– El gringo supo confundirlo -comentó el teniente Pinto, que dio media vuelta para proseguir la ronda.
– Lo confundió a él y también a nosotros -corrigió Afonso, con los ojos fijos en el suelo en busca de partes menos fangosas donde apoyar los pies-. Pensamos que se las piraría… y al final…
La actividad se reanudó en las trincheras. Una ametralladora alemana abrió fuego a la izquierda, su matraqueo era claramente audible, y la artillería portuguesa respondió con dos disparos de un mortero pesado, por el sonido todos identificaron un calibre de quince centímetros, probablemente un mortero Hadfields. Los tres oficiales y el ordenanza se encogieron un poco más en la línea B, pero, aparte de esa postura reflexiva, prosiguieron como si nada ocurriese.
– El boche no se esperaba que le iba a caer una bomba encima -consideró Pinto-. Tuvo una muerte terrible…, estrellarse así en el suelo.
– La alternativa era peor, believe me -explicó Tim-. Los pilotos mueren normalmente por tres razones. -Levantó tres dedos de la mano izquierda a medida que enumeraba las razones-. O son ametrallados por el enemigo, o revientan en el suelo, o mueren carbonizados vivos dentro de los aeroplanos. La muerte por fuego es la peor. -Hizo una mueca-. Ghastly! -Golpeó la pistolera con la palma de la mano derecha-. Muchos pilotos llevan siempre una pistola a la cintura y, si el aeroplano se incendia y ven que no pueden escapar, se pegan un tiro en la cabeza.
– ¿En serio?
– No shit.
Sin dejar de comentar las incidencias del emocionante duelo aéreo, aún más dramático que aquellos que solían presenciar todos los días desde las líneas, llegaron a Rotten Row y giraron hacia el interior, cruzando la Rué Tilleloy y prosiguiendo por la Regent Street hasta la Rué du Bacquerot, desde donde dieron la vuelta hacia la derecha hasta Picantin Road. Luego regresaron al puesto, una vez traspuestas las redes de alambre de espinos. Picantin Post era un pequeño reducto de perfil elevado, con dos posiciones descubiertas para ametralladoras y un polvorín, además de tres refugios pequeños. Tenía capacidad para una guarnición de cien hombres y lo defendían exteriormente tres refugios para ametralladoras pesadas Vickers, construidos en ladrillo y hierro y a prueba de estallidos, con aspilleras que daban a la carretera y a Picadilly Trench. Su importancia era enorme, puesto que defendía el acceso más corto y directo de las primeras líneas hasta Laventie, razón por la cual era normal que se viesen allí bastantes hombres. Aun así, Afonso vio a un estafeta que se encontraba sentado a la entrada del refugio de Picantin. Cuando los vio acercarse, el soldado se alzó de un salto e hizo el saludo militar.
– ¿Capitán Afonso Brandão? -¿Sí?
– Con su permiso, mi capitán, el teniente coronel Mardel desea hablar con usted.
Eugenio Mardel era uno de los oficiales más importantes de la Brigada del Miño, el hombre que asumía el comando de la brigada siempre que se ausentaba el comandante. Si Mardel lo había llamado, razonó Afonso, era porque había novedades, y de las grandes.
– ¿Dónde está el teniente coronel?
– En Laventie, mi capitán.
Afonso entró en el refugio, cogió la máquina de escribir y la puso sobre la caja que le servía de mesa, se sentó en el banco, colocó dos hojas con papel de calco en el medio para hacer una copia y redactó apresuradamente el informe de su compañía sobre las últimas veinticuatro horas en el sector de Fauquissart. Sabía que Mardel querría ver el documento y no deseaba disgustarlo. La redacción del texto obedecía a un formato previamente establecido y el capitán sólo necesitó media hora para acabarlo. Cuando terminó de mecanografiar el texto, releyó todo, hizo dos pequeñas correcciones con la pluma, firmó, dobló el documento, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y salió.
– Vamos -dijo al abandonar el refugio-. Pinto, sustitúyeme en el puesto. Hasta luego, Tim.
– Cheerio, old bean.
No era el dolor en los músculos lo que molestaba a Matias, sino el cansancio y, sobre todo, la indisposición general que lo dejaban postrado. El cabo se quedó apoyado en el parapeto y aspiró con fuerza el Woodbine que tenía en sus manos, se trataba del más barato de los cigarrillos ingleses, aunque era francamente útil para dejarlo satisfecho. Sintió el humo invadirle los pulmones, intentó relajar la espalda y echó el humo despacio, liberando un agrio soplo gris.
– ¿Cómo crees que ha quedado el cuerpo de ese tipo? -preguntó Baltazar, sentado junto a él mientras limpiaba la Lee-Enfield.
– ¿Quién? ¿El tipo del aeroplano? -Sí.
– Debe de estar destrozado, ¿no?
Matias sintió la acidez del vómito aún presente en la garganta y volvió a dar una calada del Woodbine en un intento de quitarse aquel sabor agrio de la boca. La noche no había sido fácil. Tres días antes, habían abatido a un hombre del 8 en la Tierra de Nadie, junto a Bertha Trench, durante una patrulla nocturna, y sus compañeros huyeron desordenadamente, dejándolo atrás. En las noches siguientes se organizaron patrullas para localizarlo, pero no llegaron a detectarlo al fin hasta la madrugada anterior. Matias integró esta última patrulla y fue el olor nauseabundo de un cadáver en proceso de putrefacción, un hedor que le recordaba la pestilencia que soltaban las patatas podridas, lo que lo atrajo al lugar donde se encontraba el cuerpo del hombre perdido. Lo encontró dentro de un hoyo, semihundido en aguas fétidas, a la izquierda del sector portugués, ya en el área patrullada habitualmente por los ingleses estacionados en Fleurbaix. «Después de que lo hirieran, debe de haberse desorientado y arrastrado hasta aquí -razonó Matias, que reconstruyó mentalmente el recorrido del soldado moribundo-. No es de sorprender que las patrullas no lo hayan encontrado, está muy lejos del sitio donde se produjo la escaramuza.» El cabo se inclinó sobre el cadáver para levantarlo, pero suspendió el ademán al oír un ruido y sentir actividad sobre sus pies. Le llevó un momento darse cuenta de que eran ratas arrancando pedazos de carne del muerto. El olor era fuerte, inmundo, repugnante. Ahuyentó a los roedores con la culata del fusil, se colocó la Lee-Enfield en bandolera y, venciendo el asco, cogió el cuerpo, lo sintió tieso y endurecido, caminó unas decenas de metros en la oscuridad, siempre intentando contener la respiración, no pudo, el peso del cadáver lo hizo jadear, la pestilencia invadió sus fosas nasales, sintió que se le revolvía el estómago, dejó caer al muerto, se inclinó hacia delante y vomitó. El ruido atrajo la atención del resto de la patrulla. Con susurros apenas contenidos, los demás soldados fueron a ayudarlo a transportar el cuerpo por el camino de barro hasta las líneas portuguesas. Dijeron la contraseña al centinela y entraron en la línea del frente portugués, aliviados. Depositaron el cadáver en el suelo y se sentaron en el parapeto, derrengados y jadeantes, a recobrar el aliento. Minutos después, uno de los hombres se levantó y fue en busca de los camilleros, dejando a los otros descansando. En un determinado momento, ya recuperados, los ganó la curiosidad de conocer el rostro del muerto que habían rescatado en la Tierra de Nadie. Encendieron una linterna y Matias observó de reojo la figura extendida en la base de la trinchera. El cadáver estaba hinchado, su piel de un color amarillo grisáceo, un brazo vuelto hacia arriba, tieso, congelado en aquella posición, con los ojos vidriosos y revirados hacia arriba, tenía partes de los labios y de las mejillas arrancadas, supuestamente por las ratas, que dejaban a la vista los dientes, el propio comienzo de la calavera. El cabo vomitó por segunda vez.
– No estará peor que el tipo que fuiste a buscar -comentó Baltazar.
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