– Entra -le invitó Afonso, volviendo su atención al documento que estaba terminando-. ¿No deberías estar preparando tu informe?
– Ya lo he acabado -dijo Mascarenhas, que bajó la cabeza y se sentó en el catre-. Tengo una sorpresa para ti.
– Cuéntame -pidió Afonso sin levantar los ojos de su informe.
– Lisboa nos ha mandado un oficial flamante.
Afonso interrumpió su tarea y alzó la cabeza.
– No me digas -sonrió, mirando a su amigo-. ¿Y quién es el angelito?
– Un tal capitán Resende.
– ¿De dónde es?
– No lo sé -dijo Mascarenhas con una mueca de la boca-. Como viene al 13, debe de ser tramontano.
– Y todavía dicen que el 13 da mala suerte -soltó Afonso-. Tenemos una enorme escasez de oficiales y vosotros conseguís un refuerzo. ¿Cuándo viene a las trincheras?
– Esa es la cuestión -dijo Mascarenhas, nervioso-. Llega dentro de un rato, mi ordenanza ya ha ido a buscarlo.
– Hombre, ¿y ahora me lo dices? -lo reprendió Afonso-. ¡Vamos a recibirlo como corresponde!
– Eso, Afonso, por eso he venido a avisarte.
Afonso se levantó y observó por la puerta del puesto en busca del ordenanza.
– Joaquim -llamó.
– ¿Mi capitán?
– Dentro de un rato llega un oficial nuevo -le anunció-. Tenemos que recibirlo. Avisa a la gente y dile que se prepare para el número de costumbre.
– Enseguida, mi capitán -dijo Joaquim, que le hizo la venia antes de bajar a la carrera por la segunda línea.
Afonso y Mascarenhas salieron del puesto de comando de la segunda compañía de la Infantería 8, en Grants, entraron por la Winchester Road y cogieron la Rué Tilleloy hasta Baluchi Road, la trinchera de comunicación por la que siguieron hasta girar en Cardiff Road y llegar a la línea de apoyo, en el sector de Euston Post. Allí se acercaron al muro de piedra y esperaron al oficial recién llegado.
El capitán Resende apareció en el lugar diez minutos después, guiado por el ordenanza del mayor Mascarenhas. Afonso y Mascarenhas lo vieron acercarse por la larga Rué de la Bassée y lo observaron por anticipado con mal disimulado placer. Llevaba el uniforme inmaculadamente lavado, el casco de hierro muy bien calado y ajustado bajo la barbilla, la máscara antigás colgada del cuello y muy derecha, como exigía el reglamento. Su porte era majestuoso y altivo, las botas relucientes, aunque ya con algo de barro en la suela. Sólo la barriga prominente afeaba la majestuosa postura marcial.
Cuando se encontraron, los tres hicieron la venia y después se dieron la mano.
– ¿Preparado para la vida en las trincheras, capitán? -quiso saber Afonso.
– Ni por asomo -dijo Resende-. Hace apenas quince días caminaba por el Rossio y, fíjese, ahora estoy aquí, por sorpresa, sin ninguna preparación, he entrado en la guerra en menos que canta un gallo.
– ¡Vaya, hombre! -exclamó Mascarenhas-. ¿En el Rossio? ¿Qué hacía usted en el Rossio?
– Bien -se cohibió Resende-. Estaba de paseo, supongo. Subía a la Casa Havaneza a comprar tabaco.
– ¿A la Havaneza? -se asombró Mascarenhas-. Pero ¿de dónde es usted?
– Soy de Paço d'Arcos.
– ¿De Paço d'Arcos? -se sorprendió aún más el mayor-. Pero ¿qué está haciendo usted en la 13, que es una unidad de Tras-os-Montes? Debería estar en la 6 aBrigada, la de Lisboa, donde se encuentran el 1, el 2, el 5 o el 11.
– Puede parecerle un poco extraño, mayor, pero no tengo nada que ver con Tras-os-Montes y he sido enviado con urgencia al 13 -se justificó el capitán-. Voy a donde me mandan.
El mayor Mascarenhas se acarició el bigote con los extremos terminados en punta.
– Es el maldito problema de la escasez de oficiales -le comentó a Afonso-. Como ya vinimos pocos y vamos perdiendo hombres por culpa de los boches y de las enfermedades, ahora mandan lisboetas a nuestros batallones tramontanos.
– Mi mayor -observó Resende-, quien lo oyera hablar pensaría que me está descalificando…
– De ninguna manera, de ninguna manera -se dio prisa en aclarar Mascarenhas-. Sea bienvenido al batallón de la Infantería 13 y a las trincheras del CEP. Estamos instalados en Ferme du Bois; el capitán Brandão, que es del 8, de Braga, se encuentra defendiendo la línea de Neuve Chapelle. El 8 pertenece a la Barrigada del Miño.
– ¿Barrigada del Miño? -se sorprendió Resende.
– Qué gracioso… -comentó Afonso, revirando los ojos.
Mascarenhas se rio.
– La gente llama Barrigada del Miño a la Brigada del Miño. Pero, como ve, los nativos del Miño están todos fastidiados.
Los tres oficiales y el ordenanza bajaron por la Rué de la Bassée y se dirigieron a la Edgware Road, entraron por ésta y subieron, más al fondo, por la Baluchi Trench. Afonso se adelantó un poco, guiándolos hacia la línea B de su sector, donde, si Joaquim había cumplido bien las instrucciones que le diera, los esperaba el recibimiento al recién llegado.
Cuando desembocaron en la línea B, Afonso, induciendo al capitán Resende a error, advirtió:
– Estamos en la línea del frente, el enemigo se encuentra a doscientos metros.
Era mentira, claro, pero había transmitido la información con un tono grave e imponía respeto. Una voz de centinela tronó en el aire.
– ¿Quién viene?
Afonso se llenó los pulmones.
– ¡Meo! -gritó-. ¿Contraseña?
– ¡Mierda!
Afonso volvió la cabeza hacia atrás y observó a Resende, que lo miraba con los ojos desorbitados.
– Vamos, podemos pasar.
Resende estaba perplejo.
– ¡Arre! -exclamó-. Vaya contraseñas que tienen ustedes…
– ¡Chis! -indicó Afonso, llevándose el dedo a la boca para exigir silencio.
– ¡Silencio total! -ordenó Mascarenhas, reforzando el mensaje.
El capitán Resende se encogió en el abrigo, intimidado por lo opresivo del ambiente. Una ráfaga de ametralladora rasgó el aire. No se le había advertido al recién llegado que se trataba de una Lewis portuguesa, previamente preparada para abrir fuego a una señal de Joaquim. Mascarenhas dio un brutal empujón al capitán Resende, quien resbaló sin control en el estrado hasta caer de rodillas en el barro. Los otros oficiales y respectivos ordenanzas se acercaron también al parapeto, agachados. Nueva ráfaga de ametralladora.
– ¡Capitán! -llamó Mascarenhas, dirigiéndose a Resende-. ¡Túmbese allí, deprisa!
«Allí» era un charco de barro. Resende miró, vaciló, pero consideró que estaba en tierra extraña y que sus compañeros sabían lo que hacían; así pues, se arrojó sin más al barro. Mascarenhas y Afonso lo vieron revolcarse con entusiasmo en el charco viscoso, el impecable uniforme lavado convertido en una papilla repugnante, y volvieron la cabeza para reír en silencio, con los hombros convulsos por las carcajadas contenidas. Cuando se recuperaron, Afonso cerró los ojos y, en un titánico esfuerzo para no traicionarse, llenó los pulmones de aire y gritó en voz muy baja:
– ¡Boches! ¡A los refugios!
El grupo desapareció en un instante por la maraña de trincheras y de hoyos, dejando a Resende solo, chapoteando en el barro. El capitán se volvió hacia todos lados y no vio a nadie. Con los ojos muy abiertos, aterrorizados, miró hacia arriba en busca del temible enemigo, el boche maldito. Se incorporó y se apoyó en el parapeto, acorralado, sin saber qué hacer, llevando la mano trémula a la pistolera. El momento de suprema desorientación duró largos segundos; luego reapareció Afonso.
– Falsa alarma -explicó lacónicamente-. Venga por aquí.
El capitán Resende suspiró de alivio y lo siguió, transpirando a pesar del frío. Mascarenhas y los dos ordenanzas se unieron a ellos, todos con cara de circunstancias. Pasaron frente a un árbol carbonizado y Afonso señaló el tronco.
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