José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Matias lo miró sin comprender.

– ¿Quién?

– ¡El boche del aeroplano, diablos! -exclamó el Viejo, fastidiado por la expresión ausente del amigo-. Acaba de morir, no debe oler tan mal como el otro, ¿no? -observó su Lee-Enfield, ya limpia y aceitada-. Bien, la verdad es que, si está despedazado en el suelo, debe de tener las tripas fuera. Y las tripas huelen a mierda, ¿no?

El cabo miró el parapeto con la mirada perdida en el infinito y acabó el Woodbine. Apagó el cigarrillo en el barro y arrojó la colilla lejos.

– ¿Sabes cuál fue el primer muerto que vi, Baltazar?

– ¿Hum?

– Cuando yo era un niño, tenía unos catorce años, había una tipa en el barrio, en Palmeira, que estaba casada con un marinero. -Se acarició las patillas-. Se llamaba Maria do Céu. Andaba por los treinta años. Tenía una cara ancha y muy rosada, con una verruga bajo un ojo. No era guapa, pero tenía unas tetas de este tamaño. ¡Esos sí que eran unos melones fabulosos!

– ¿Estaba buenorra?

– Buenorra no diría yo, pero tenía buena presencia. -Hizo una pausa, como si estuviese recordando algo-. Un día, la tipa vino a hablar conmigo. Yo ya era un mocetón; en ese momento trabajaba la tierra de quien me contratase. Pues ella vino y dijo que me quería contratar para trabajar todas las mañanas en su patio, que tenía que cuidar la huerta y su marido estaba navegando. De modo que fui. -Se rascó la nariz-. No había que saber mucho para ocuparse de esa huerta. Había unas patatas, unos repollos, unos tomates, un manzano, con tromentelos [8]a su alrededor, y en el rincón había una cerca con unos cerdos y unas gallinas. Pero estaba todo un poco abandonado. Fui a trabajar allí y la tipa no me dejaba solo, se quedó allí y no me quitaba ojo. Pensé que era desconfiada. «Vaya -me dije-. O sea que esta mujer me está vigilando.» Me sentí un poco mosqueado, caramba, eso empezó a fastidiarme. Al segundo día, se dedicó a hacerme preguntas. Quería saber si yo tenía novia, si era muy mujeriego, si ya había besado a alguien, cosas así. Me dio un poco de vergüenza, ésas no eran cosas para conversar con una mujer, ¿no? Después de un rato de conversar de cosas así, la tipa me dijo que quería mear. Se levantó la falda delante de mí y se puso a orinar, se le veía la raja y todo.

– Categoría.

– Mientras orinaba, me clavaba la vista. «¿Te gusta verme mear?», me preguntó. Dije que sí con la cabeza y sentí que me crecía la pija dentro de los pantalones, fue como si la verga hubiera crecido al oír aquella pregunta. Creo que entendí lo que la mujer quería. Era una calentorra de primera. Se dio cuenta de que estaba empalmado y se acercó. Se quitó el suéter y dejó las tetas al aire, esos melones maravillosos, nunca había visto nada tan bueno. Estaban un poco caídas y tenían unos pezones muy anchos, rojizos, con la punta tiesa. Me quitó los pantalones despacito y se prendió con la boca al cipote.

– ¡Vaya! ¡Categoría! Yo nunca he tenido mujeres así a mi lado, carajo.

– Así que, cada vez que iba a trabajar a la casa de Maria do Céu, era la pura jodienda. Me enseñó todo lo que había que aprender y era tremenda para los polvos, no había día que no pidiese verga. Aun cuando andaba con la regla quería caña, chorreaba sangre por todos lados, parecía un cerdo en día de matanza, pero la tipa no se rendía, disfrutaba de todo el plato. Sólo había algo que era extraño: me insistía en que fuese allí sólo por la mañana. Por la tarde, no. Sólo por la mañana. De manera que me dediqué un año a la vagancia a expensas del hambre de Maria do Céu. -Matías escupió al suelo, intentando expulsar los últimos restos del sabor ácido del vómito-. Un día, el marido volvió y yo dejé de ir. El hombre vino para quedarse unos días. Al cabo de una semana, hubo un gran alboroto, las vecinas gritaban: «Policía, policía». El tipo había matado a su mujer.

– ¡Ah! -exclamó Baltazar, casi conmovido-. No me digas que él se enteró de que la tía estaba follando contigo.

– Conmigo, no. Pero, por lo visto, se dio cuenta de que había hombres que iban a la casa. El marinero fue detenido y yo fui allí por última vez. Encontré una multitud a la puerta, todas las mujeres conversaban como gallinas atontadas. El cuerpo de Maria do Céu estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. El tipo le dio no sé cuántas cuchilladas, se veían golpes en el pecho y en la barriga, un horror.

– ¿Y después?

– Y después, nada. Fue la primera persona que vi muerta, sólo eso. -Oyeron un silbido creciente, encogieron la cabeza y sintieron la explosión de la granada doscientos metros atrás. Se volvieron para ver el penacho de humo y polvo elevándose al cielo y, después de una vacilación, Matías miró a su amigo de nuevo-. Me impresionó un poco verla muerta, parecía una muñeca, costaba incluso imaginar que aquel cuerpo inmóvil, que ahora no reaccionaba ante mi presencia, había sido antes una hoguera voraz, nunca se quedaba quieto. Pero lo que me pareció más extraño es que no sentí nada dentro de mí. Me dio pena, claro, hasta recé por ella, era una buena mujer. Una calentorra tremenda, pero buena mujer. Pero la tipa la diñó y no me sentí deprimido, ni siquiera angustiado. -Sacó de los pantalones el paquete de Woodbine-. ¿Quieres un cigarrillo?

– Dame uno.

Matías le extendió un cigarrillo a su amigo, sacó otro y se lo llevó a la boca.

– Un año después, conversando con un chico vecino mío, Lourengo, llegué a descubrir algo sorprendente.

– ¿Qué?

– En cierta ocasión hablamos, no sé por qué, pero hablamos de Maria do Céu. El tipo adoptó la actitud de quien hace una confidencia y así, poco a poco, me contó que fue ella quien lo llevó por primera vez a la cama. -Rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y echó la primera nube de humo-. Era siempre por la tarde.

Afonso y Joaquim siguieron al estafeta, el capitán algo nervioso por la convocatoria que acababa de recibir. Recorrieron de nuevo la Picantin Road y fueron hacia la Rué du Bacquerot, se orientaron hacia el sur y, justo al lado de Red House, giraron a la derecha hacia Harlech Road. Antes de llegar a la Rué de Paradis, volvieron a la izquierda y entraron en Laventie, dirigiéndose al edificio donde se encontraba instalado el cuartel general de la brigada durante el periodo en que la fuerza del Miño permaneciese en aquel sector de Fauquissart, en el extremo norte de las líneas portuguesas. El estafeta se alejó y Afonso se dirigió al militar graduado del edificio. Explicó que iba a hablar con el teniente coronel Mardel. El militar le pidió la identificación, le dijo que esperara y al volver, instantes después, le señaló la puerta entreabierta. Afonso observó y vio a Mardel.

– ¿Me permite, señor teniente coronel?

– Mi estimado capitán -exclamó Mardel efusivamente. Se levantó de la silla donde trabajaba y yendo a su encuentro hasta la puerta-. Benditos los ojos que lo ven.

Afonso se cuadró y después se dieron las manos.

– He venido en cuanto supe que me había llamado.

– Gracias, gracias -respondió Mardel, que indicó otra silla-. Siéntese, siéntese. Póngase cómodo.

El capitán se sentó en la silla, disimulando los nervios e intentando acomodarse lo mejor posible. Mardel volvió al lugar del que se había levantado.

– ¿Quiere café? -preguntó el teniente coronel, que se recostó en su silla.

– Sí, por favor.

Mardel se volvió hacia la puerta del refugio.

– Duarte -llamó.

La cabeza del militar asomó a la entrada.

– ¿Sí, mi teniente coronel?

– Trae dos cafés. Calentitos, ¿eh?

– Inmediatamente, mi teniente coronel.

El militar se retiró y Mardel se volvió hacia Afonso.

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