Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– Pasa, sobrino, pasa -gritó, agarrando por los hombros a Domingo y tirando de él hacia dentro-. No te vemos por aquí muchas veces. Deja que te mire. Ay, qué guapo, pero ¿de qué te sirve una cara así si te empeñas en no casarte? -Y subrayaba este punto apretándole fuertemente la mejilla.

Domingo sonrió y se inclinó para darle un beso, aparentemente acostumbrado a este tipo de bienvenida. Detrás de ella, en una habitación débilmente iluminada, tres o cuatro hombres se inclinaban sobre una olla humeante pinchando con sus navajas trozos de carne de cabra.

– Os he traído a este extranjero, mi nuevo vecino Cristóbal -anunció Domingo.

Las navajas se quedaron momentáneamente suspendidas en el aire mientras el grupo de hombres se volvía para mirarme.

– Es un honor, mucho gusto, encantado -masculló el de más edad, quien me imaginé que sería Eduardo.

Por lo que podía adivinar entre la penumbra, había un parecido familiar muy fuerte entre éste y al menos dos de los otros hombres agrupados alrededor de la mesa. Eran delgados como palos, bajos, nervudos y sin duda estaban acostumbrados al trabajo duro y a los rigores del clima. Todos tenían una nariz tan prominente que sus demás rasgos faciales parecían ocultarse bajo su sombra.

– Venid a comer choto -ordenó Eduardo, echando ruidosamente hacia atrás su silla para hacernos sitio en la mesa.

Domingo sacó su navaja de bolsillo, una larga hoja de borde afilado como una cuchilla de afeitar, y comenzó a cortar y a pinchar la carne al igual que hacían los otros. Con aire vacilante, me saqué mi propia navaja del bolsillo -un cuchillo de podar de punta redondeada y sin afilar- e intenté en vano ensartar algunos pedazos llenos de huesos. No les dije que desde mi más tierna infancia mi madre me había prohibido terminantemente comer con el cuchillo, y que por lo tanto no había adquirido esa técnica.

Todos dejaron de comer y se pusieron a mirarme con interés.

– Se hace así, Cristóbal -sugirió Domingo, pero Eduardo ya había perdido la paciencia con su inepto huésped.

– Dale al hombre un tenedor y tráele vino, mujer -ordenó-, no puede comer en seco.

Apareció un vaso de costa y, mientras tomaba un sorbo, Eduardo se puso a mirarme fijamente.

– Mi sobrino me ha dicho que tiene una máquina de esquilar ovejas -aventuró-. La gente de aquí dice que esas cosas te fríen el rebaño.

Comenzó una animada discusión, durante la cual yo me jacté un poco de cómo podía esquilar cientos de ovejas en un solo día con el extraño artilugio. Domingo dijo que lo iba a probar en cuanto llegara la primavera, aunque los otros no parecían estar tan convencidos. Entonces Domingo, como para zanjar la cuestión, dejó caer que yo tocaba la guitarra.

Esta noticia hizo que Eduardo diera un entusiástico porrazo en la mesa.

– ¡Aja!, eso ya está mejor. Manuel, tenemos un músico en la casa, tráete las guitarras.

Manuel hizo lo que le pedían, entregándole una a su padre y sentándose luego a su lado con la otra. Las afinaron un poco, tocaron distraídamente unos acordes y pasaron a trancas y barrancas a una tonada popular alpujarreña.

Por mucho que me hubiera gustado describir cómo los dedos encallecidos por el trabajo del viejo Eduardo punteaban las cuerdas de la guitarra como ni siquiera el mismo Orfeo hubiera podido hacer jamás, y cómo me había quedado embelesado por el dominio que los campechanos músicos tenían de sus instrumentos y por la sencilla belleza de la canción, no puedo negar la verdad: la música era un horroroso canto fúnebre, estropeado por los juramentos ponzoñosos de Eduardo cada vez que, invariablemente, Manuel perdía el compás. Padre e hijo se pasaron toda la actuación mirándose con el ceño fruncido, consumidos de cólera por la incompetencia del otro.

Finalmente la espantosa sesión tocó a su fin.

– Maravilloso -dije con un suspiro-. ¿No conocen otras tonadas?

Eduardo y Manuel me analizaron frunciendo el ceño.

– De acuerdo, vamos a tocarle otra…

Me estaba bien empleado. Pinché un trozo de cabra y fingí quedarme extasiado por el ritmo, dando golpecitos con el pie en un vano intento de encontrar el compás. Mientras golpeaba con el pie masticaba con furia el detestable trozo de ternilla de cabra que tenía en la boca. La canción se paró de forma abrupta y, una vez más, los músicos me miraron inquisitivamente. Pero esta vez mi integridad como crítico musical fue salvada por la ternilla de cabra que oportunamente se me había quedado atragantada en la tráquea. Una mitad del correoso pedazo estaba atascada a mitad de camino, mientras que la otra, unida a la primera por una porción de fuerte goma elástica animal, permanecía en mi boca. Barboté y resoplé mientras todos me observaban consternados.

«Beba usted vino.» «Dadle golpes en la espalda.» «No, dadle agua.» «Dadle pan…»

Algo debió de acabar surtiendo efecto porque al fin conseguí volver a unir los dos extremos y recuperar el aliento, aunque no lo suficiente como para poder emitir mi opinión sobre la última pieza.

– Ahora usted -dijo Eduardo alargándome la guitarra con un toque de amenaza en la voz.

– Oh, realmente no soy capaz de… Sería difícil seguir esa última pieza… en realidad sólo toco para entretenerme.

– ¡Toque, hombre, toque!

Así pues, toqué.

– Sabe tocar -se dijeron con aprobación el uno al otro.

Toqué muy mal una música flamenca muy sencilla.

– Sabe tocar música española.

Mientras llegaba con dificultad al final de la pieza, con el rostro crispado cada vez que me equivocaba de nota y ponía mal los dedos, me di cuenta de que de todos modos nadie me escuchaba. Domingo les estaba hablando sobre mis planes de tener un rebaño de ovejas en El Valero.

– ¿Ovejas? ¿Allí abajo? Se asfixiarán. No se pueden tener ovejas en los valles. Cabras sí, pero ovejas… las ovejas no están hechas para vivir con el calor de los valles de los ríos. Si quiere ovejas, debería dárnoslas a nosotros para que se las cuidemos. Aquí estarán a gusto, con el fresquito que hace en las montañas. Podemos ponerle un buen precio, tenemos pastos todo el año.

Domingo me miró significativamente.

– Las ovejas se dan bien en los valles -dijo.

– ¿Y tú qué sabes de ovejas, primo? ¡Si las que tienes tendrían suficiente con el pasto que puede crecer en una maceta!

– Hay muchos rebaños de tamaño considerable alrededor de Órgiva -respondió Domingo-. Nunca suben a lo alto y están estupendamente.

– Tanto calor y tanto polvo… da pena de las ovejas. No tienen aire para respirar.

Esta era la manera de hablar habitual entre los pastores de montaña pero, como había dicho Domingo, de hecho había grandes rebaños en el fondo de los valles que nunca subían a la sierra en verano, pero que a pesar de eso estaban de maravilla.

Entonces pasamos al tema de las vigas de castaño.

– ¡Anda!, pero si tenemos un bosque entero de castaños, justo encima del antiguo pueblo abandonado. Tendrá que cortarlas, pero son vigas buenas, y desde allí hay un buen camino de herradura que llega hasta el pueblo. Cuatrocientas pesetas el metro es todo lo que le pido por ellas.

Parecía un acuerdo muy razonable, por lo que al día siguiente fuimos a inspeccionar las vigas. Eran justo lo que necesitábamos, y durante los últimos días de diciembre Domingo y yo hicimos frecuentes viajes al bosque para ir de acá para allá con la motosierra, disfrutando del vivificante y limpio aire de montaña y convirtiendo cada una de esas expediciones en un día de excursión en que admirábamos las vistas mientras asábamos salchichas y tocino en una hoguera de leña.

Tiempo de matanzas

El invierno en Las Alpujarras es la época de la matanza de los cerdos, ya que en cualquier otra época del año habría ingentes cantidades de moscas y de avispas que, en un paroxismo de pillaje, estropearían esta actividad colectiva entre vecinos que supone la matanza. Por esta misma razón el macabro acto del día comienza por la mañana temprano, cuando la temperatura es aún fresca.

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