José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– El Viejo prometió hace dos meses concedernos permiso para irnos a Portugal, pero a mí «aún no me ha tocado nada, a pesar de tener derecho» -se quejó Vicente-. Marranos.

– ¿Cómo quieres que vayamos si no nos dejan ir en tren? -preguntó Baltazar.

– Es de risa -exclamó Vicente-. Nos dan permiso pero no nos dejan coger el tren. ¿Qué quiere el Viejo que hagamos aquí con los jodidos permisos? ¿Vamos a disfrutar de ellos con los boches?

El Viejo al que se referían no era Baltazar, sino el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP que, dos meses antes, en septiembre de 1917, había establecido un sistema de quince días de permiso para quien llevase cinco meses en campaña. El general aprovechó para autorizar a los primeros soldados a irse de licencia a Portugal. En octubre, el ministro de Guerra aumentó el tiempo de licencia a veinte días y permitió que los soldados hiciesen el viaje en tren a través de España, a falta de barcos que efectuasen la conexión, pero suspendió ese privilegio poco después. No habiendo otro medio de transporte, la prohibición de usar los trenes se tradujo, en la práctica, en la de disfrutar los permisos en Portugal. El general Tamagnini comprobó también que, de todos los soldados autorizados en septiembre a ir a Portugal a pasar dos semanas de vacaciones, ni uno solo había regresado al CEP. En noviembre se otorgó un mes más de permiso, pero, como no había barcos de transporte y el comandante del CEP sospechaba que cualquier soldado de licencia en Portugal era un soldado perdido, todo quedó en agua de borrajas. Estaban dadas las condiciones para el desorden. En las trincheras comenzó en ese momento a crecer un clima de enorme descontento entre la tropa, una sublevación aún sorda de quien se veía con la oportunidad burocrática de disfrutar de la licencia, pero que no tenía la posibilidad real de ejercer ese derecho.

Se oyó una sucesión más de detonaciones cerca del refugio. Las granadas pasaban tan cerca que hasta se distinguían los zumbidos, algunos cortos, otros alargados. Todos se callaron y, por momentos, volvió el silencio dentro del lugar.

Pero no por mucho tiempo.

– Los cabrones no paran -apuntó Vicente, aprovechando la primera pausa de aquella sucesión de estallidos-. Comenzaron hace media hora… y los cabrones no paran.

Abel sudaba a chorros en el puesto de centinela de la línea del frente, cerca de Punn House, en Nueve Chapelle, a pesar de la temperatura glacial que duraba varias semanas. El soldado había comenzado la guardia a las cinco de la tarde, justo al iniciarse el bombardeo, y no veía la hora de terminar el turno y recogerse en el refugio, el aire exterior no le parecía saludable.

Las ratas corrían desesperadas por las trincheras, huyendo de los sucesivos puntos donde se producían detonaciones. Los alemanes barrían con bombas las posiciones portuguesas y Abel, el Canijo, tenía prohibido por el reglamento buscar refugio. Abel era un agricultor delgado de Gondizalves; sus manos callosas de trabajar la tierra pasaron de la ruda azada a la suave Lee-Enfield. Sabía que un centinela no podía abandonar su puesto y no tenía cómo refugiarse. A falta de algo mejor, se arrimó a la base de la trinchera, junto a la pared anterior, y se quedó tumbado en el barro, para evitar así las esquirlas de metal y de piedra que, con la lluvia de barro provocada por cada explosión, volaban por todas partes, y allí se quedó casi toda la hora del turno.

Por definición, las trincheras son lugares desagradables. Pero allí, en el sector de Lys, la incomodidad llegaba al extremo debido a las características del terreno. Las posiciones ocupadas por los portugueses estaban formadas de tierras bajas y arcillosas; bastaba excavar cincuenta centímetros para encontrar agua. En la época del deshielo o de las lluvias, los tubos de drenajes que cruzaban las líneas rebosaban, y producían inundaciones generales. Eso significaba, en la práctica, que, al contrario de la mayor parte de las trincheras, las líneas portuguesas no podían ser excavadas en profundidad, so pena de transformarse en verdaderas piscinas. Por ello, la parte excavada nunca excedía los sesenta centímetros. Las paredes de los parapetos estaban formadas por sacos de arena o de tierra amontonados por encima del nivel del suelo, una solución menos segura, pero la única que se revelaba práctica en aquellas circunstancias. Aun así, el barro llegaba hasta las rodillas en casi todas las trincheras portuguesas durante el periodo de las lluvias o del deshielo, y no era un barro cualquiera. Se pegaba al cuerpo como cola y no era la primera ni la segunda vez que los soldados perdían allí las botas. Abel se quedó una vez con los pies prendidos a aquel barro oscuro, intentó hacer fuerza con las piernas y también éstas se quedaron pegadas. Permaneció allí durante media hora, en una posición ridícula, los pies y las manos clavados al suelo, y sólo pudo salir cuando un compañero excavó el barro con pala.

Cerca de las seis de la tarde, a punto de cumplirse el final del turno del centinela, apareció el sargento Rosa, con la misión de inspeccionar la línea del frente, y se agachó junto a Abel.

– No se puede andar por aquí en medio de las marmitas, hace daño a la salud -^ironizó el sargento entre dos bocanadas de aire para retomar el aliento-. Oye, Canijo, ¿has vigilado desde el parapeto?

– Sí, mi sargento -mintió Abel.

– ¿No has visto ningún movimiento en la Avenida Afonso Costa?

Era el nombre que le daban a la Tierra de Nadie.

– No hay nada.

Una de las obligaciones de los centinelas era controlar el parapeto de la Tierra de Nadie, con el propósito de comprobar si el enemigo estaba avanzando. Como el bombardeo se prolongaba y mostraba una intensidad anormalmente elevada, la vigilancia tenía que ser mayor, dado que estos fuegos de artillería servían por norma para suavizar el terreno y preparar una embestida de la infantería. Pero Abel, el Canijo, se sentía demasiado aterrorizado y no se atrevía a alzar el cuerpo para observar el territorio hostil.

– Dentro de un rato, cuando venga el Beato a reemplazarte, no quiero que te marches -ordenó el sargento-. Tal como se están poniendo las cosas, me parece mejor que haya dos centinelas.

Era una mala noticia, pero Abel intentó disimular su decepción. Quería desesperadamente guarecerse en el refugio, donde estaban el resto de los compañeros, y el prolongamiento del servicio de centinela, aunque natural en aquellas circunstancias, implicaba que seguiría exponiéndose penosamente y sin defensas al bombardeo. La única protección era la atención que prestaba a los sonidos de los diferentes proyectiles. Con la experiencia que había adquirido, Abel, tal como la mayoría de la tropa que prestaba servicio en las trincheras, ya había aprendido a reconocer el ruido de las bombas alemanas antes de que estallasen, llegando incluso a adivinar la dirección y la distancia a la que caerían por el tipo de zumbido que provocaban. En esas circunstancias, si distinguía un silbido indicador de que el proyectil caería encima de él, Abel ya había planeado lanzarse hacia el otro lado de las curvas en zigzag de la línea del frente. Era una protección frágil, pero la única de la que disponía, a cielo abierto, en el puesto de centinela.

Para alarma de los dos hombres acurrucados junto a Punn House, un indicio semejante llegó a sus oídos. Ambos se acurrucaron en el suelo y se protegieron la cabeza con las manos, y una brutal explosión sacudió el aire, levantando barro y piedras y haciéndoles llegar un vaho caliente y una lluvia de pequeños proyectiles. Medio aturdido, Abel alzó la cabeza y se dio cuenta de que la bomba había caído en la trinchera de comunicación, justo al lado, y que parte de la pared se había desmoronado. El sargento Rosa también alzó los ojos y vio la nube de humo que subía desde la trinchera situada a cinco metros de distancia. Se volvió hacia Abel y comprobó que éste tenía sangre en el hombro derecho.

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