Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Enmarcado por la oscura hiedra, veía el sol, aún bajo, iluminando los geranios y las rosas que bordeaban el camino de tierra batida y estiércol de vaca. De los establos cercanos salía el ruido de los animales gruñendo y resoplando. Me parecía que merecía la pena ir a investigar todo eso, con lo que bajé arrastrando los pies hasta el bidón para echarme un poco de agua por la cara. Cuando volvía a subir la senda, vi a Pedro bajando despacio, como un caracol, llevando sobre la cabeza y los hombros un enorme bulto compuesto por su colchón y su ropa de cama, que iba arrastrando por el polvo.

– ¿No te estarás yendo, no? -le pregunté, incrédulo.

– No, no, pero anoche dejasteis la ventana de la habitación abierta. El aire de la noche os va a matar bien muertos.

– ¡Tonterías, hombre! -le tranquilicé-. Nos hemos pasado toda la vida dejando abierta la ventana del dormitorio, en un clima más frío que el que tú hayas conocido jamás, y todavía estamos vivos.

– Eso será «por ahí», pero aquí los aires de la noche son mortales de verdad. Yo tenía un tío que una vez fue a visitar a no sé quién y pasó la noche en una habitación con una ventana que no cerraba bien del todo; nada de mucha importancia, la verdad, sólo una grieta en el marco. Bueno, pues a la mañana siguiente se despertó sintiéndose malísimo, a la noche estaba muerto y ahora está en la Gloria.

Y elevó los ojos al cielo de la manera que lo hace la gente de aquí siempre que surge el tema de la Gloria.

– Caray, Pedro, eso debió de ser algo más que una grieta. Nosotros hemos tenido la ventana abierta de par en par toda la noche y estamos bien. Por lo menos eso creo. Pero voy a asegurarme de que no le ha pasado nada a Ana.

– Habéis tenido suerte de libraros, pero yo me voy a mudar a la otra casa. Otra noche así y tal vez ya no tendré tanta suerte. Tengo que tener cuidado, soy viejo y enclenque, pero no tengo ningunas ganas de irme a la Gloria todavía.

Me senté en la cama, asegurándome de que Ana no había sucumbido a los efectos letales de la brisa nocturna. Parecía estar bien.

– ¿Dónde está mi té? -dijo.

– ¿De verdad quieres una taza de té matutina?

– No, decididamente no -respondió tras sopesarlo unos momentos.

– Creo que Pedro está haciendo papas a lo pobre, y podrías acompañarlas con un par de vasos de costa.

– Antes preferiría morir.

– Pues parece ser que has estado a punto de hacerlo, y yo también, y que encima casi hemos acabado con Pedro. Dice que el aire de la noche es absolutamente letal y que no se debe dormir nunca con las ventanas abiertas.

– Salen más gilipolleces por la boca de ese hombre que cagarrutas por el culo de una cabra. Francamente, nunca había oído nada tan absurdo.

Adopté una expresión afligida por su lenguaje grosero.

– Claro, claro, pero nunca se sabe.

Ana se levantó, Beaune saltó de la cama, y los tres salimos a mirar cómo el sol de la mañana jugaba con las sombras en los cerros de enfrente. Desde abajo nos llegaba el olor a patatas, cebollas y ajos friéndose: comida fuerte.

Se me estaba ocurriendo la idea de que lo mejor que podíamos hacer la primera mañana de nuestra nueva vida era subir al cerro de detrás de la casa para contemplar juntos nuestros nuevos dominios.

– No veo por qué tenemos que trepar hasta ahí arriba para ver el cortijo que está aquí abajo -dijo Ana.

– Pues, para empezar, porque el hombre, cuando ve una montaña, siente la necesidad natural y sana de subir a su cima. Sin esa necesidad apenas seríamos humanos… ¿no?

– Entonces yo carezco totalmente de ese tipo de necesidad.

– ¿Acaso no sientes deseos de saber lo que se encuentra al otro lado de una montaña?

– En el caso poco probable de que mi curiosidad fuera tan fuerte, creo que sería mucho más sensato rodearla en coche y ver lo que quiera que sea del modo en que se supone que debe ser visto -replicó Ana-: al mismo nivel.

Joop tiene una curiosa opinión sobre este tema. Él también solía ser presa de esa admirable necesidad de subir hasta la cúspide de cualquier elevación con que tropezaba pero, desde que empezó a vivir en las montañas, todo eso cambió y ahora no siente los más mínimos deseos de subir ni a la más modesta de las lomas. Reconoce que en quince años ni siquiera ha visto nunca la parte más alta de su propio terreno, pues tiene más que suficientes cosas que le mantienen ocupado en la parte baja.

En cualquier caso, aún faltaba mucho tiempo para que yo pensara de ese modo, y finalmente logré engatusar a Ana para que subiera poniendo de relieve el ejercicio tan saludable que haría la perra durante una expedición así.

Beaune salió corriendo alegremente y se metió entre los matorrales, mientras nosotros la seguíamos lentamente hacia una caseta de hormigón encaramada en lo alto del cerro. Por asombroso que parezca, antiguamente esa caseta se erguía sobre un cable transportador que hace cincuenta años transportaba minerales a través del valle desde las Minas del Conjuro, situadas a diez kilómetros en dirección este, hasta el puerto de Motril, treinta kilómetros al sudoeste.

Una vez en lo alto, Ana pareció satisfecha con la vista. En las alturas el ruido de los ríos se pierde y reina un extraño silencio, que sólo es interrumpido por el canto de las totobías y el rumor de la brisa entre las retamas. El pelaje de Beaune y los bajos de nuestros pantalones estaban impregnados de olor a romero por el roce de los matorrales a través de los que habíamos pasado, y la fragancia se había hecho más interesante con la adición de lavanda y distintas variedades de tomillo, aunque había quedado matizada por el roce de algún que otro macizo de maloliente ruda.

Allá abajo, las mansas y claras aguas del río Cádiar se mezclaban con el raudo caudal del Trevélez, de aguas más oscuras, y juntas se precipitaban estrepitosamente por el rocoso cauce hasta el desfiladero del Granadino. El Valero se encontraba en el triángulo más oriental de los tres que formaban los ríos al confluir. Nos sentamos en un montículo y nos pusimos a trazar la linde del terreno, que por el lado sur, descendiendo por la empinada pendiente, llegaba casi hasta el borde del agua, y por el norte se allanaba en extensos campos ribereños.

De vuelta al cortijo, con media mañana aún por delante, crucé el río a saltos en el Land Rover para recoger del remolque otro cargamento de nuestros ridículos y embarazosos bienes materiales. Ahora resultaba todavía más embarazoso, ya que los habitantes de las pocas casas de los alrededores se habían congregado para hacer comentarios en voz baja sobre cada artículo que iba apareciendo.

– Eso debe de ser su mesa de matanza.

– ¡No! No creo que por ahí usen cosas así.

En realidad se trataba de nuestra mesa de comedor, una bella pieza de carpintería que yo una vez había acarreado desde una tienda de antigüedades para regalársela a Ana por su cumpleaños. Curiosamente, nadie parecía querer aventurar una conjetura sobre mi máquina eléctrica de esquilar ovejas, que fue recibida en medio de un desconcertado silencio.

Escarmentado por el recibimiento que habían tenido nuestras posesiones, volví a subir lentamente por el río y procedí a descargar el Land Rover delante de Pedro, quien sometió a nuevos comentarios críticos todos y cada uno de los objetos. Di gracias a nuestro sino por habernos hecho dejar en Inglaterra, al borde de la carretera, la colección de sapos y tortugas de porcelana de Ana, cuando nuestro remolque había resultado demasiado pesado para moverse.

Para última hora de la mañana ya había vaciado el remolque del resto de nuestras pertenencias y las había colocado en la casa. Con un cepillo, un recogedor y unas flores puestas en tarros vacíos de mermelada, Ana había dado a la casa una cierta apariencia de hogar, y mientras yo subía con gran estruendo el camino con el último cargamento, se había sentado a comer con Pedro.

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