José Santos - La Amante Francesa
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Afonso miró a su amigo a los ojos y se quedó un instante en silencio. Cuando habló, habló con intensidad, con convicción, con la voz tranquila y segura, la mirada serena y resuelta.
– Estás equivocado, Zanahoria -dijo-. No soy como vosotros y he de daros una prueba.
Se levantó y abandonó el puesto, avanzando con paso firme hacia la ronda de la tarde. Pero la certidumbre de que daría una prueba de su diferencia se fue disipando a medida que caminaba y reflexionaba sobre lo poco que sabía de sí mismo. En lo más íntimo, no se hacía idea de cómo aplacar el miedo que frenaba sus movimientos en los instantes de puro terror. Tenía conciencia de que una cosa era hablar y otra ejecutar, sabía que, en los momentos de angustia, sus reacciones eran imprevisibles e incontrolables, la emoción se enseñorea de la mente y la animalidad se sobrepone a la humanidad. Cuántos hombres que se pasaban la vida hablando de heroísmo y preparándose para la gran prueba no flaqueaban llegado el momento, mientras que otros, tímidos y callados, parecían superar todo a la hora de las dificultades. ¿Qué era, al fin y al cabo, la temeridad sino fingimiento? ¿Qué era el valor sino el miedo a ser considerado un cobarde? ¿Qué era el heroísmo sino un acto resultante del miedo social que se sobrepone al miedo animal? ¿Y qué era la bravura sino un momento de pura locura, un gesto insano hecho para beneficio ajeno y perjuicio propio?
El mayor Botelho acercó la vela para observar mejor los ojos del soldado. Eran más de las tres de la mañana cuando el grupo de soldados apareció en el puesto de socorro avanzado para informar de su malestar. El mayor era el médico militar de guardia. Analizó superficialmente a los soldados, eran cuatro hombres y algunos gemían. Comenzó con el caso que le pareció más agudo.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó, observando los ojos inflamados del hombre.
– Baltazar, mi mayor.
– ¿Cómo ha pillado esto, Baltazar?
– No lo sé, mi mayor. Estaba en el refugio con mis compañeros y comencé a estolnudar, a estolnudar…
– A estornudar -corrigió el médico.
– Eso. Y mis compañeros igual. Después sentimos cómo nos ardía la nariz y la garganta, una sensación cada vez más fuerte, nos dimos cuenta de que teníamos gripe. Hace poco comenzaron a dolemos mucho los ojos y nos moqueaba la nariz. Me vinieron también unos dolores de tripa y vomité antes de llegar aquí, al puesto.
– ¿Cuándo comenzaron a estornudar?
– Hace unas doce horas, a primera hora de la tarde, mi mayor.
– ¿Y ustedes? -preguntó a los otros sin apartar los ojos de la inflamación de Baltazar.
– Nosotros lo mismo, mi mayor -dijo Matías-. Fue en el mismo momento. La diferencia es que nosotros no vomitamos.
– A mí, además de la tripa, me duele también la cabeza -intervino Vicente.
Abel, el Canijo, señaló unos puntos en la cara y en el cuello.
– Yo tengo unos granitos.
El médico lo examinó mientras limpiaba los ojos de Baltazar con un algodón humedecido.
– Hum -murmuró pensativamente-. ¿No habréis sufrido por casualidad un ataque con gas?
– No, mi mayor -negó Matias, reafirmando lo que decía con un meneo de cabeza-. Es gripe.
– Hum -volvió a murmurar el médico-. Abra la boca. -Baltazar la abrió y el mayor Botelho observó la garganta irritada-. ¿No percibieron olor a mostaza?
– No, mi mayor.
– ¿Ni a ajo?
Los soldados se miraron.
– Pues…
– ¿Olor a ajo?
– Sí, mi mayor.
El médico dejó de revisar a Baltazar y miró al grupo.
– ¿Y no se pusieron las máscaras?
Los soldados bajaron la cabeza.
– No, mi mayor.
El médico suspiró.
– Idiotas. Ustedes son idiotas. ¿Acaso no saben que hay que ponerse las máscaras en cuanto perciben olor a algo químico? ¿No lo saben?
– Mi mayor -dijo Baltazar con voz sumisa-. Nosotros no olimos algo químico. Olimos comida.
– ¡Qué comida ni qué diablos! Les ha caído gas encima. ¿Dónde estaban cuando olieron a ajo?
– En el refugio, mi mayor.
El mayor Botelho apartó los ojos de Baltazar y se sentó en una caja, junto a una mesa. Sacó unos impresos de un cajón, los puso sobre la mesa y comenzó a tomar notas.
– Cuando salieron del refugio, ¿vieron algunas granadas intactas?
– Sí, mi mayor.
– ¿Cómo eran?
Los hombres se miraron, sin entender la pregunta.
– Pues, eran granadas de hierro, mi…
– No es eso -se impacientó el médico-. ¿ Estaban pintadas con algún color?
– Sí, mi mayor -respondió Matías, el más observador del grupo-. Eran granadas de 7,7 centímetros, de modelo alargado, pintadas de azul y con la cabeza amarilla. Me acuerdo de que tenían dos cruces, creo que una era verde y la otra amarilla.
– Vaya, no entiendo nada. ¿Verde y amarilla, o azul y amarilla?
– Las cruces eran de color verde y amarillo, pero las granadas estaban pintadas de azul y amarillo.
– Azul y amarillo -repitió el médico, que cogió un voluminoso dosier de un estante, cuya cubierta indicaba que contenía los informes de los Chemical Advisers del XI Cuerpo británico. Abrió la carpeta y hojeó las páginas-. Azul y amarillo. -Pasó una hoja-. Azul y amarillo. -Otra hoja. Miró rápidamente cada informe, sólo atento al segundo punto de cada documento, titulado «Nature of the shells»-. Azul y amarillo…: aquí está. -Apoyó el dedo en la línea que buscaba y leyó-. Painted blue with yellow on top. -Sacó la hoja y la estudió con atención. Estuvo un minuto analizando el informe y sacando conclusiones, más para sí mismo que para los hombres-. Ya lo veo, éste es un derivado del azufre con un porcentaje elevado de clorina -murmuró, rascándose el mentón. Consultó detenidamente el último punto del documento, identificado como «Symptoms of personnel». Un buen rato más de lectura hasta que volvió a romper el silencio-. Pues sí, aquí está todo. Vómitos, ojos inflamados, irritaciones en la garganta. -Sin levantar la cabeza, arrancó una hoja del impreso y comenzó a rellenarla-. Voy a mandarlos a un hospital de sangre. -Alzó la cabeza y miró a los hombres-. ¿Nombres y números?
– ¿Es grave, mi mayor?
– Es grave, sí -confirmó el médico con expresión ceñuda-. Lo grave es que ustedes sean unos tontos de capirote y no se pongan las máscaras tal como señala el reglamento.
– Pero ¿es muy grave? -insistió Baltazar, ansioso y con los ojos que le lagrimeaban en abundancia por culpa de la inflamación.
– Lo único grave es que el CEP va a tener que sobrevivir sin ustedes durante dos días -replicó el médico, prolongando el «suspense»-. En cuanto a sus miserables personas, pasarán una mala noche, pero mañana, hacia mediodía, estarán mejor. Este es un gas traicionero porque casi no se siente su olor, pero la ventaja es que no hace demasiado daño. Les daré una baja de cuarenta y ocho horas y después regresarán a las trincheras.
– Gracias, mi mayor -dijeron todos casi a coro, aliviados y fugazmente sonrientes. No había mejor cosa que tener una baja debido a un daño pasajero.
– Rápido, rápido -se impacientó el mayor Botelho-. ¿Nombres y números?
– Matias Silva, mi mayor. Número 216.
Capítulo 11
Eran más de las doce y la mañana, como de costumbre, había sido tranquila. Las actividades de ambos lados de las trincheras fueron intensas desde la puesta del sol de la víspera, con legiones de hombres que reparaban pasaderas, arreglaban el alambre de espinos y drenaban los pasos inundados bajo la protección del manto oscuro de la noche, mientras que otros patrullaban la Tierra de Nadie o buscaban objetivos por la mirilla de las Lee- Enfield, si eran portugueses, o de las Mausers, en el caso de los alemanes. Cuando por fin asomaron los rayos del sol, alzándose el astro lenta y majestuosamente por detrás de las líneas enemigas, ya se había cumplido el primer «A sus puestos» de ese día 8 de febrero y muchos hombres fueron a acostarse. Afonso y Pinto se despertaron a eso de las once, se lavaron la cara en una palangana llena de agua lodosa e inmunda, mearon en un rincón húmedo de la trinchera, junto a su puesto de Picantin, y se sentaron en la caja de municiones para tomar el desayuno que les había llevado Joaquim. Comieron rápidamente la tortilla francesa y las tostadas con mantequilla, regadas con la tapioca con azúcar y una taza de café cargado. Cuando estaban a punto de terminar, llegó el teniente Timothy Cook.
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