José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Vámonos -dijo pesadamente, emprendiendo el regreso a la trinchera de comunicación.

El grupo avanzó por las líneas que había abandonado el enemigo y llegó a Mitzi Trench. Inspeccionaron más refugios desiertos, que revelaban condiciones de habitabilidad infinitamente superiores a las existentes en la zona aliada. Afonso llamó a los zapadores mineros de la tercera compañía, también implicados en la operación, y arrasaron los refugios. Poco después, un «Very Light» verde iluminó el cielo a la derecha. Era la señal de retirada que daba el comandante de la operación, el capitán Ribeiro de Carvalho. Los hombres regresaron a la primera línea alemana y Afonso volvió al teléfono del señalero.

– Aquí pelotón del centro -anunció-. Antonio. Repito. Antonio.

Se trataba del código que informaba de que iban a retirarse. Devolvió el teléfono al señalero y dio la orden de retirada. El grupo entró por la brecha abierta en el alambre de espinos, atravesó la Tierra de Nadie y regresó a Copse Trench, el punto de Ferme du Bois de donde habían salido dos horas antes.

Capítulo 14

Afonso abandonó las líneas en un estado de total agotamiento y, como todos los hombres que participaron en el raid, obtuvo un permiso especial de dos días. Después de presentarle un informe al mayor Montalvão, el comandante de la Infantería 8, solicitó un caballo y se fue hasta Béthune, al anexo que se había convertido en su hogar. Dejó la montura amarrada a un roble, junto a un abrevadero, y caminó ansiosamente hacia el local alquilado por Agnès. Se detuvo frente a la puerta de madera tosca, buscó la llave en el bolsillo, la puso en la cerradura y entró.

– ¿Agnès?

Nadie respondió. Miró a su alrededor y comprobó que todo se encontraba ordenado, el anexo relativamente templado. Su amante se había ido probablemente a trabajar, pero había dejado el anexo impecable antes de salir. Afonso cerró la puerta, se quitó la chaqueta, fue hasta el lavabo, se miró al espejo, se vio cansado, para colmo sin afeitarse y con unas ojeras que le ensombrecían los ojos. Cogió la jarra, se echó agua fría en las manos, se lavó la cara, se quitó la ropa inmunda, las botas enlodadas y los calcetines sucios, sumergió los pies en la tina, el agua estaba tan fría que hasta le dolieron los oídos, se pasó agua por el cuerpo, esforzándose por quitarse el barro seco que le cubría la piel, se frotó con jabón, volvió a pasarse agua, después sumergió la cabeza en el agua fangosa, salió más barro, se pasó también una toalla húmeda por el cuerpo, temblando de frío se secó deprisa, se puso calcetines limpios, un pijama lavado, se tumbó en la cama y se envolvió con las mantas.

Una superficie húmeda, cálida y suave pegada a sus mejillas y un agradable y familiar aroma perfumado lo hicieron abrir los ojos. Vio unos labios enormes frente a él y tardó dos segundos en volver en sí. Era Agnès quien lo besaba.

– Ça va, mon mignon?

La voz era suave, casi una caricia, y Afonso se sintió bien.

– Hola, mon petit choux -dijo con voz de sueño.

Se dio cuenta entonces de que estaban en la penumbra, todo se encontraba oscuro, había caído la noche, se había pasado todo el día durmiendo. La francesa le pasó la mano cariñosamente por la cara.

– ¿Y? ¿Cómo ha ido la guerra hoy?

Afonso vaciló. Quiso contarle todo, hablarle del raid, de los mil peligros, del miedo, de los muertos y de la historia del alemán moribundo, incluso abrió la boca, pero se interrumpió a tiempo, pensó que era inconveniente relatarle la operación, se asustaría y viviría sobresaltada, más de lo que ya vivía, era preferible que siguiese creyendo que su capitán estaba ahora únicamente encargado de tareas burocráticas en las trincheras.

– Todo normal -repuso, fingiéndose despreocupado-. Muchos papeles, muchos papeles.

– ¿No has hecho des bêtises?

– Non.

– ¿No has andado detrás de demoiselles?

– ¿En las trincheras?

Ella se rio.

– Oh la la! ¡Son las peores! -exclamó, haciéndole un guiño con sus adorables ojos verdes.

– ¡Ah, sí, lo que más hay allá son justamente demoiselles! -comentó Afonso con una sonrisa amarga-. Tontita.

Dijo «tontita» en portugués y ella abrió mucho los ojos.

– Quoi?

– Tontita.

– C'est quoi, ça?

– ¿Tontita? Pues… qué sé yo, es algo así como…, pues…, parvalhone.

– Parvalhone?

Afonso se rio. Cuando no sabía cuál era la palabra francesa exacta, afrancesaba una palabra portuguesa, pero no siempre le salía bien.

– No interesa -dijo desistiendo de encontrar la palabra exacta-. ¿Cómo va el pequeñito?

Agnès miró su vientre. La prominencia del embarazo era aún minúscula.

– Oh, se ha portado bien, es un amor.

– Tenemos que elegirle un nombre. ¿Ya lo has pensado?

Oui -dijo ella, poniéndose seria-. ¿Por qué no Alphonse, como su papá?

– ¿Afonso? No, vamos a pensar en otro…

– También tenemos la posibilidad del nombre de mi padre. ¿Cómo se dice Paul en portugués?

– Paulo.

– Hum, parece italiano. -Adoptó una actitud meditativa, apreciando la sonoridad del nombre-. Paolo. Me gusta.

– Paulo -corrigió Afonso-. Me parece bien. -Le dio un beso-. Pero, oye, ¿y si es una niña?

– Si es una niña, tenemos dos posibilidades. O Michelle, como mi madre, o, si no, el nombre de tu madre. ¿Cómo se llama ella?

– Mariana.

– Mariana, pues. Uno de esos dos.

– ¿Por qué no Inés?

– ¿Inés? ¿Qué nombre es ése?

– Es Agnès en portugués.

Agnès hizo una mueca con la boca, pensativa.

– Es una idea. Vamos a madurarla, al fin y al cabo, tenemos tiempo. El doctor Almeida me ha dicho que el parto no será hasta octubre.

Afonso hizo esa noche el amor sin tranquilidad, las imágenes del raid, del alemán despanzurrado, de la carrera alocada, de los proyectiles que silbaban, todo en su mente todo el tiempo. Miraba a Agnès y veía la guerra, los muertos, las explosiones, los disparos, los «Very Lights», los gritos, la crueldad, el miedo. Tuvo dificultad en concentrarse. Después de saciar sus cuerpos, se aferró a ella como si fuese a perderla al cabo de unos instantes. Emocionado, le cogió la mano y la miró a los ojos.

– ¿Quieres casarte conmigo?

Agnès se estremeció y lo abrazó con fuerza.

– Oui, oui -susurró-. Pensé que nunca me lo preguntarías.

El la besó en los labios y sintió sus mejillas húmedas.

– Nos casamos, tenemos el hijo y vienes conmigo a Portugal. Vas a ver aquel sol…

Ella se sonó.

– Oui.

– Voy a pedir un permiso para casarnos. ¿Qué te parece a finales de abril?

– Me parece difícil.

– ¿Por qué?

– Alphonse, no te olvides de que aún estoy casada. Ya he presentado los papeles para el divorcio, pero creo que no sea una mujer libre hasta el verano.

Afonso suspiró, resignado.

– Entonces será en el verano. El problema es que la Iglesia no acepta divorcios…

– No seas bête. ¿No ves que yo no me he casado por la Iglesia?

– ¿Cómo? ¿Que no te has casado por la Iglesia?

– Con Serge me casé por la Iglesia, pero él murió. Con Jacques, que es ateo, me casé en el Registro de Armentières. Por tanto, para la Iglesia ni siquiera estoy casada, soy viuda.

– Pero eso resuelve todo -exclamó Afonso con entusiasmo-. Siendo así, nos casamos por la Iglesia, comm'il faut. Hablamos con el capellán del Ejército y celebramos la ceremonia en la parroquia de Aire o de Merville.

– No, ahí no, es demasiado vulgar. Siempre he soñado con una boda grandiosa. ¿Por qué no en la catedral de Amiens?

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