– Pero eso ya lo hemos hecho una porrada de veces -se quejó Vicente-. Y no acabó en nada.
Un zumbido familiar llenó el aire, in crescendo, y todos se arrimaron a las paredes del refugio casi instintivamente. El Minenwerfer estalló fuera, el suelo tembló, las paredes vibraron y soltaron algo de polvo, pero resistieron. Después oyeron un sonido diferente, como el gluglutear de un pavo, seguido de explosiones sordas, con un pop seco, semejante al ruido de un tapón que saltase de una botella de champagne. Después, nada más. Los soldados aguardaron un instante, se aseguraron de que no había consecuencias mayores y volcaron su atención en el asunto que tenían entre manos como si no hubiese habido interrupción.
– ¿Cómo sabemos que no nos van a echar otra vez la zancadilla? -siguió Vicente, con el corazón cargado de sospechas sobre el nuevo sistema de licencias aprobado por Sidónio Paes-. No es la primera vez que esos cabrones nos engañan. ¿O ya no os acordáis de las promesas que nos hicieron en los últimos meses? Y todavía estamos aquí…
El grupo despertó de su sopor y reinó, insidiosa, la desconfianza.
– Tal vez tengas razón -meditó Baltazar-. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía…
– ¿Queréis saber mi opinión? -preguntó Matias. El cabo raramente urdía comentarios sobre este tema, pero ya hacía un tiempo que le parecía que se habían superado todos los límites-. Pues yo pienso que, dicho claramente, todo es puro blablablá, puro blablablá.
– O, por lo menos, es cierto sólo para algunos -interrumpió Vicente, que levantó el índice-. A los oficiales ya les están dando las licencias, claro. Sus señorías están siempre primero.
– Sí-confirmó Baltazar-. Unos cuantos se fueron de vacaciones a Portugal, ya hace tiempo, y nunca más dieron noticias.
– Hasta hoy -comentó Vicente, que nunca dejaba escapar una observación sobre el comportamiento de los oficiales.
– Son unos burros -consideró Baltazar-. Si vosotros os fueseis de licencia, ¿volveríais?
– Sólo si fuese un tonto -admitió Vicente, meneando la cabeza-. Pero ya llevamos aquí más de seis meses, ya hemos pagado más de la cuenta, ¿no? Ni los gringos aguantan tanto tiempo en el frente, ¿no habéis visto a los ingleses de la línea izquierda, en Fleurbaix, que ya se han retirado a descansar? Y nosotros aún aquí. Que traigan a otros a esta carnicería.
– Además -meditó Matias-, esa mierda de los treinta días de licencia no es ninguna novedad, ya antes de Sidónio nos dijeron lo mismo, y la verdad es que aún no hemos visto nada.
El ambiente entre los hombres del CEP no era de los mejores y se deterioraba día tras día, el cansancio los desgastaba y el ejemplo que venía de arriba no era alentador. Los lanudos veían a los aliados rotando regularmente a los soldados; días antes, incluso, habían sustituido a la 38 aDivisión Británica, la vecina de la izquierda del CEP, por la 12 aDivisión después de haber permanecido solamente tres meses en la línea. Matias podía ser un hombre respetuoso con la jerarquía, pero no era estúpido y sacó sus conclusiones cuando comenzó a ver a los propios oficiales portugueses pasando al frente de los soldados. La verdad es que todos disfrutaban de licencias que, en la práctica, estaban vedadas a los soldados. El sentimiento de injusticia, que crecía desde hacía algún tiempo entre los soldados, comenzó a afectar profundamente el estado de ánimo en las trincheras. Donde unos minutos antes predominaba la euforia, se imponía ahora la angustia, la incertidumbre, la duda.
– Los tipos de Portugal se cagan en nosotros, ¿no te das cuenta? -exclamó Vicente, en medio de abundantes gestos, frustrado y molesto, ansiaba desesperadamente volver a casa-. Sidónio ha dado el golpe y nos ha abandonado, no nos ha mandado refuerzos, no ha mandado la tercera división que Afonso Costa les prometió a los gringos.
– Pero, al fin y al cabo, ¿con quién está en guerra Alemania, eh? -quiso saber Baltazar, levantando la voz-. ¿Está en guerra con Portugal o sólo con el CEP? ¿Eh? ¿Con quién está en guerra? ¡Es que parece que Portugal no tiene nada que ver con esta mierda, joder, parece que la guerra es sólo con nosotros!
– Los boches tienen razón -declaró Vicente, sacudiendo desanimado la cabeza-. Los políticos nos engatusaron y ahora se lavan las manos.
Vicente se refería a los folletos que, lanzados por los alemanes, informaban a los hombres del CEP sobre la nueva política de guerra de Sidónio Paes. El Folhetim de Guerra distribuido por los morteros enemigos subrayaba en sus sucesivas ediciones que Sidónio, antiguo ministro plenipotenciario de Portugal en Berlín, era un germanófilo que siempre se había opuesto a la entrada de Portugal en el conflicto mundial y que, después de derribar al Gobierno de Afonso Costa, había frenado el proyecto de constitución de una tercera división para el Cuerpo Expedicionario Portugués. Según la versión alemana, el nuevo Gobierno había decidido dejar las fuerzas en Flandes entregadas a sí mismas; lo mejor era, en realidad, que los soldados se rindiesen.
– ¿No habéis visto lo que pasó con el mayor Gomes? -intervino Baltazar-. Pidió licencia para ir a Portugal, la consiguió antes que nadie y se marchó. Después, alegó que estaba enfermo y se quedó allá.
– ¿Y el coronel Antunes? -añadió Vicente-. Me dijeron que el tipo presentó los papeles en Aveiro jurando que andaba con problemas de salud.
– ¿Problemas de salud? -preguntó Matias con una sonrisa irónica, volviendo a romper su silencio-. Debe de ser diarrea. ¿No os acordáis acaso de que el hombre se cagó todo la noche aquella en que los disparos casi alcanzaron el refugio donde él estaba escondido, en Marmousse?
Todos se rieron, encantados, recordando la escena que entonces narró el ordenanza del coronel, Alfredo, que lo había visto todo.
– Categoría -exclamó Baltazar, dándose una palmada en el muslo.
– Si el tío es de Aveiro ha de ser un cagón -intervino Vicente, siempre ácido en sus comentarios sobre los oficiales-. Y como es un cagón, a la hora de volver también debe de haberse cagado, pobre.
A varios de ellos ya les había pasado lo mismo, se cagaron en los pantalones una o dos veces durante un bombardeo, sobre todo después de las primeras muertes, al principio, cuando el sonido de la tempestad de fuego desatándose alrededor de ellos les helaba la sangre y liberaba sus intestinos, problema que, con el tiempo y la experiencia, aprendieron a controlar. Cagarse en los pantalones no era, en consecuencia, algo vergonzoso entre los soldados, sino solamente una señal de inexperiencia. En el grupo, comenzó a ser considerado un fenómeno natural, a fin de cuentas ellos eran lanudos, vivían en el barro como topos, compartían el rancho con ratas y el sueño con piojos y se pasaban los días sorteando la muerte, huyendo de los snipers, escondiéndose de los Minenwerfers. Para colmo, eran la carne que los cañones descuartizaban. Pero el coronel Antunes era diferente, él era un carbonero, como casi todos los altos oficiales estaba habituado a dar órdenes para que otros murieran y a dar sermones sobre el sacrificio que deberían hacer terceros por la patria, pero desconocía lo que era sufrir de miedo, aquel miedo a la muerte que subía por las piernas débiles y secaba la garganta, aquel horror paralizante que se desparramaba por el cuerpo y penetraba en el corazón, la tempestad de granadas estallando en el alma y despedazando la voluntad. Por eso, cuando un carbonero se cagaba, todos los lanudos se regocijaban por ello.
Matias se recostó en su rincón.
– Es la pura verdad -asintió el cabo, mirándose las uñas sucias-. Pero la mayor verdad es que el coronel Antunes se pasea ahora en Portugal a sus anchas y nosotros aún estamos aquí.
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