José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– En eso ya había reparado. Me pregunto qué es lo que están pretendiendo hacer. Además, el propio Mardel está preocupado, por eso hemos hecho el raid de ayer.

– Pues hoy las cosas se han puesto de nuevo calientes, el comando ha recibido la información de que los tíos atacarían en todo momento y lanzó la orden de que nuestra artillería bombardease Piètre, Lugny le Petit y algunos sectores de la retaguardia a la altura de Illies. De modo que, en este momento, hay una actividad desenfrenada.

Se quedaron los dos oyendo el rumor distante de la artillería, los cañones portugueses y alemanes a fuego y contrafuego. Madame Cazin se acercó mientras tanto a la mesa con el menú. Mascarenhas lo consultó y pidió unas andouilles con manzana. La dueña del estaminet se alejó y el mayor le guiñó el ojo a Afonso.

– No sé qué cuernos es eso de las andouilles, pero por el nombre parece un ave. ¿Serán tal vez golondrinas?

Afonso sonrió.

– Picadillo envuelto en tripa -dijo.

– ¿Tripa?

– Rellena de picadillo. Y manzanas. Los normandos le ponen manzanas a todo.

– ¿Normandos?

– Sí, hombre, normandos. ¿No sabías que la dueña de este estaminet es normanda?

– ¿Qué? ¿Ella? ¿Una vikinga?

– No, hombre, Normandía es una región de Francia que está aquí cerca, junto a la costa. Vino de allí, nada más que eso.

– Ah -exclamó, hizo una pausa y se quedó pensando en el plato que había encargado-. No me disgustan las tripas ni el picadillo. En Vila Real comemos eso y mucho más.

Se quedaron los dos callados, mirando por la ventana que estaba junto a la mesa. Afonso bebió el último trago de poiré.

– ¿Sabes lo que más sorprendió cuando fuimos ayer a recorrer la Mitzi?

– ¿Qué?

– Las trincheras de los boches.

– ¿Qué tienen?

– Son de un lujo tremendo. Todo muy bien cuidado, el suelo seco, sofás, literas, iluminación eléctrica, gramófonos, relojes de péndulo, alfombras, qué sé yo. Hasta he visto un refugio decorado con papel pintado, fíjate.

– Estás bromeando.

– En serio. Aquello es increíble, parece que están en casa, está todo muy limpio, muy bien organizado. Además, son de una seguridad a toda prueba. Los refugios de la línea B están cavados en profundidad, defendidos por paredes de hormigón y conectados unos a otros por una red de túneles subterráneos. Resulta difícil de creer.

– Pero ¿es realmente así?

– Tal como te lo digo. Tim ya me había hablado de eso alguna vez, pero yo no lo creí, pensé que eran patrañas. Pero ahora que lo he visto…

– ¿Cómo consiguen tenerlo todo tan arreglado?

– Han invertido mucho en las instalaciones de defensa. Por lo que parece, mientras que nosotros consideramos las trincheras como un lugar de paso, un refugio efímero mientras no los obligamos a retroceder, ellos las consideran como un puesto de permanencia a largo plazo, un sitio del que nunca saldrán. Nuestros mandos piensan que tenemos que dejar de lado las comodidades para afirmar nuestra voluntad de expulsarlos, dicen ellos que es para que mantengamos el espíritu ofensivo. Los mandos de los alemanes, en cambio, piensan que su ejército tiene que sentirse cómodo para afirmar su voluntad de no retroceder. De modo que, mientras que nosotros estamos en una pocilga, ellos se regalan con suntuosas mansiones excavadas en la tierra.

Mascarenhas abrió las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto resignado.

– C'est la vie!

Capítulo 15

La mano derecha se curvó como una garra, las uñas cargadas con la suciedad negra del barro oscuro de la tierra, aquel barro viscoso y pegajoso que lo invadía todo y todo lo impregnaba, insidioso y tan omnipresente que todos se habían resignado a él. Vicente metió su mano por debajo de la camisa y se rascó el hombro izquierdo.

– ¡Joder con las pulgas! -exclamó, volviendo el cuello hacia el lado donde sintió la comezón. Se levantó un poco la camisa, por el cuello, y observó la roncha roja producto de la picadura del parásito. Acto seguido, con la misma mano se rascó el cuero cabelludo, irritado por los piojos. Vicente recorrió el refugio con la mirada y suspiró de fastidio-. Sólo a nosotros nos meten en este gallinero -rezongó-. Quien ha visto a los boches viviendo como hidalgos, en sus palacetes subterráneos, y quien nos ha visto aquí, en este agujero hecho de barro y mierda, debe de pensar que somos tontos. -Se calló un instante, reflexionando-. ¿Y quieren saber algo? Realmente lo somos. Somos tontos, somos unos soberanos tontos por someternos a estas condiciones, y todos calladitos, mientras los cabrones de los oficiales se hacen con las mejores instalaciones, los buenos ranchos, las grandes cogorzas y las buenas mujeres, y se están cagando en nosotros. Se están cagando.

– Puedes estar seguro -coincidió Baltazar, tumbado en su catre, con los brazos abiertos y las manos cruzadas bajo la nuca, a manera de cojines, sosteniendo la cabeza-. Esto no es vida, no es vida. Estamos aquí arrastrándonos, manducamos unas raciones mal preparadas y, para colmo, tenemos que aguantar estos bombardeos del carajo que no hay forma de parar.

Fuera, la artillería de los dos lados estaba ese día muy activa, más de lo normal. Es verdad que la actividad había crecido en las dos últimas semanas, pero parecía ahora prolongarse más que de costumbre. Los cañones vomitaban granadas con un ritmo regular, y se sucedían explosiones en ambos lados de las trincheras, no muy intensas, pero permanentes, una detonación aquí, después otra allí, y aún otra más. No era una barrera de ataque, sino un martilleo de desgaste.

– Dices bien, no paran -se quejó Abel, con los nervios destrozados-. Esto para mí es lo peor. Hace dos días que no duermo. No sé qué bicho ha mordido a los alemanes, pero la verdad es que, desde que hace unas semanas les ha dado por incordiarnos a toda hora y de atacarnos con las botellas de litro, los vasos de medio litro, las calabazas y no sé qué más, yo no pego ojo.

– Para mí, lo peor son los «barriles de almud» -comentó Vicente, refiriéndose a los proyectiles de grueso calibre-. ¡Cuando estallan, hasta me tiemblan los huevos, carajo!

Todos esbozaron una sonrisa fatigada. Los cañonazos proseguían, incansables.

– Los bombardeos son tremendos, es verdad -insistió Baltazar-. Pero lo que puede conmigo es la comida. -Se sentó en el catre y miró a sus compañeros, en un esfuerzo por desviar la atención del violento bombardeo desencadenado en el exterior-. ¿Qué me diríais si os cuento que fui a comprar un quesito a la Cantina Depósito, un quesito que era una categoría, una categoría de queso flamenco, lo traje aquí, a las trincheras, y desapareció todo?

– ¿Cómo que desapareció? -quiso saber Matias, hasta entonces entretenido en limpiar la Lewis.

– Desapareció. Lo colgué ahí, apagamos la luz, fui a echar una cabezadita y, cuando volví, ya no estaba.

– ¿Eres tonto o te lo haces? ¿Así que dejas el queso ahí y después te sorprendes de que haya desaparecido?

– Sí, claro que me sorprendo. Nunca me imaginé que mis camaradas me birlasen la comida, caramba.

– ¿Nosotros? ¿Birlarte el papeo? -Matias dejó el paño de la limpieza en una piedra y se llevó el índice a la sien-. ¡Hombre, ten juicio! ¿No ves que esto está lleno de ratones?

– ¿Y qué tienen que ver los ratones con mi queso?

Matias se quedó atónito.

– ¿Que qué tiene que ver? Oye, si son ratones…

– ¡Qué ratones ni qué leches! ¿Te estás quedando conmigo o qué? -Baltazar se levantó bruscamente, con grandes gestos, irritado-. ¡Yo colgué el queso! Lo colgué, ¿entiendes? Aquí. -Señaló el lugar-. ¿Ves este gancho en el techo? -Tocó el gancho-. Até el queso y lo colgué aquí, en el gancho. ¿Cómo pretendes que los ratones hayan venido a buscar el queso, eh? ¿Cómo pretendes? Salvo que hayan sido ratones voladores…

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