José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Faltan cinco minutos -dijo Afonso-. Vamos a beber un trago.

Los hombres desenroscaron las cantimploras, satisfechos por ocupar la mente, por distraerse del estruendo de las explosiones y de la irritante espera. Algunos bebieron el ron en sorbos sucesivos, afanosos, dejando que algunas gotas se escapasen por la comisura de los labios y se deslizaran hasta el mentón; otros saborearon el alcohol con forzada lentitud, muy compenetrados, como si aquél fuese el último trago de sus vidas, el postrero placer antes del estertor final. A cada sorbo hacían una pausa para expeler el calor que les subía desde el vientre hacia arriba; ante el miedo aún insaciable, bebían un sorbo ardiente más.

– ¡Aaaah! -exclamó Baltazar, el Viejo -. ¡Estupendo licor!

Se sintieron poco a poco más calmados, tranquilos y relajados, el alcohol les subió rápidamente a la cabeza y dominó su miedo, los dejó serenos, invadidos por un sentimiento de irrealidad, como si estuviesen en un sueño, el tiempo se dilató, los latidos del corazón se hicieron más pausados y algunos llegaron a esbozar una sonrisa.

– Este piscolabis es fenomenal -comentó Afonso, que le guiñó el ojo a Matias.

– ¡Vamos a por ellos, mi capitán, vamos a por ellos! -repuso el enorme cabo, frotándose las manos de impaciencia, lo que más lo abrumaba era esperar-. Tenemos que hacerles pagar lo que hicieron anteayer.

Matias, el Grande, se refería a un raid que efectuaron los alemanes dos días antes sobre Neuve Chapelle y Ferme du Bois, rechazado por la Infantería 15, de Tomar, y la Infantería 22, de Portalegre. A pesar de que la operación había culminado en un fracaso para el enemigo, no les pasó inadvertido a los oficiales portugueses el hecho de que se trataba del segundo raid alemán en el lapso de sólo una semana, y del primero que implicó un asalto simultáneo a dos sectores portugueses.

– ¿Estás tonto o qué? -intervino Vicente, mirando a Matías-. Esto acabará mal. Muy mal, seguro.

– Manitas, basta ya, no seas agorero.

Afonso volvió a consultar el reloj. Faltaban dos minutos. Un sargento de la Infantería 21 se acercó a los hombres del 8.

– Mi capitán, conviene que tomemos posición.

El oficial asintió con la cabeza, hizo una seña al sargento Rosa y el pequeño grupo del 8 escaló el parapeto. Tanteando el terreno, los hombres se instalaron junto a la alambrada. El sargento del 21 se unió a ellos e indicó un punto invisible en la oscuridad.

– No se olviden, vayan por allí -dijo-. El alambre ya está todo cortado y la vía abierta.

– ¿Por allí? -preguntó Afonso, con temor a equivocarse.

– Sí, por allí. Buena suerte.

El sargento volvió a la trinchera, contento por no formar parte de la fuerza de ataque. Afonso se quedó firme en el suelo fangoso, con los ojos fijos en el reloj de aviador que Tim le había regalado para Navidad. Sonrió al acordarse de que aquellos mismos relojes de pulsera fueron durante años considerados meras piezas de joyería, adornos semejantes a pulseras sólo apropiados para mujeres. Si sus hermanos lo viesen allí, con aquella figura, pensó, lo llamarían maricón. Pero la verdad es que la guerra había demostrado que ésta era la forma más práctica de llevar un reloj, y allí estaba él, con un tosco Patek Philippe suizo, aún más feo por la rejilla de metal que protegía la esfera del impacto de las esquirlas. Suspiró y señaló el tiempo.

– Un minuto.

La aguja de los segundos inició la última vuelta, avanzando inexorablemente, algunos hombres rezaban bajito, con los ojos cerrados, los cañones rugían, la aguja de los segundos comenzó a subir, tictac tras tictac, punto a punto hacia arriba. Vicente cerró los ojos, Abel suspiró hondo, Matias estiró los brazos, Balta- zar hizo la señal de la cruz, Rosa se mantuvo rígido. La aguja subió aún más y alcanzó la cúspide, el fatídico 12.

– ¡Vamos! -ordenó Afonso.

El grupo del 8 se incorporó desde el barro y empezó a correr, primero con prudencia, buscando el camino abierto entre el alambre; después, más rápido, más rápido, todos a la carrera por la Tierra de Nadie, a oscuras, con las piernas flojas del pavor. El grupo intentaba llegar lo más lejos posible antes de que los alemanes notasen su presencia, más rápido, fuerza, fuerza. Los soldados seguían por el itinerario previamente estudiado, el terreno se inclinaba hacia arriba, resonaban los clics metálicos de las Lee-Enfield empuñadas, de los cinturones, de las municiones, de las Mills, de las botas, junto con el resuello jadeante de los hombres afanosos. Algunos tropezaban en la oscuridad, las piernas siempre flojas, Afonso cayó en un charco invisible y se levantó enseguida, desmadejado, se preguntó mil veces qué estaba haciendo allí, qué disparate era aquél. Había desaparecido el sopor del alcohol, aniquilado por la adrenalina fulminante, pero el sentido de irrealidad persistía, la sensación de sueño aún los invadía a todos cuando sonó el primer disparo de fusil, se oyeron gritos del lado alemán, era el alerta, sonaron más tiros, cuatro, cinco, diez, veinte tiros, un cohete se elevó en Rally Trench y estalló en el aire, era un «Very Light» que iluminaba la Tierra de Nadie. La luz fantasmagórica del cohete llenó las trincheras como un pequeño sol, rescatando de la penumbra minúsculas figuras en movimiento, se veía ahora a los soldados portugueses corriendo en dirección a las líneas enemigas, tropezando en hoyos, cayendo en cráteres, tropezando con obstáculos, más de cien hombres de la primera compañía del 21 y un puñado del 8 venían de Ferme du Bois y avanzaban al descubierto por la Tierra de Nadie en dirección al enemigo, a Rally Trench, a Sapper Trench, a Mitzi Trench, las líneas alemanas los aguardaban. Se lanzaron más «Very Lights» al aire, los alemanes iluminaron el campo de batalla con soles sucesivos, la noche se hizo día, los tiros aislados de las Mauser crecieron y se mezclaron con el estruendo de la artillería, las Maxim se unieron a la orgía y comenzaron a retumbar por todas partes, volaban granadas y sonaron las primeras explosiones en la Tierra de Nadie. Y los portugueses siempre corriendo, corriendo, corriendo.

La primera línea alemana se les plantó enfrente de manera inesperada, por detrás de una última valla de grueso alambre de espinos.

– ¡Alicates! -gritó Afonso en cuanto llegó junto a la alambrada con sus hombres.

Un soldado del 21 se acercó rápidamente y, con las manos protegidas por unos guantes muy gruesos, comenzó a cortar el alambre con urgencia, clic aquí, clic allá, clic, clic. Los alambres se retorcían, los espinos se balanceaban con maldad, intentando rasgar la piel de quien los mutilaba, pero el hombre los evitaba con pericia e iba abriendo camino, despacio, despacio, todos impacientes. El hombre del alicate parecía no acabar nunca, clic, clic, todos tumbados en el suelo, cada uno vigilando al enemigo, un ojo en los alemanes, el otro en el hombre del alicate, clic, clic, el alicate no paraba de cortar el alambre, el cielo se iluminaba con cohetes y en el suelo danzaban las sombras, zzziiimm,zzziiimm, las balas cortaban el aire con zumbidos sucesivos, con silbidos metálicos, con sonidos de muerte, traicioneros e irritantes, clic, clic, zzziimm, zzziiimm, clic, clic, zzziimm, zzziiimm.

– Ya está -anunció por fin el soldado, bañado en sudor en aquella madrugada helada.

Los portugueses se levantaron, penetraron temerosamente por el camino abierto por el alicate, algunos se rasgaron la piel con las puntas cortadas del alambre pero igual avanzaron, saltaron aprisa al hoyo de la primera línea enemiga, con los fusiles apuntados, los ojos atentos, buscando bultos amenazadores, la trinchera parecía desierta pero el aire siempre acababa cortado por zumbidos, silbidos, chistidos.

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