José Santos - La Amante Francesa
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– ¿Por qué?
– Éramos aún inexpertos, estábamos en pañales y nos topamos con unos que ya estaban de vuelta de todo -dijo-. Además, un oficial del 24 me contó que se habían quedado con la impresión de que los boches ya sabían que iba a haber un ataque.
– ¿Cómo lo sabían? -se sorprendió Resende.
– Qué sé yo. Por espionaje o por medio de algún desertor, algo así. Pero también porque éramos unos ingenuos. Me dijeron que, días antes del ataque, la propia población francesa ya comentaba la operación.
– No puedo creerlo.
– Pues créalo. Sabe cómo es la gente, todo era una novedad, una aventura, y se lo pusieron fácil a los enemigos, se lanzaron a hablar en todas partes de lo que iban a hacer. Resultado: las cosas acabaron mal.
– ¿Y los otros combates?
– Después del desbarajuste del 24 no volvimos a hacer nada más, así que los otros tres surgieron todos de la iniciativa alemana -explicó Afonso-. El primer ataque de esos tipos se dio en agosto, tres semanas después del nuestro. Lanzaron gases y atacaron con centenares de hombres en Fauquissart, llegando a moverse por nuestras líneas, y fue sobre todo la gente del 35, de Coimbra, la que tuvo que aguantarse la andanada. Una semana después, los boches volvieron a atacar, esa vez en Ferme du Bois, pero hubo una buena descarga de la artillería y así se logró impedir que entrasen en nuestras líneas.
– ¿Y el tercero?
– Ese ocurrió hace poco tiempo -dijo Afonso, que miró de reojo a Mascarenhas.
– Hace unos diez días, más o menos -indicó el mayor-. Afectó al personal de la 2 aDivisión.
– ¿Los otros no fueron a la 2 aDivisión?
– Hombre, ¿usted está en la luna o qué? -le espetó Mascarenhas-. Hemos entrado en las trincheras hace poco tiempo. Poco tiempo, es decir, dos meses que se cumplieron ayer… Y ya nos parece mucho. Pero la verdad es que quienes las han pasado moradas han sido los muchachos de la 1 aDivisión, que están combatiendo desde mayo, mientras que nosotros no llegamos hasta el 23 de septiembre. Y sólo hace diez días tuvimos un combate en serio, justamente con ocasión de ese ataque enemigo. Hasta entonces sólo habíamos visto bombardeos y patrullas.
– Los boches tuvieron la mala suerte de haberse topado con la gente de Braga -exclamó, orgulloso, Afonso.
– Ah, ¿fue con ustedes? -se sorprendió Resende, dejando el vaso.
– No -dijo Afonso-. Tenemos aquí dos batallones de Braga, pertenecientes a la Brigada del Miño de la 2 aDivisión.
– ¿La Barrigada del Miño?
– La brigada -insistió con el tono de quien no admite bromas con el nombre de su brigada-. Tenemos el 8, que es el mío, y el 29. Fue con el 29.
– ¿Y qué ocurrió?
– Avanzaron al atardecer en Ferme du Bois y entraron en nuestras líneas, pero la gente de Braga los rechazó en un instante.
– Afonso, no estás contando toda la historia -intervino el mayor Mascarenhas con una sonrisa, y apagó en el suelo el cigarrillo inglés.
– ¿Qué historia? -preguntó interesado Resende.
– Ah, unas pequeñeces -dijo Afonso.
– Unas pequeñeces, no -corrigió Mascarenhas-. Algunos hombres abandonaron los puestos y se las piraron, a otros los hicieron prisioneros sin luchar y, para colmo, hubo hasta un comandante que se acobardó de tal modo que ni al día siguiente se atrevió a ir a la línea del frente a saber qué había ocurrido y a mandar reparar las trincheras dañadas.
– Bien, pero la verdad es que, una hora después de haber comenzado el ataque, los boches se las piraron -aclaró Afonso, que defendió así el honor del batallón de Braga, a pesar de no ser el suyo.
– ¡Se las piraron un cuerno! -exclamó el mayor tramontano-. Anduvieron recorriendo nuestra línea del frente, así fue, y sólo se marcharon cuando les dio la gana y con un montón de prisioneros a cuestas; los tipos parecían pastores guiando corderos.
– Disculpa, pero hubo siete menciones y dos promociones por el valor demostrado en el combate -recordó Afonso.
– Sí-interrumpió Mascarenhas, cargado de ironía-. Y un oficial y tres soldados fueron castigados con prisión correccional; además, otro oficial fue amonestado. Debe de haber sido por su valentía.
Afonso se quedó callado y bebió las últimas gotas de su oporto. Se hizo un silencio embarazoso y Resende miró el reloj.
– Ya son casi las cinco de la tarde -observó el lisboeta.
Mascarenhas se puso de pie y los dos capitanes también se levantaron.
– Dentro de poco toca formación -dijo el mayor, mirando a Resende-. Aún me queda ponerlo al tanto de nuestra rutina en las trincheras y de sus funciones.
– Entonces, ¿qué voy a hacer, mi mayor? -preguntó Resende, palpándose de manera inconsciente la barriga, cuyo volumen tenía el futuro seriamente amenazado por la vida en las trincheras.
– Por el momento, será el oficial de guardia a medianoche -indicó Mascarenhas-. Tendrá que efectuar durante dos horas la ronda de los centinelas y no podrá refugiarse en ningún momento. Contará con un sargento con la misma función, pero en sentido contrario. Hay dos formaciones generales, una al amanecer y otra al anochecer. Le corresponde también preparar los informes sobre la actividad en su sector y tendrá que asegurar que sus trincheras están transitables en cualquier momento.
– Muy bien -dijo el capitán lisboeta, previendo siete días de pesadilla y dieta forzada.
– Ahora voy a llevarlo a sus aposentos y a presentarle al personal.
– ¿Aposentos?
– Es un agujero más -corrigió el mayor, que atravesó la puerta y abandonó el puesto de Afonso. Se despidió de su amigo con un gesto-. Hasta luego.
Los dos oficiales de la Infantería 13 bajaron por la trinchera, camino de Ferme du Bois, y el capitán Afonso regresó a completar su informe de las tres de la tarde. Había interrumpido la elaboración del documento para «recibir» al novato y, por ello, enviaría el informe con un gran retraso. Además, era importante no olvidar la lectura de la circular 22.753. El oficial miró el reloj de la mesa y reparó en que señalaba las cinco en punto de la tarde.
Capítulo 4
El equipo de artilleros tenía orden de disparar tres salvas a las cinco de la tarde. A la hora exacta, los hombres cogieron una granada de doscientas noventa libras, cargaron la Howitzer, el jefe del equipo reguló por la mirilla la elevación hasta los cuarenta y tres grados y, cuando estuvo satisfecho, retrocedió.
– ¡Atención!
Los hombres se taparon los oídos.
– ¡Fuego!
La Howitzer dio un violento tirón hacia atrás y vomitó una lengua de fuego por el cañón chamuscado, un trueno ensordecedor llenó el aire y la granada salió disparada hacia las líneas enemigas. El proyectil se alejó con un zumbido siniestro, el silbido fue muriendo en el cielo hasta callarse, se hizo una pausa de varios segundos, una nube silenciosa se elevó del otro lado, se prolongó la pausa. Finalmente, se oyó el lejano estampido de la detonación, eran noticias traídas por el viento que confirmaban que la granada había estallado como estaba previsto. La operación se repitió dos veces, después los artilleros, que no querían estar junto al cañón cuando llegase la respuesta, se recogieron en el refugio.
No hizo falta esperar mucho. Al cabo de unos minutos, una lluvia de granadas comenzó a regar las líneas portuguesas. Los centinelas corrieron a protegerse del fuego lanzado por las Mor- ser alemanas; hasta los observadores camuflados se acurrucaron en las fosas.
Las sucesivas detonaciones despertaron a Matias, el Grande, y a los restantes hombres de la Infantería 8 del sopor del sueño. La tierra temblaba y algunos trozos de barro cayeron sobre su cuerpo. El enorme nativo del Miño se incorporó en la tabla, vio una rata royendo la manta, la sacudió para ahuyentar al animal y se sentó junto a Daniel, el Beato, que temblaba. El refugio estaba frío y húmedo, pero aquél era un temblor nervioso, de miedo. Matías sintió también que sus manos temblequeaban y se puso la manta sobre la espalda, cuidando de que también le cubriese el resto del cuerpo. Una granada estalló cerca y el fragor de la detonación resonó como un tambor. Al temblor de las manos se añadieron los sudores fríos. La decena de hombres que se apiñaba en el refugio sufría en silencio, bañados su rostros en sudor, todos sentados mirándose unos a otros o fijando los ojos en el infinito o en las paredes embarradas del refugio. Daniel era el único con los párpados cerrados, mientras sus labios murmuraban una oración rápida y siempre repetida cuando llegaba al final, haciendo así justicia a su apodo: el Beato.
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