– En la catedral de…
– La catedral de Amiens es la mayor de Francia, es magnífica.
– Muy bien, será en la catedral de Amiens -asintió-. La pena es que mi familia no pueda asistir.
Se quedaron un rato abrazados, en silencio. De repente, Afonso cogió la vela que estaba en la mesilla de noche, se levantó, fue a sentarse a la mesa, desnudo, se cubrió con una manta y acercó la pluma, el tintero y papel de carta.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, apoyada sobre el codo, en la cama, sorprendida al verlo escribiendo a aquella hora.
– Voy a escribir una carta -se limitó a decir.
Agnès se quedó observándolo: su hombre, inclinado sobre la hoja de papel, dejaba asomar la lengua entre los labios mientras trazaba las letras, releyendo bajito lo que había escrito en aquel idioma desconocido, y de vez en cuando mojaba la punta de la pluma en el tintero y volvía a escribir. Finalmente dobló la hoja, la metió en el sobre, pasó la lengua húmeda por la cola, cerró el sobre y se lo entregó. La francesa analizó el sobre, sorprendida.
– ¿Me has escrito a mí? -preguntó sin comprender.
– No, le he escrito a mi madre.
– Pero ¿qué quieres que yo haga con esta carta? ¿Quieres que la lleve al correo?
– No, no, ésa sería una mala señal -le dijo-. Sólo debes mandar esa carta si me ocurre algo, ¿has entendido?
La francesa lo miró con alarma y ansiedad.
– ¿Si te ocurre algo?
– No te preocupes, es una mera medida de precaución. Estamos en guerra, yo ando por las trincheras, en principio no ocurre nada porque me ocupo de los papeles, no de combatir, pero nunca se sabe, ¿no? De modo que, si me ocurre algo, lo que no creo que llegue a pasar, pero, si pasa, tienes ahí el contacto de mi madre con todas mis explicaciones.
– ¿Qué explicaciones?
– Las cosas normales en tales circunstancias. Quién eres tú, que te amo, que quiero casarme contigo, que tienes a mi hijo en tu vientre, que debe darte todo el apoyo que necesites, que todos mis bienes, pocos, quedan para ti… Todo.
Agnès volvió a mirar la carta, perpleja.
– ¿Y a qué se debe que te hayas acordado ahora de eso, a esta hora?
El la abrazó.
– Qué sé yo, me acordé, listo. -Le dio un beso-. Pero no te preocupes, ma mignonne, ya te he dicho que no moriré ni aunque me maten, vas a ver. Ni aunque me maten. Tu Afonso es firme como un roble, para dar cobijo y durar mucho tiempo.
Después de que Agnès se durmió, el capitán se mantuvo unas cuantas horas despierto, reviendo los acontecimientos de la madrugada, segundo a segundo, imagen por imagen, emoción tras emoción. Se sentía exhausto, pero, cuando se fue a acostar, tardó en dormirse, era la conciencia la que lo oprimía, la imagen del alemán con las vísceras fuera, la voz una súplica de moribundo retumbando en su memoria.
Tuvo varias pesadillas durante la noche, llegó a despertarse sudando y Agnès le susurró, intentando calmarlo: «Tout va bien, mon petit, tout va bien», pero la última vez que despertó la luz del sol entraba ya por la ventana. Palpó la cama, buscando a la francesa a su lado, pero su mano sólo encontró la sábana, se dio cuenta de que ella ya no estaba, se había ido a trabajar. Se quedó una media hora más en la cama, un poco para un lado, un poco para el otro, disfrutando del calorcito, del sueño, de una modorra deliciosa, hasta que sintió hambre, bostezó y se levantó. Era mediodía. Se puso un uniforme lavado, un abrigo encima y salió a la calle.
Fuera lloviznaba, pero la gorra protegía la cabeza del oficial. Dio de comer y de beber al caballo, que seguía atado al árbol, y continuó a pie por el pueblo. El tronar de la artillería se revelaba ese día particularmente intenso, y Afonso agradeció a los cielos el no encontrarse de guardia en las trincheras. Vagó por las calles de Béthune y fue a un estaminet muy frecuentado por los oficiales del CEP, cuya dueña, madame Cazin, era una normanda rechoncha y bien humorada, buena compañera de los portugueses. Afonso se sentó en una mesa junto a la ventana y la señora Cazin le llevó una marmita Dieppoise, un suculento plato de su Dieppe natal, servido en un cazo donde se mezclaban pescado, mariscos y nata, con una tarte normande de postre, todo regado con poiré, una bebida tradicional normanda hecha con peras. Estaba ya saboreando la manzana de la tarta cuando vio un rostro familiar que entraba en el estaminet.
– Psst, Mascarenhas -llamó-. ¡Eh, Mascarenhas! ¡Mascarenhas!
Su amigo tramontano de la Escuela del Ejército, el hincha incondicional del Sporting que era segundo comandante de la Infantería 13, se acercó a saludarlo.
– ¡Benditos los ojos, Afonso! ¿Tú por aquí?
– Aquí estamos. Siéntate, hombre.
El mayor Mascarenhas se acomodó en la silla de enfrente, la claridad de la luz del día entraba por la ventana y le iluminaba el lado derecho del rostro.
– ¿Qué andas haciendo por aquí? -preguntó el recién llegado-. ¿Has desertado o qué? Que yo sepa, el 8 está en las líneas y aquello está hoy casi ardiendo.
– Pues mira, yo estoy con licencia, gracias a Dios.
– ¿Ah, sí? ¿A quién has tenido que sobornar, granuja?
– No me digas nada, hombre. Participé en la madrugada de ayer en un raid a Mitzi.
– ¿Qué? ¿El raid del 21? ¿Tú has estado allí?
– Sí, pues.
– Pero ¿qué estabas haciendo en el raid del 21? ¿Has cambiado de batallón o qué?
– Es muy complicado, Mascarenhas, muy complicado. Cosas de política dentro del CEP. Era una operación de la 1 aDivisión, pero el personal de la 2 atambién quiso poner su parte y quien sirvió de carne de cañón ha sido este menda.
– Vaya, caramba. -Mascarenhas se rio-. No me digas. Cuenta cómo fue aquello.
– Más o menos.
– ¿Más o menos? Se habla de un gran éxito, de todos los objetivos alcanzados y de una sarta de cruces de guerra y promociones en camino…
Afonso se encogió de hombros, cansado.
– Sí, desde este punto de vista no ha estado mal. Entre todos los pelotones que participaron en el raid, matamos a un montón de boches, hicimos un prisionero, destruimos un decauville y unos cuantos refugios, no estuvo mal.
– ¿Vosotros sufristeis muchas bajas?
– En mi pelotón, ninguna. Pero, en los demás pelotones, hubo más de diez hombres heridos, entre ellos un alférez y un teniente. Creo que encontraron un refugio que era un verdadero avispero de boches, pero los mataron a todos. O, mejor dicho, a casi todos, incluso apresaron a uno, que yo sepa.
– He oído decir que nuestros dos oficiales que acabaron heridos no se encuentran bien -comentó Mascarenhas en voz baja; por un momento, se hizo un silencio embarazoso, pero el tramontano retomó la conversación deprisa con un tono más animado-. ¿Y tú? ¿Has visto a muchos boches?
– Ni por asomo. Los tipos se escabulleron, llegamos a pillar a unos cuantos en fuga y a otros escondidos en los refugios, pero nada especial.
– Espero que el raid haya puesto a los tipos a raya. Se están envalentonando cada vez más, con los ataques que nos lanzaron los días 2 y 7. ¿Te has fijado en que han intensificado las operaciones?
– Sí, está llegando la primavera, el barro comienza a secarse y la cosa se va a calentar.
– Pero no son sólo los raids -insistió el mayor-. He estado leyendo los informes y he observado que los tipos han intensificado también las patrullas, este mes ya intentaron entrar varias veces furtivamente en nuestra primera línea. Eso raramente ocurría antes.
– ¿Ah, sí? No lo sabía…
– ¿Y has notado que la artillería boche ha estado más activa de lo normal?
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