– Hay montones de Carlos en el CEP, m'dame. ¿Sabe al menos a qué batallón pertenece ese Carlos?
Germaine no lo sabía. Agnès le agradeció al teniente y volvió al lado de la muchacha, explicándole que, sin ninguna identificación más precisa, sería imposible localizar al joven, Carlos era tan común entre los portugueses como Charles entre los franceses. Germaine se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Agnès intentó animarla y para convencerla de que harían algo por ella, tomó nota del incidente, dirigiéndosela al mayor Ezequiel. Diez minutos después, acompañó a Germaine hasta la puerta y la vio marcharse abatida, desesperada, entregada a su destino.
– Eso es muy común -comentó negligentemente el teniente Trindade, apoyado en la puerta y acabando un cigarrillo-. Ya la semana pasada vino aquí una vieja cheposa, abuela de otra chica, a insultarnos a todos. -Soltó una bocanada de humo-. ¡Huy, qué vieja bruja!
Agnès lo escuchó en silencio, simuló una sonrisa leve y se retiró. Volvió a su escritorio, pero ya no fue capaz de proseguir con su trabajo. Se sentía cansada, deprimida y deseó ardientemente el encuentro con Afonso que, pronto, si así Dios lo quería, vendría de las trincheras.
La Brigada del Miño abandonó las primeras líneas la noche del 28 de diciembre, sustituida por la 2 aBrigada de la 1 aDivisión. La Infantería 8 recibió orden de marcha y partió de Ferme du Bois II, al abrigo de la oscuridad, hasta Upton Road, giró a la derecha en la Queen's Mary Road, pasó por Senechal Farm, en Lacouture, cruzó el canal La Lawe hasta Vieille Chapelle, llegó a la línea férrea en Zelobes y se estacionó en Paradis South, en plena línea de las aldeas. Después de acompañar a los hombres hasta sus posiciones de descanso, Afonso fue a la brigada a recoger el permiso que le había prometido Trindade. Con el documento en la mano, siguió, muy fatigado, hasta el Hôtel Métropole, en Merville.
Agnès llevaba dos horas sentada en el sofá de la recepción esperándolo, ansiosa y nerviosa, con el corazón en un puño. El miedo le atormentaba el alma. ¿Toda habría ido bien? ¿Estaría él sano y salvo? ¿Y si ocurrió algo esta última semana y nadie dijo nada? Se mordió la piel de las uñas y sintió que le dolía el estómago, la ansiedad que la consumía contrastaba con su aspecto sofisticado. La francesa se había arreglado con primor, para recibirlo con sus mejores galas: estaba exuberante, con un vestido malva de mousseline de soie y perfumada, como siempre, con los deliciosos aromas de L'heure bleue. Cuando lo vio, por fin, entrar en el foyer del hotel, con manchas de barro y con la mirada vidriosa y fatigada, grandes ojeras oscuras que ensombrecían aún más su rostro sucio, se le echó en los brazos, feliz y aliviada: había vuelto vivo y eso era todo lo que le interesaba. El abrazo fue intenso, pero el olor nauseabundo que exhalaba el capitán la llevó a abreviar su efusividad.
– Tengo mucha hambre -le confesó el capitán al oído; se sentía débil.
– Sí-sonrió Agnès, haciendo una mueca por el mal olor que despedía-. Pero primero un baño.
Afonso se resistió, quería comer. La francesa ordenó una cena a los camareros y aprovechó para pedirles que primero calentasen agua. Una vez que le entregaron una gran jarra de agua en la habitación, ella misma desvistió al portugués y lo condujo hasta la bañera, donde hizo que se sentase en el largo recipiente de hierro fundido apoyado en patas con forma de garra, le echó el agua caliente en el cuerpo y lo frotó con jabón de miel, sin olvidar la zona genital, lo que lo despertó del sopor de la fatiga, le provocó una erección que le hizo lanzarle una mirada maliciosa.
– Ahora no -dijo Agnès con una sonrisa que era, en realidad, una promesa; quien dice «ahora no» deja sobrentendido «después sí»; el blando «pas maintenant» de la francesa contenía el germen de un ardiente «oui».
Fue esa misma noche cuando, por primera vez, Agnès tuvo la verdadera noción de que los hombres, al regresar de las primeras líneas, vienen hechos unos auténticos animales. Cuando salió del baño, Afonso se aferró a ella, aún mojado, pero el sonido de alguien que llamaba a la puerta lo obligó a frenar su impulso, lo que no fue fácil. Agnès fue hasta la puerta y una camarera le entregó una bandeja con la cena y se llevó el uniforme inmundo, los calcetines y los calzoncillos del capitán para lavarlos, además de las botas, que también requerían una buena limpieza. El menú incluía un cassoulet de cordero que Afonso, sentado en la cama, devoró ávidamente con la ayuda de un pain de campagne ; rellenó el pan con las salchichas, las alubias y la carne del cassoulet y regó abundantemente la comida con un vin ordinaire, un tinto seco de buen sabor. Agnès estaba impresionada por la voracidad con la que el portugués atacaba el plato, parecía llevar varios días sin comer. Mientras disfrutaba del cassoulet, Afonso no conversaba y sólo emitía gruñidos de satisfacción. Eructó al final, ahíto, puso la bandeja en el suelo y, temblando por anticipado, arrancó deprisa el vestido de mousseline de Agnès y la penetró sin demora, con abandono, con urgencia, ella debajo aún poco lubricada, él gritó enseguida, pronto su cuerpo se calmó, vino el silencio, ella se quedó quieta durante unos segundos, sintió que la respiración del hombre se hacía profunda, oyó un ronquido, se sorprendió, ¿sería lo que estaba pensando? Le movió la cabeza y comprobó, decepcionada y ya sin sorpresa, que él dormía como un tronco.
Afonso pasó quince horas sumergido en un sueño profundo. Agnès se pasó toda la mañana sola, viéndolo roncar pesadamente. A veces él se agitaba, perturbado. Hablaba solo y llegó a dar un grito. En momentos así, la francesa lo abrazaba y lo besaba, le susurraba «tout va bien, tout va bien», mientras le pasaba los dedos por el pelo castaño y apaciguaba su sueño agitado. Agnès encargó el almuerzo y comió junto a la ventana, decidida a no perturbar el descanso del soldado, no había dudas de que había llegado exhausto, le petit pauvre.
El capitán no despertó hasta media tarde, con los ojos hinchados de sueño y con legañas negras, el polvo de las trincheras que los párpados expulsaban. Fue a lavarse la cara y se puso a comer lo que quedaba del almuerzo, un canard d'orange servido con arroz, sin importarle que el plato ya estuviese frío, ya se había acostumbrado a eso desde hacía mucho tiempo. Con expresión descansada, se mostró mucho más hablador que en la víspera, haciendo preguntas sobre lo que había pasado durante la semana.
– ¿Y la Nochebuena?
– Me sentí sola, te eché de menos -se lamentó Agnès-. ¿Y tú?
– No quiero hablar de eso -dijo Afonso con un gesto nervioso-. Bombardeamos a los boches y ellos respondieron con granadas y tiros de mortero el día 25. Murieron tres hombres y hubo unos diez heridos.
– Lo lamento -balbució la francesa, acariciándole el pelo.
– C'est la guerre -comentó el capitán, con un resignado encogimiento de hombros mientras comía un trozo más del suculento canard.
– ¿Sabes que has tenido un sueño muy agitado?
– ¿Yo?
– Sí, tú. ¿Te acuerdas de lo que soñaste?
– No -dijo él, masticando el pato-. No me acuerdo.
– ¿Fue con la guerra?
– No me acuerdo.
– ¿Sueles soñar con la guerra?
Afonso suspiró.
– Sí, a menudo. Tengo muchas pesadillas.
– ¿Qué tipo de pesadillas?
– Qué sé yo, sueño con la muerte de soldados que conozco, sueño que me quedo mutilado, sin piernas ni brazos, sueño que me mandan avanzar por la Tierra de Nadie y que no puedo correr, las piernas me pesan como plomo; sueño que voy a matar a un boche y descubro que él es mi padre. Ese tipo de sueños.
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