Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– Pedro y yo hemos hecho una lista de las cosas que necesitamos -anunció Ana.

– Agua corriente, eso es lo más importante -afirmó Pedro-. Las personas como Dios manda y educadas como vosotros no deben estar sin agua corriente.

Me quedé boquiabierto. ¿Desde cuándo se había convertido en tamaño defensor de la vida moderna? Pero Ana ya se había lanzado.

– Vosotros habéis debido de tener agua corriente aquí alguna vez, ¿no? -le preguntó a Pedro-. ¿Qué me dices del bidón sobre el tejado del cuarto de baño?

– Ah, lo llenábamos a cubos. El antiguo manantial que utilizábamos nunca llegó tan alto. Lo que tenéis que hacer es comprar una manguera y tenderla hasta uno de los manantiales del otro lado del valle, en el barranco. Yo llevo años queriendo hacerlo, pero ya sabes lo que pasa: mi gente no quería ni oír hablar de eso. Nunca quieren soltar un duro.

– Pero tender una manguera toda esa distancia es una barbaridad -objeté-. Y además no tenemos ningunos derechos sobre esa agua.

– ¡Por Dios, y eso qué más da! -dijo Pedro riéndose-. Esa agua se pierde, cualquiera puede usarla. No te preocupes por eso. En cuanto a la distancia, son menos de mil metros, y debe de tener altura suficiente para que caiga con una buena presión en el cuarto de baño. Además es un agua limpia y buena que se puede beber. Tendréis agua de manantial para beber en vuestra propia casa y encima os sobrará suficiente para regar. Podréis convertir el cortijo en un paraíso. Pero lo primero es buscar un bidón nuevo para el tejado del cuarto de baño. Después Ana necesitará una cocina, no puede guisar como yo sobre esta asquerosa lumbre de leña. Y además necesitaréis una nevera para refrescar la cerveza.

– Creo que ha establecido más o menos el orden de prioridades adecuado -me dijo Ana con una sonrisa.

– Agua, cocina y nevera; luego, traeremos algo de comida y ¡listo! Iremos al pueblo después de comer.

Así pues, nos fuimos al pueblo en busca de un bidón de aceite y una cocina. La compra de una nevera no despertaba en mí un gran entusiasmo, ya que a finales de noviembre hacía un tiempo bastante fresco y nunca me ha gustado la cerveza fría. Aparte de eso, también me parecía romántico eso de cocinar en un oscuro rincón sobre una lumbre de leña. Sin embargo, en esto Ana se mostraba inflexible, de manera que nos pusimos a buscar una cocina de gas. Por supuesto, en el pueblo no había bidones de aceite, con lo cual tuvimos que comprar uno nuevo de plástico de gran tamaño. Un rollo de manguera, unas salchichas y algo de vino -las dos últimas cosas a pesar de las vivas protestas de Pedro- completaron nuestras compras del día.

– No me cabe en la cabeza por qué demonios quieres gastar dinero en comprar comida -dijo Pedro con expresión afligida cuando regresamos con nuestras compras-. En el cortijo hay comida buena de sobra y tenemos mucho vino. Hay patatas a montones debajo de unas matas, junto a las acacias. Hay sacos de cebollas, montones de ajos, pimientos y tomates todavía en la planta, y también berenjenas, aceitunas, naranjas y jamón… y, vaya, ahí lo tienes: papas a lo pobre… Bien es verdad que de vez en cuando no viene mal comprar una lata de atún o de sardinas para añadir a las patatas, ya sabes, para variar un poco la dieta, pero esta costumbre de comprar toda esta comida innecesaria me ofende.

Aunque la insistencia de Pedro en que merecía la pena gastar cierta cantidad de energía y de dinero en instalar agua corriente en una casa resultara poco característica de él, había que reconocer que tenía razón. De hecho, Ana estaba convencida, por lo que al día siguiente me puse a improvisar un sistema de algún tipo. Llevé el depósito al collado que había por encima de la casa y conecté la manguera a un agujero más o menos redondo que había abierto y limado en el fondo. A continuación, extendí la manguera pendiente abajo y, con un trozo de alambre y un pedazo de tubo de goma viejo, la conecté al trozo de tubería de cobre que salía del tejado del cuarto de baño. Entonces, con un poco de cuerda, un trapo y una bolsa de plástico, tapé el agujero del fondo del depósito.

Después de esto, recogimos todos los cubos, botes, botellas y bidones que encontramos y bajamos al río en el Land Rover. Tras llenarlos todos, regresamos a la casa trepando lentamente por el pedregoso cauce. Una fuerte sacudida del coche al entrar cuesta arriba en los campos inferiores hizo que la mitad del agua se derramara de golpe. Nos hicieron falta veinte minutos de cuidadosa marcha a paso de tortuga para regresar hasta el depósito. Pero cuando llegamos sólo quedaban unos cincuenta litros. No parecía mucha cantidad cuando la vimos moviéndose en el fondo de un depósito de quinientos litros, pero al menos sería un principio. Bajé corriendo al cuarto de baño y llamé a Ana para que viniera a verme abrir el grifo… Pero no salía nada, ni siquiera una burbuja.

– No lo entiendo. Es tan sencillo que necesariamente tendría que funcionar. Debe de haber algún factor que he dejado fuera de mis cálculos.

– Abejorros -dijo Pedro desde la puerta-. Seguro que las tuberías están llenas de nidos de abejorros.

Los aquí llamados abejorros son como unas enormes abejas negras y azules que revolotean bamboleándose torpemente con unas alas azules que, aunque preciosas, resultan con toda probabilidad inadecuadas. Existen diferentes teorías sobre si pican o no. Da la impresión de que son capaces de propinar un picotazo de lo más desagradable pero, dado que nunca me ha picado uno, les concedo el beneficio de la duda. Construyen sus nidos en cualquier agujero interesante que encuentran, principalmente en cañas huecas, aunque también en tuberías y mangueras si permanecen en desuso durante el tiempo suficiente. Cuando desconectamos la manguera y metimos un alambre por la tubería de cobre, descubrimos que estaba llena de abejorros muertos y de nidos.

Saqué los detritus con el alambre y volví a conectar las tuberías. Y vuelta al cuarto de baño, esta vez un tanto desconcertado al no haber podido dejar de notar que no había ni una sola gota de agua alrededor de los insectos. Una vez más, abrí el grifo, y una vez más, el humillante silencio. Es cierto que no sé nada de fontanería, y que no tengo el menor interés por descubrir el mundo de los empalmes Johnson, las cámaras de carga ni la altura manométrica, pero de la física que había aprendido en el colegio me había quedado al menos una noción elemental: el agua, al parecer, siempre corre hacia abajo. Pero esta ley parecía no cumplirse aquí. Miré desesperadamente a Pedro, que se apoyaba en el marco de la puerta mondándose los dientes con su navaja.

– Aire en la tubería.

– Pues claro que hay aire en la tubería, pero ¿qué puedo hacer?

– Chupa del grifo.

– No puedo chupar del grifo. ¿Cómo carajo voy a meter la cabeza en el lavabo?

– Entonces, desconecta la ducha y chupa de ahí.

Así pues, empecé a chupar de la ducha hasta que se me puso la cara colorada. Al cabo de unos momentos el tubo empezó a escupir agua y aire haciendo un ruido horroroso, y de pronto surgió un hilillo de agua pardusca.

– ¡Algo está moviéndose! -grité.

Pero el hilillo pardusco ya se había cortado. De pronto, salió más aire a borbotones, culebreó un poco la tubería, tosió y, ¡loado sea Dios!, un surtidor de agua limpia surgió del tubo de la ducha.

Verdaderamente teníamos que congratularnos: finalmente el agua corriente había llegado al cuarto de baño de El Valero.

– Bueno, no es realmente agua corriente -advirtió Ana-. No lo es si tienes que ir a buscarla al río en coche.

– Mira, abres el grifo y sale agua. Eso es lo que yo entiendo por agua corriente.

Pero yo notaba que Ana estaba satisfecha a pesar de todo.

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