– ¡Oye, Baltazar, a ver si te aclaras un poco!
– ¿Aclararme? ¿Yo?
– ¡Sí, aclararte esa cabeza! ¿No sabes acaso que los ratones se cuelgan de los ganchos para llegar a la comida?
– ¿Se cuelgan de los ganchos? ¿Los ratones? ¿De los ganchos? ¡Ve a que te zurzan!
– Te estoy diciendo que se cuelgan de todo, Baltazar. De todo. Hasta de los ganchos.
– ¿Los has visto alguna vez?
– Casualmente, sí.
Baltazar lo miró con incredulidad.
– Me estás tomando el pelo.
– Te estoy diciendo que los he visto. Una vez, cuando vosotros estabais trabajando en el drenaje de las trincheras y yo volví solo de una guardia de centinela, dejé una baguette colgada en una bolsa a la altura del techo. Me fui a acostar y, cuando estaba a punto de dormirme, sentí a las ratas corriendo encima de mí. Pasado un rato, quise ir a mear. Encendí la vela y vi a todos los ratones colgados del pan, parecían un racimo, con las colas negras suspendidas en el aire. Al ver la luz, soltaron la baguette, cayeron al suelo y se escabulleron todas, pero lo cierto es que estaban colgadas allí. Fui a investigar, para seguirles la pista, y vi sus ojitos brillando en los huecos y entendí todo. Han montado un sistema de túneles en las paredes de las trincheras y se mantienen al acecho. Cuando la luz se apaga, salen y se lanzan como locas sobre la comida. Como locas. Sienten el olor y saltan de todos lados. Por tanto, con toda seguridad fueron ellas las que también se cargaron tu queso.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó Baltazar, sorprendido-. ¡Es de no creer! Es verdad que andan siempre por aquí husmeando, y por la noche, cuando la luz está apagada, aparecen más. Pero nunca imaginé que pudiesen pillar comida colgada en el aire, carajo. ¡Es impresionante!
– ¡Los ratones son una mierda! -gruñó Vicente, rascándose aún las ronchas de las picaduras de las pulgas-. Tampoco sé ya dónde puedo esconder la comida. Y me quedo aquí pendiente cuando los siento andar por encima de mí durante la noche. Los más pequeños saltan, si estamos muy dormidos ni nos damos cuenta, como si tal cosa. Pero están los otros, esos gordos y bien alimentados, ¿sabéis? Esos son realmente pesados, caramba, es difícil ignorarlos. Para colmo a veces escondo el pan debajo de la almohada, para que no se acerquen, pero los cabrones no me dejan en paz, se ponen a olerme el pelo.
– Sí, parecen nutrias -asintió Abel con expresión de saber de qué se está hablando-. ¿Os habéis fijado en que, después de los combates, los bichos están más gordos? ¿Os habéis fijado en eso, eh?
Todos se callaron y se quedaron momentáneamente cavilando en la perturbadora observación del Canijo, acompañados por el sonido de las explosiones. Matias se acordó del cadáver que había rescatado semanas antes de la Tierra de Nadie, medio comido por las ratas, y se estremeció. En aquel momento no comentó el asunto con nadie y prefería no hacerlo ahora.
– Pero ¿por qué no se emprende un exterminio de los ratones? -preguntó Vicente, también escalofriado con la idea de que los ratones se alimentasen de carne humana-. Se acabaría por fin con esta plaga…
– El comando no lo permite -respondió Baltazar-. Parece que los jefes piensan que los ratones son útiles.
– ¿Útiles? ¿Los ratones? ¿Útiles para qué?
– Los tipos piensan que los ratones no dejan pudrir la carne de los muertos, son útiles para la higiene de la Avenida Afonso Costa -dijo el Viejo, proyectando la mano derecha vagamente en dirección a la Tierra de Nadie.
– ¡Joder con esos tipos! -vociferó Vicente-. ¡Sólo en la mente de esos guarros de los oficiales puede brotar una idea tan repugnante! ¡Cabrones de mierda! ¡Cerdos endemoniados! ¿Y qué dirían ellos si les tirásemos unas ratas famélicas en su cabeza, eh? ¿No sería útil también para la higiene de las trincheras? Tal vez sería ideal: ¡nos libraríamos de una vez por todas de esa cáfila de parásitos y maricones y nos iríamos todos a casa! -Era en los momentos de irritación cuando Vicente se atropellaba más al hablar y más sílabas se tragaba-. ¡La madre que los parió!
La artillería se acalló en ese momento y los soldados respiraron de alivio. Matías apoyó la Lewis en un rincón, se sacudió las manos y se levantó, decidido.
– Compañeros -dijo entonces-. Vamos a ocuparnos de la salud de los ratones.
– ¿Cómo es eso de ocuparnos de su salud? -se sorprendió Baltazar.
El cabo ignoró la pregunta.
– Abel y Vicente, id afuera a buscar cuatro palas.
Los dos soldados se levantaron, sin entender nada, se colgaron las máscaras antigás al cuello, no fuese justo a pasar algo, y salieron del refugio para cumplir la orden. Matías se acuclilló junto a las provisiones, sacó una lata de corned-beef y la abrió. Los soldados regresaron, mientras tanto, con las cuatro palas y se quedaron aguardando instrucciones. El cabo cogió dos palas, mantuvo una en la mano y le entregó la otra a Baltazar. Enseguida, desparramó un poco de corned-beef por el suelo húmedo del refugio y miró a sus hombres.
– Vamos a apagar la luz. Cuando los bichos aparezcan y vengan aquí a manducar la carne, en cuanto les dé la orden empezamos a darles con las palas. ¿Entendido?
Todos murmuraron que sí y fueron a apagar las velas. En cuanto el refugio se sumió en la oscuridad, se oyó el habitual sonido de las patitas que recorrían el suelo mojado y confluían en el lugar donde se encontraba la comida. Se oyó también a pequeños cuerpos que se rozaban unos contra otros, atareados y golosos, sin duda se amontonaban, ansiosos, hambrientos, disputando con ferocidad el mísero pedazo de carne.
– ¡Ahora! -exclamó Matías.
Los cuatro hombres descargaron las palas sobre la masa invisible de ratones, acertaron en el sitio donde estaba la carne y oyeron chillidos de animales que se escapaban del suelo. Siempre a oscuras, volvieron a alzar las palas y volvieron a golpear, esta vez usando el perfil de la concha de la pala como si fuese una hoja filosa gigante, y golpearon aún una y otra vez, a veces las palas se juntaban unas con otras, pero golpeaban igual. Oyeron a los ratones dispersarse por el refugio, presos del pánico, y la violencia acabó tan deprisa como había comenzado. Sintiendo la calma restablecida, Baltazar volvió a encender las velas. La luz reveló pequeños cuerpos negros y castaños extendidos en el suelo, ensangrentados, mutilados, contaron siete, dos muertos, tres moribundos, dos heridos. Los que aún se movían quedaron pronto aniquilados por las palas vengadoras. Terminada la matanza de los sobrevivientes, los soldados llenaron las palas con cuerpos deshechos de ratones y ratas y los llevaron hasta las trincheras. Fuera llovía. Tiraron los cuerpos en fosos de barro que se encontraban más allá del parapeto y repararon en que en esos charcos había otros ratones, vivos, nadando, con las naricitas asomadas a la superficie, todas centradas en los cadáveres recién llegados.
– ¡Que se coman los unos a los otros! -dijo Baltazar con una mueca de asco-. Buen provecho.
Sonaron en ese instante las sirenas Strombos. El soldado se puso la máscara en el rostro y aceleró el paso en dirección al refugio. Estaban lanzando gas.
Afonso y Pinto fueron al Laventie East Post, la mañana del 18 de marzo, para coordinar el apoyo a las primeras líneas. El regreso de la primavera había sido turbulento, y las posiciones portuguesas tuvieron que enfrentarse a sucesivos vendavales de bombardeos alemanes. El enemigo emprendió nuevos raids el 12 y ese día 18, lo que reflejó un aumento de actividad que provocó una merma entre los depauperados efectivos portugueses. Cuando terminó el último raid y los alemanes se retiraron, los dos oficiales siguieron por la Harlech Road en dirección a Red House, en la Rué du Bacquerot. A mitad de camino, cerca de Harlech Castle, se cruzaron con el teniente Cook, que venía en sentido contrario.
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