Y diciendo esto empezó a bajar la pendiente, creo recordar que añadiendo: «Vete con Dios», aunque no estoy del todo seguro.
Y eso fue todo: ni un último consejo, ninguna invitación a visitarle en el pueblo, ni siquiera un adiós con el brazo. Seguí en pie contemplando su gran corpachón balanceándose en dirección al río, anonadado por lo abrupto de su partida. Y entonces fue cuando se me ocurrieron toda suerte de discursos sentimentales.
Ana me sacó de mi ensueño rodeándome los hombros con su brazo de modo consolador.
– Ya era hora de que se marchara -dijo suavemente-, y es mucho mejor que haya escogido él el momento y que no haya esperado a que fuéramos nosotros quienes le dijéramos que se fuera.
– Ya lo sé, Ana -contesté-, pero no esperaba que se marchara así. Está actuando como si nos hubiéramos convertido en unos desconocidos.
– Está herido en su orgullo, eso es todo. No se podía esperar que Pedro renunciara de buen grado a su control sobre el cortijo, ¿no? Por lo menos ha hecho algún esfuerzo.
El que Ana encontrara explicable su comportamiento mientras que yo me sentía sumido en la confusión no era ningún consuelo.
– Le llevaré un botellón de costa bueno la próxima vez que vaya a Órgiva, eso le gustará -me prometí a mí mismo y, algo animado por esta resolución, me eché al hombro mi nuevo azadón y me fui a quitar unos zarzales.
Tal como hacía con prácticamente todo lo que yo compraba, Pedro me había dicho que el azadón no servía porque no tenía la forma adecuada.
Al final nunca llegué a llevarle a Pedro ese botellón de buen costa, ni le he visitado jamás en el pueblo. Al cabo de unos días de su marcha oí más que suficientes cosas para destruir todas mis vanas ilusiones sobre nuestra amistad. Pepe fue quien asestó el primer golpe cuando vino con su tractor a recoger los cerdos. Después de ayudarle a atarlos en el remolque le invité a una cerveza y le pregunté ávidamente cómo se estaba adaptando Pedro a su nueva casa.
– Mira -me dijo-. Conozco a Romero mucho mejor que tú, y te digo que has perdido más que suficiente tiempo con ese hombre. Ha estado aprovechándose de ti, lo sé porque ha estado jactándose de ello en el pueblo.
No podía dejar las cosas así, tenía que insistir para que me diera más detalles.
– Pues ha estado diciendo que ha tenido a ese extranjero idiota comiendo en su mano, y que durante meses ha estado llevándose del cortijo todo lo que quería porque tú eras demasiado tonto para impedírselo. -Me quedé mirando a Pepe lleno de asombro. Siguió hablando, pero sus palabras siguientes iban dirigidas principalmente al resto de cerveza que quedaba en su vaso-. Y también ha estado diciendo cosas de Ana, unas cosas absurdas. Se le ha metido en la cabeza que él le gusta a ella y que tú estás celoso… No, no, de verdad -añadió con seriedad cuando vio que me atragantaba con la cerveza-. Por supuesto nadie cree una palabra, pero yo que tú no le dejaría que volviera por aquí. No es justo para Ana. Deberías decirle que no venga nunca más por el cortijo.
Con esa horrorosa claridad que sobreviene cuando se derrumban tus ilusiones, supe que Pepe tenía razón. Ahora que Pedro había renunciado al cortijo, era absolutamente capaz de descartarnos con el mayor desprecio. Lo sabía porque le había oído hablar así de muchas otras personas. Resultaba extraño que ello no me hubiera parecido cruel antes.
Pepe me observaba con preocupación.
– Pregúntale a Domingo -me insistió-. Te dará el mismo consejo.
Pero no necesitaba hacerlo. Por primera vez estaba considerando a Pedro desde el punto de vista de Ana, y veía corroboradas todas las dudas que ella albergaba sobre él.
– No te preocupes, Pepe -murmuré-. Ya he oído todo eso antes. No eres el primero que ha intentado advertirme sobre Pedro.
En efecto. Además de Ana, casi todas las personas que conocía -Marijke, Domingo, Expira, Georgina- me habían dado a entender que me estaba fiando más de la cuenta o siendo demasiado indulgente con Romero, aunque ninguno de ellos había apoyado nunca esta acusación con muchos detalles. No es fácil que la gente haga correr malos rumores sobre un vecino, no importa lo poco que éste les guste. Pero una vez que Pedro se marchó del cortijo, nuestros vecinos perdieron su reticencia y se pusieron a contarnos sin reservas lo que sabían de él. Tras escuchar una lamentable historia tras otra, empecé a darme cuenta de hasta qué punto había sido yo el único en juzgarle de aquella manera.
Ana fue la única en mostrarme algo de compasión.
– Creo que pusiste de manifiesto sus mejores cualidades, Chris -dijo-. Parecía disfrutar de verdad deslumbrándote, y lo hacía realmente bien. No me extraña que te engañara.
– Pero ¿cómo he podido ser tan mal psicólogo, Ana? -gemí.
– Porque no te interesa mucho ser uno bueno -contestó, tras pensarlo unos momentos-. Es una virtud, ¿sabes?, además de un defecto.
Pero eso no suponía ningún consuelo.
Domingo y la búsqueda de las vigas
No mucho después de que los cerdos siguieran el mismo camino que Pedro hasta el pueblo, Domingo nos hizo su primera visita. Siempre habíamos supuesto que había evitado cruzar nuestro umbral por timidez o debido a algún extraño precepto de etiqueta. No se nos había ocurrido pensar que la familia Melero se oponía a visitar a Pedro, y que habían esperado a que se marchara para satisfacer su curiosidad y venir a ver lo que hacíamos.
Mostré orgullosamente a Domingo nuestras innovaciones del agua corriente y del calentador en el cuarto de baño, ante las cuales asintió con la cabeza para demostrar que no estaba totalmente en contra de los aparatos. Pero la cama de madera… eso sí que era una equivocación. Las chinches nos comerían vivos por la noche en una cama así.
Tras decir esto, Domingo sacó su navaja y la clavó en una de las vigas del techo.
– Está podrida -declaró, ilustrando esta observación dejando caer una lluvia de polvo y astillas mohosas-. La launa no está rastrillada y ha calado el agua. Podría caérseos encima en cualquier momento.
– Dios mío, ¿crees que estarán así todas? -le pregunté, mientras pensaba qué había sido de la costumbre de charlar sobre temas triviales con los vecinos.
– No, sólo están totalmente podridas unas cuantas, pero más te valdría cambiarlas todas. La madera de castaño es la mejor para las vigas del techo, y sé donde podemos encontrar una buena cantidad.
Y así se fraguó la tarea. Cuando pienso ahora en nuestro primer invierno, lo recuerdo como una prolongada búsqueda de vigas para el tejado. Naturalmente, el papel de guía le correspondió a Domingo, y fue él quien me inició en ese mundo, nuevo para mí, de pueblos y montañas mientras deambulábamos de un lado para otro en busca de ese material de construcción tan apetecible pero al mismo tiempo tan difícil de encontrar.
La arquitectura alpujarreña es muy sencilla, y consiste en volver a colocar de manera más o menos ordenada los materiales que, o bien crecen a mano, o se encuentran dispersos al azar por los alrededores. Las proporciones vienen dictadas por una sencilla ecuación: la anchura equivale a la capacidad máxima de soporte de una viga de castaño, de chopo o de eucalipto, cubierta con una espesa capa mojada de launa (la arcilla aceitosa gris y casi impermeable que se presenta en vetas por toda la zona de Las Alpujarras), y normalmente equivale a unos tres metros y medio. La altura depende del nivel hasta el cual puede levantar piedras un alpujarreño y, como la mayoría de ellos son de estatura baja, raramente sobrepasa el metro ochenta desde el suelo hasta el asiento de las vigas. La longitud viene limitada por la superficie de suelo disponible, y las ventanas se calculan de manera que dejen pasar la cantidad de luz justa para poder andar a tientas a mediodía, pero de modo que al mismo tiempo no dejen entrar los rayos del sol que de otra forma podrían comerse vivos a los habitantes de la casa. El conjunto, en un pueblo, tiene que engranar con una masa de viviendas similares, apiñadas como los hexágonos de una colmena. El producto resultante final es algo que está a medio camino entre una caja cuadrada y un vagón de ferrocarril de piedra.
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