– Estás herido, Canijo -dijo, examinando el hombro del centinela.
Abel miró y vio la herida.
– Joder.
– ¿Te duele? -preguntó el sargento, hurgando ya en el botiquín de primeros auxilios en busca de una venda.
– No -murmuró el soldado, meneando la cabeza-. Tal vez es mejor ir al puesto médico.
– No digas disparates -replicó el sargento Rosa-. Irás, pero no antes de que acabe el bombardeo. No tienes más que unos arañazos de esquirlas de piedra, no es nada grave. Lo vendamos y ya está.
Un olor a manzanas asadas los paralizó en medio de la conversación. Alzaron los ojos y vieron una nube amarillenta que se acercaba, como si fuese un vapor suspendido en el aire y empujado suavemente por la leve brisa que soplaba desde las líneas enemigas.
– ¡Gas! -exclamó el sargento.
Los dos hombres agarraron las máscaras que llevaban colgadas a cuello y se las pusieron deprisa en la cabeza. Los dientes se cerraron sobre el bocal del tubo, apretaron la pinza metálica que servía para impedir la respiración por la nariz y, con las cintas elásticas, se ajustaron la máscara de tela al rostro. Era muy incómodo, pero no había alternativa. Después de volver a colocarse el casco, el sargento dio un salto hasta la campanilla de alarma antigás y la accionó, para alertar a la tropa sobre la necesidad de que todos utilizasen las máscaras, conocidas como «respiradores». Sabiendo que el gas constituía el anuncio de un eventual avance inminente de la infantería enemiga, Rosa hizo una señal al centinela para que observase la Tierra de Nadie y estuviese atento a cualquier movimiento de los soldados alemanes; después, echó a correr de inmediato por la línea, saltó por encima de los restos desmoronados de la trinchera de comunicación, llegó hasta la línea B, metió la cabeza en un refugio, se quitó un momento la máscara y gritó a los que estaban dentro.
– ¿Qué están haciendo ustedes aquí?
Los hombres lo miraron desde la penumbra del refugio oscuro, turbados. Sabían que, durante un bombardeo, la orden era salir de los refugios que no fuesen sólidos, dado que había una elevada probabilidad de que se desmoronasen, pero los había dominado el temor a enfrentarse a las bombas y a las granadas a cielo abierto.
El sargento se impacientó.
– Todos a la línea del frente, a sus puestos de combate -gritó-. ¡Vamos, ya!
Sin esperar, corrió hacia el refugio siguiente y dio la misma orden a los hombres que se encontraban allí. Entre tanto los del primer refugio, que eran los del pelotón de Matias, el Grande, ya asomaban por la abertura, así que el sargento se volvió hacia ellos y les señaló la línea del frente.
– Distribúyanse por la línea junto a Punn House -ordenó.
– Inmediatamente, mi sargento -respondió Matías, que se acomodó la máscara antigás que había ido a buscar en cuanto oyó la alarma.
Matías, el Grande, siguió a la carrera por la trinchera de comunicación, íntimamente satisfecho por estar moviéndose. No había nada que le diese más miedo que quedarse encerrado en un cubil oyendo las bombas que caían y el temblor de la tierra. En momentos así, percibía una angustiosa sensación de impotencia, de claustrofobia, imaginaba que la tierra le caería encima y moriría enterrado. Pero ahora, corriendo por la trinchera con la escopeta en la mano, al aire libre, se sentía dueño de su destino, era pura ilusión, es cierto, pero la actividad ocupaba su mente y ahuyentaba el miedo a un rincón de su conciencia. Daniel, Baltazar, Vicente y tres hombres más seguían su huella, pero el sargento fue en el sentido opuesto, dirigiéndose al segundo refugio, de donde salían ahora los soldados del segundo pelotón.
– Al puesto de la ametralladora -ordenó Rosa, que los mandó ocupar la posición de la Vickers en la línea B.
Enseguida el sargento, ya jadeante, se metió por la trinchera de comunicación. Sintió que el bombardeo alemán se había mitigado visiblemente, pensó que éste era el momento más sensible, era ahora cuando habría que vigilar mejor la Tierra de Nadie, se preocupó por el tiempo que escaseaba, llegó a la línea del frente y se encontró con los hombres apoyados en el parapeto y con las armas dispuestas, las bayonetas aguzadas en el extremo.
– ¿Novedades? -quiso saber, volviendo a quitarse momentáneamente la máscara antigás para hacer la pregunta.
Los hombres menearon la cabeza, indicando que no había ocurrido nada. Estaban todos con las máscaras puestas, por lo que se hacía difícil distinguir quién era quién. Se reconocía a Vicente, el Manitas, por el cuerpo bajo y fuerte, mientras que Matías, el Grande, era el más alto y corpulento, y Daniel, por su parte, el más flaco. Los dedos del Beato acariciaban el pequeño crucifijo que llevaba al cuello. El delgaducho que tenía el hombro derecho herido sólo podía ser Abel, el Canijo. Estaba sentado en el suelo y en cuclillas; a su lado, un compañero le colocaba una venda, la que no había llegado a ponerle el sargento por culpa de la intempestiva llegada del gas.
– Todos a vigilar al enemigo -ordenó el sargento.
Un oficial apareció en ese instante en la línea. Era el teniente Cardoso, que estaba cumpliendo su turno de guardia en la línea del frente y llevaba la máscara en la mano.
– Sargento -llamó-. ¿Todo está bien?
– Sí, mi teniente -confirmó el sargento Rosa, que, nuevamente, se quitó la máscara.
– ¿Todos en sus puestos?
– Sí, mi teniente -repitió-. He llamado a los hombres del refugio y he colocado a una sección allí atrás, en la Vickers. Pero tal vez sea mejor hacer que vengan más hombres, ahora que el bombardeo se ha atenuado. Nunca se sabe qué es lo que va a hacer el enemigo.
– Vaya, yo me quedaré aquí -ordenó el teniente.
El sargento volvió a ponerse la máscara y regresó a la trinchera de comunicación, semidestruida. Se acercó a la segunda línea para convocar a más soldados que se encontraban en los refugios.
En la línea del frente, el teniente Cardoso se colocó la máscara y dispuso a los hombres a lo largo de la trinchera. Matías se instaló en la esquina más próxima a la trinchera de comunicación de Punn House, atento a lo que ocurría en la Tierra de Nadie. Enfrente había mucho humo, resultado de las múltiples granadas que fueron cayendo en el lugar, en particular junto al alambre de espinos de las líneas portuguesas. En algunos puntos, hasta la línea de alambre de espinos se había roto y el suelo se abría en cráteres excavados por las bombas de la última media hora.
Matías sintió que se empañaban los cristales de la máscara. Cogió los pliegues del respirador y limpió exteriormente los cristales sin quitarse la máscara. Respirar por la boca lo cansaba, pero no tenía remedio. De repente, vio un bulto asomar entre el humo, a la izquierda, y otro se insinuó al lado. Matias reconoció los contornos inconfundibles de los cascos pickelhaube. Apartó la boca de la válvula respiratoria.
– ¡Boches! -anunció con un susurro enérgico pero ahogado por el respirador; apuntó en la dirección en la que había identificado al enemigo.
Eran los primeros alemanes que veía de cuerpo entero al natural y en actitud de combate, sin tratarse de prisioneros o bultos huidizos que se escabullían de lejos en algún punto de las líneas enemigas. Le extrañó el característico casco gótico de cuero cocido, ya que habían sustituido el pickelhaube, el año anterior, por cascos más modernos de acero: seguramente aún no habían equipado a esa fuerza con ese nuevo modelo, no les interesaba, eran alemanes y punto. Los hombres volvieron las Lee-Enfield hacia la Tierra de Nadie, con el corazón sobresaltado. El teniente Cardoso llamó a Daniel, el Beato, con un gesto, señaló uno de los cohetes apoyados en la trinchera, haciéndole una señal para ordenarle que los lanzase. Sacó el revólver e indicó los bultos.
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