Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Durante nuestro primer invierno hubo cuatro matanzas en el valle, empezando por la de Manolo en El Granadino, cerca de la entrada del desfiladero. Sus cerdos iban a ser despachados entre Navidad y Año Nuevo. Recordaba bien a Manolo de mi paseo a caballo como extranjero cautivo a lomos del viejo rocín de Pedro. A diferencia de la mayoría de las personas a quienes había conocido aquel día, él había insistido en serme presentado por su nombre, e incluso se había quedado unos momentos más para intercambiar unas palabras en un cuidadosamente enunciado español. Su amabilidad había dejado en mí una profunda impresión. Así pues, cuando Domingo nos trajo el recado de que podíamos asistir a la matanza de Manolo, yo estaba más que dispuesto a ir.

Pero Ana no estaba tan segura. Se le ocurrían pocas razones que la forzaran a levantarse de la cama antes del amanecer una fría mañana de invierno, y el ser testigo de la agonía de un cerdo ciertamente no se encontraba entre ellas. Sin embargo, el deber hacia un vecino es un argumento que casi nunca falla con Ana (si excluimos por un momento la posibilidad de que los cerdos del vecino podrían estar también incluidos en esta categoría), y el día señalado abandonamos temprano la cama matrimonial y echamos a andar río abajo.

En el cauce del río a las siete de la mañana de un día de invierno hace frío. Sin ningún otro sitio adonde ir, todo el aire helado de las montañas se acumula en el fondo del valle y hace que las extremidades de cualquier viajero que se aventure por allí se queden insensibles y congeladas. Pero durante unos breves momentos sobreviene también un espectáculo de gran belleza: cuando los primeros rayos del sol matutino rozan los altos acantilados de la Contraviesa, éstos se vuelven de color rosa dorado, y una luz suave inunda las curvas y pliegues de las colinas de más abajo. De algún modo esto te libera la mente de las preocupaciones que posiblemente estés sintiendo por los primeros síntomas de la congelación.

Cuando llegamos a El Granadino, el sol aún se encontraba muy por debajo de los tajos del desfiladero, pero ya habían sido encendidas unas hogueras, y unas espirales de humo de leña se elevaban por la fría atmósfera. El silencio de la mañana quedaba roto por el ruido de las conversaciones de los hombres perorando sobre hortalizas y aventuras cinegéticas, y de las mujeres hablando sin parar de gallinas y de niños.

Subimos al patio, en donde todos se levantaron para estrecharnos la mano muy ceremoniosamente, hasta que Manolo, poniendo un deliberado cuidado en silabear al igual que la vez anterior, nos condujo hasta dos sillas de respaldo recto en una oscura habitación. Una lumbre de astillas humeaba silenciosamente en un rincón. Los hombres estaban fortaleciéndose con anís, coñac y pasteles, una comida difícil de ingerir a una hora tan temprana, pero al parecer para matar un cerdo es necesaria una buena dosis de alcohol circulando por las venas.

Ana, en su calidad de extranjera, fue exonerada de las penosas tareas que correspondían a las mujeres -el fregado de los platos y la preparación y servido de los bocados exquisitos- y se la admitió entre la augusta compañía de los hombres y de su charla sobre cerdos y otros animales que habían matado. No pudo contribuir mucho a la conversación puesto que nunca había matado un cerdo y su opinión sobre la caza no habría sido demasiado bien acogida. Así pues, ahogó un par de bostezos mientras yo sujetaba en la mano mi segundo anís y lidiaba con esa sensación vertiginosa que se apodera de ti cuando quieres participar en el coloquio pero eres consciente de que no tienes nada que decir.

Poco después los hombres se cansaron de los pasteles y el licor.

– ¡A la faena! ¡Vamos a meterle mano al trabajo!

Salimos todos en tropel con ademanes varoniles para matar cuatro cerdos descomunales.

Persuadir a un cerdo de que salga de su pocilga para que lo maten es un asunto terrible. El propietario entra y, con palabras dulces, trata de engatusarlo para que le permita atarle una soga a la pata. A continuación, intenta sacarlo a tirones de la acogedora oscuridad de su guarida a la luz deslumbradora de un patio lleno de hombres dando gritos de aliento, donde burbujean unas grandes calderas de agua, humean unas hogueras abrasadoras y unos cuchillos relucientes chocan contra las piedras de afilar. Por supuesto nunca lo consigue, no sólo porque el cerdo se muestra comprensiblemente reacio a salir, sino porque además tiene un peso de unos cien kilos, la mayor parte de ellos músculo macizo. Así pues, el animal clava en el barro sus otras tres patas y se niega a moverse.

Todos saben que va a ocurrir esto porque siempre ocurre, y sin embargo todos saben siempre mejor que nadie lo que debería haberse hecho para evitar que ocurriera. Finalmente, con cuatro hombres tirando de la cuerda y dos detrás controlando el rabo, el pobre animal es arrastrado al exterior.

La mesa de matanza está preparada. El matarife se encuentra junto a ésta con su terrible garfio. Con un golpe ascendente, el garfio se clava profundamente bajo la mandíbula. El cerdo chilla y se queda sin poder hacer nada más que dejarse llevar por el despiadado garfio. El matarife arrastra al cerdo junto a la mesa y todos los hombres se congregan a su alrededor. Entonces, agarrándolo por las patas delanteras y traseras y por el rabo, lo colocan sobre las toscas tablas, pataleando y chillando, y lo amarran con unas cuerdas hasta que el animal se sumerge en una especie de desesperada resignación.

– ¡Traed los cubos; lavadle el cuello; traed para acá la manguera!

A esto sucede un período de calma en que el cerdo se agita silenciosamente mientras el matarife le tantea la garganta para encontrar el lugar propicio donde asestarle el golpe de puñal. El cuchillo penetra deslizándose y, tras un giro del mismo, la sangre cae a borbotones en el cubo, en donde una corpulenta mujer la revuelve para evitar que se coagule. El cerdo se agita, da patadas y chilla, y los hombres que se inclinan sobre él para persuadirle de que permanezca en la mesa se miran unos a otros con miradas de complicidad mientras el animal se va quedando inmóvil y la vida se le va escapando del cuerpo. Entonces uno de ellos le da una palmada para señalar que lo peor ha pasado ya.

– Pues ya está hecho. Se acabó.

Y todos lo sueltan.

Es un asunto espantoso, y de sólo pensar en ese garfio me dan escalofríos, pero es innegable que la matanza ejerce también una especie de fascinación: esa misma mezcla de repulsión y excitación que uno encuentra en las corridas de toros. Y además llega un momento en que el horror del asunto se desvanece. De repente el animal vivo que exhala entre chillidos su último aliento se convierte en un saco de cuero inanimado, algo que se puede manosear y golpear casi sin ningún reparo.

En ese momento nace una extraña cordialidad. Los rostros rígidos a causa de la tensión se relajan y se disuelven en sonrisas, y una ola de humor procaz se extiende por el grupo. Hasta los más tímidos o taciturnos intercambian chistes o se permiten alguna que otra risita mientras arremeten contra el saco de cuero, chamuscándolo con teas de bolina -un matojo oleaginoso que arde como un soplete- y raspándole los pelos quemados. Tras veinte minutos de un trabajo tolerablemente duro con los cuchillos centelleando y la bolina llameando, ¡zas!, de un golpe penetra la camala y el cerdo muerto se levanta hasta una altura justo superior a la que alcanza un perro para que el matarife lo abra en canal y lo destripe.

Entonces aparecen las mujeres con sus lebrillos, en los que recogen todos y cada uno de los órganos y trozos de intestino que caen resbalando, y se los llevan rápidamente para comenzar el largo proceso de su transformación en toda una colección de embutidos: longaniza, salchichón, chorizo, chicharrones, tocino, morcilla, etcétera.

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