José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– No se salva, le petit pauvre -murmuró-. No creo que pase de hoy.

Después de darle de beber al paciente moribundo, Agnès salió de la enfermería con el oficial siempre atrás.

– ¿Mueren muchos? -quiso saber Afonso.

– Algunos, no demasiados -dijo Agnès-. Un tercio de los muertos por enfermedad es víctima de la tuberculosis, éste es el mal que más mata. Un poco más atrás vienen la meningitis y la neumonía. Pero tenemos muchos casos de astenia y anemia que vuelven a los soldados incapaces de regresar a las líneas.

– ¿Ésas son las enfermedades más comunes?

– Sí -dijo la francesa, que hizo una pausa; luego vaciló y añadió en voz baja, apresuradamente-: Están también las enfermedades venéreas, pero esos pacientes van a otro hospital.

– Según vuestros cálculos, ¿los soldados mueren más por enfermedad o por los combates?

– Por los combates. Por lo que he podido ver, de cada cuatro muertos, tres provienen de heridas en combate y sólo uno de alguna enfermedad.

– ¿Y los heridos?

– También tenemos heridos, claro. Están en otra enfermería o, si no, se los manda a los hospitales ingleses, como el 39th Stationary Hospital o el General Hospital 7, y después van al depósito de convalecientes.

Un enfermero pasó junto a ellos, empujando una cama con ruedas con un hombre sin el brazo izquierdo, el muñón escayolado a la altura del hombro, con manchas de sangre seca en la tela blanca.

– ¿Cuál es el tipo de heridos más común? -preguntó Afonso, sin apartar los ojos del muchacho mutilado.

Agnès hizo una pausa para pensar.

– Los gases representan más o menos el cuarenta por ciento de los heridos, aparecen muchos, muchos. Hay pocos muertos por el gas, pero los soldados acaban con lesiones incurables en los pulmones y hasta en otros órganos. Todo porque no se ponen las máscaras, o se las ponen mal, o se las quitan demasiado pronto. -Hizo una nueva pausa-. Hay también un diez por ciento de heridos en accidentes. Pero no hay duda de que la mitad de los heridos que vienen a parar aquí han sido alcanzados por proyectiles en combate. La mayoría trae heridas horribles, por las esquirlas, he visto a alguno que se quedó sin mentón, apareció vivo sin la mitad de la cara…

Afonso comenzó a sentirse indispuesto, todo aquello no era una mera abstracción, sino un futuro posible para él, una realidad que podría alcanzarlo en breve, irreversible, final. Angustiado, decidió de repente marcharse del hospital, no quería ver ni saber nada más, sintió que el pánico crecía en su alma, una claustrofobia que lo sofocaba, estar en aquel sitio de sufrimiento era un mal augurio, qué pésima idea el haber entrado, tenía que marcharse, salir, huir. Balbució una disculpa atropellada y se despidió deprisa con un beso huidizo, casi corrió hasta la puerta, y fuera realmente corrió, corrió con miedo, con ansiedad, corrió como si su vida dependiese de correr. Sólo se detuvo, jadeante, cuando llegó al Hudson que le habían prestado en el cuartel general de la 2 aDivisión, en La Gorgue, y allí se quedó esperando, sentado al volante, con gotas de sudor frío que le brotaban en la frente, los ojos fijos en los portones del hospital Mixto de Medicina y Cirugía, aguardando el final del turno de la mujer a quien amaba.

Afonso consiguió en La Gorgue una dispensa para poder elaborar el plan del raid sin preocuparse por los deberes del día a día. No le reveló nada a Agnès sobre las órdenes que había recibido, justificando su repentina libertad de movimientos aludiendo a una licencia especial que le habían otorgado para ocuparse de unos papeles, en el marco de las funciones burocráticas que desempeñaba. No veía razones para aumentarle la ansiedad y destruir la felicidad que ella sentía de tenerlo más tiempo consigo.

El capitán pasó varios días estudiando mapas y analizando fotografías aéreas, identificando todas las líneas de comunicación en el sector enemigo, incluidos bifurcaciones y cruces, además de la posición conocida de minas, puestos de francotiradores, escondrijos de ametralladoras, posiciones de morteros y artillería. Este fue, por otra parte, un ejercicio especialmente difícil, dado que, desde el aire, la lectura del terreno se reveló complicada, sólo se veían hoyos, manchas y líneas dentadas. La confusión era tal que decidió pedirle ayuda a Tim Cook.

– Usted sabe que -explicó el teniente inglés-, cuando se los ve desde arriba, los objetos tienen un aspecto diferente del que presentan cuando los vemos desde el suelo.

– Pero ¿cómo puedo entender eso? -se desesperó Afonso, exhibiendo una ininteligible fotografía aérea de la Tierra de Nadie y de las posiciones alemanas frente a Fauquissart.

Tim cogió la fotografía y la examinó atentamente.

– Nosotros tenemos especialistas que se pasan la vida visitando las líneas que les hemos conquistado a los jerries y comparando la perspectiva del suelo con la perspectiva aérea -murmuró el inglés, sin dejar de observar la fotografía-. Aprenden así a entender cuál es el aspecto que una cosa presenta cuando se la ve desde arriba. -Señaló una línea dentada-. ¿Ve esto? Son trincheras.

Afonso suspiró de impaciencia.

– Gracias, Tim -dijo con ironía-. Hasta ahí había llegado. El problema es todo lo demás.

El teniente señaló un cráter.

– Ahí hay una posición de ametralladora… y ésa es de artillería -afirmó.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprendió Afonso, que escrutaba intensamente la fotografía-. Sólo veo ahí un cráter, no vislumbro ninguna ametralladora ni ningún cañón.

– No te olvides de que me dediqué mucho tiempo a la fotografía aérea cuando volaba en el Royal Flying Corps. -Señaló un punto en la imagen-. ¿Ves esa línea más clara que sale del cráter? -Sí.

– Es la prueba de que no se trata de un cráter cualquiera. Esa línea es un camino y significa que el cráter está en uso. Y no me estoy refiriendo a que se use para plantar patatas, no. Me estoy refiriendo a ametralladoras y artillería.

– Hum -dijo Afonso como toda respuesta.

– Y esto otro, ¿lo ves? -preguntó Tim, señalando otras manchas-. Son refugios y letrinas. Y allí hay alambre de espinos.

Con las fotografías debidamente interpretadas y la respectiva información trasladada al mapa, Afonso fue a visitar las líneas para observar el área donde pretendía lanzar la operación. Tomó nota del sitio donde se encontraban los desagües, los puntos de difícil paso, las hileras de árboles, las posiciones de alambre de espinos y la localización de cráteres para refugio en caso de necesidad. Provisto de un telémetro, midió distancias a través de un ingenioso sistema de triangulación ocular, con los ojos fijos en la lente, y fue registrando las coordenadas. Inspeccionó puestos de artillería y abrigos de ametralladora, estudiando sus posiciones de tiro, y consultó los informes sobre las anteriores operaciones lanzadas contra las posiciones enemigas, esforzándose por extraer lecciones de los éxitos y los fracasos.

La vida con Agnès adoptó entre tanto aspectos de verdadera convivencia de matrimonio. La francesa ya no se hospedaba en el hotel de Merville. Había alquilado un anexo de un caserón en los alrededores de Béthune, la importante población justo al sur del sector del CEP. Se encontraba instalado allí el cuartel general del I Cuerpo del I Ejército Británico, que guarnecía las líneas a la derecha de las fuerzas portuguesas, al sur de Ferme du Bois. Aprovechando su licencia especial, Afonso comenzó a pernoctar en Béthune, haciendo casi vida conyugal con la francesa. Llevaba al anexo delicias portuguesas que compraba en la Cantina Depósito y que trasladaban a Flandes los sabores de su tierra. Obsequió a Agnès con el Ermida tinto maduro, el Bucellas blanco y el Amarante verde, todos a menos de dos francos, además de un oporto de 1870 que compró por ocho francos. También le dio a probar la ginja, [10] que adquirió a cinco francos, y hasta las galletas Maria, cuya lata de un kilo le costó la astronómica suma de dieciocho francos. Bebieron agua Vidago-Sabrozo y el capitán le llevó bacalao, que compró a cuatro francos con cincuenta el kilo, y le enseñó a guisarlo según una receta que le había garrapateado Matos, el cocinero del batallón.

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