de bergamota, jazmín y musgo de cedro, combinados con un leve toque de heno liberado por la cumarina.

– ¿Estás insinuando que no te gusta L'heure bleue? -preguntó la francesa, mirando el delicado frasco de Chypre.

– ¿Qué es eso?

– L'heure bleue es mi perfume.

– Oh, no, tu perfume es fantástico -aseguró Afonso, que olió el frasco que ella sostenía en sus manos. Cerró los ojos, extasiado con la fragancia-. Pero debes seguir la moda, n'est-ce pas?

Fue fuera de las Galeries Lafayette, sin embargo, donde Afonso hizo las dos compras que lo dejaron más entusiasmado. Una fue un nuevo artículo importado del otro lado del Atlántico, la pasta de dientes Colgate's Ribbon Dental Cream, que los dough-boys, como se conocía a los soldados estadounidenses, habían llevado a París. Como todo el mundo, Afonso estaba habituado al polvo para dientes que normalmente compraba en botes de porcelana, y le resultó curioso descubrir, en un quiosco de Saint Germain-des-Prés, la caja roja de cartón que anunciaba que el polvo de los dientes venía ahora en crema, contenido en un tubo maleable, con unas instrucciones que indicaban que bastaba con doblar el tubo para que la pasta fuese saliendo.

La otra compra que lo exaltó fue la que hizo en una pequeña tienda del Trocadero. Iban los dos caminando en dirección a la Torre Eiffel cuando Afonso vio una pequeña cámara fotográfica expuesta en un escaparate del establecimiento.

– Mira esta cámara -señaló-. Los gringos tienen muchas como ésta en las trincheras.

Era una Vest Pocket Kodak. Después de admirarla con la vista, Afonso entró en la tienda y preguntó el precio.

– C'est combien?

– Son sesenta y cinco francos, m'sieur -dijo el comerciante.

El vendedor le mostró cómo podía sujetar el estuche de la máquina en el cinturón, un detalle de utilidad práctica que facilitó la decisión de Afonso. Sacó la cartera, contó los billetes y se los entregó al hombre. Pasaron el resto de la tarde jugando en el Champ-de-Mars, ambos divirtiéndose como chiquillos, rodando en el césped, corriendo entre los arbustos, riendo y gritando. La minúscula cámara fotográfica, además, disparaba clichet tras clichet para registrar la felicidad de la pareja de enamorados.

No todo era perfecto, claro. A Agnès le fastidiaba un poco la forma en que el portugués ponía todo patas arriba, la ropa siempre desordenada en el dormitorio, negligentemente amontonada en un rincón, y el cuarto de baño transformado en un verdadero campo de batalla. Siempre que iba a darse un baño, el capitán dejaba la bañera repleta de pelos y el suelo inundado de agua: era un verdadero salvaje. Cantaba en voz alta y desafinada en la bañera, pero mantenía un desconcertante pudor siempre que ella entraba en el cuarto de baño. Se cubría con una toalla, avergonzado y tímido, lo que la hacía reír.

– Vaya, tú crees que nunca he visto eso, ¿no? -le preguntó ella en cierta ocasión, provocándolo al entrar en el cabinet de toilette para ir a buscar un cepillo. Le divertía verlo tan lleno de pudores-. Anda, muéstramelo.

El se sonrojó, turbado.

– Oh, no seas así -rezongó Afonso, encogido en la toalla-. Vete y déjame tranquilo, anda.

– Mon Dieu, ¡una vez seminarista, siempre seminarista! -exclamó Agnès, revirando los ojos en un gesto burlón. Cogió el cepillo, dio media vuelta y se dirigió a la puerta para salir-. Quien te viera nunca diría que eres un semental en la cama. -Se rio y espió por la rendija antes de cerrar la puerta-. ¡Hasta ahora, fornicador púdico!

En otros momentos era él quien la provocaba. Evitaba las vulgaridades, prefería frases más románticas, con un toque platónico y elocuente.

– Mon petit choux -le dijo en una ocasión, mientras se preparaban para salir-. Eres una santa, eres hermosa como una flor de primavera.

Era un piropo trivial, incluso algo ordinario, pero Agnès se sintió complacida.

– Tan amoroso -agradeció con expresión tierna, devolviéndole el cumplido en los términos que sabía irresistibles para el ego de cualquier hombre-. Pues mira, mon mignon, tu mayor atributo es esa potencia incansable. -Reviró los ojos y adoptó una pose de cocotte-. Oh la la.

– ¿Te parece? -preguntó él con falsa modestia, bajando momentáneamente los ojos, algo avergonzado.

– Ah oui!

Siempre que ella lo ponía a prueba, preguntando, por ejemplo, si tenía el culo gordo o los senos demasiado pequeños, cosas que sabía que no eran verdaderas, él daba siempre la respuesta justa e insistía en que Agnès era linda, perfecta, suprema, única.

Cuando se ovillaban en la cama, después de saciarse en el amor y antes de abandonarse al sueño, Afonso le susurraba palabras apasionadas al oído, enaltecía su belleza y su generosidad, le musitaba frases tiernas y la acariciaba suavemente. Abrazados en la habitación del Savoie y a la sombra de la noche, el capitán le juró que huiría de las trincheras sólo para cantarle una serenata bajo la lluvia. La mecía con un arrullo de amor entre promesas dulces y susurros melosos, le decía que la amaba, que la adoraba, que la idolatraba, que ella era lo mejor que le había ocurrido, que envejecerían juntos, que Agnès era una diosa, la mujer de sus sueños. Ella era una rosa, una joya, un rayo de sol, un aroma florido, un aria sublime, una brisa pura de primavera. La francesa cerraba los ojos y bebía con avidez aquellas palabras encantadas que la hacían sentirse tan especial, tan única, las bebía hasta marearse, hasta sentirse embriagada de amor y ebria de pasión, hasta sentir que, en realidad, Afonso era incomparable, era el mejor de los hombres.

De todos modos, pronto se agotó la licencia en el fulgor de aquel intenso e inolvidable paseo por París, y el momento del regreso se aproximó, implacable, inexorable, como una nube negra que corriese con rápida y traicionera lentitud en dirección al sol, corriendo hasta ocultarlo y lanzar sobre los amantes su siniestra y triste sombra; los arrancó de la exaltada felicidad en la que vivían sumergidos y los arrastró penosamente hacia la pesadilla de la aterradora hornaza en que se había convertido Flandes. Agnès y Afonso cogieron el tren de regreso a Aire-sur- la-Lys como esclavos resignados a su maldito destino, la sombría nube solitaria que los perseguía no paraba de crecer, de ensancharse, de llenar el horizonte, amenazadora y sofocante, recargada y gris, hasta volverse, cerca del indeseado destino, una vasta y tenebrosa tempestad de guerra.

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