El mediodía era, lo mismo que todos los demás mediodías, abrasador, pero en la terraza de los Melero soplaba una suave brisa, y un eucalipto gigante daba sombra al tejado. Abajo en el valle el aire reverberaba con el calor, y vi a Pedro con su séquito de animales subiendo por el sendero desde el río para dormir la siesta. Desde los olivares de la ladera oeste llegaba el tintineo de un arado y el sonido de Joop maldiciendo a su mula.
– Es precioso, ¿verdad? -dijo Expira-. Somos más pobres que nada y nuestra vida no es más que trabajos y penas, pero esta vista me encanta. -Y sonrió mientras espantaba con un trapo una nube de moscas.
– Sí, precioso -coincidí-. Casi no puedo creerme que de verdad vayamos a venir a vivir aquí.
– ¿Tiene usted hijos? -preguntó.
– No, pero estamos pensando en tenerlos.
– Pensar en ello no les servirá de nada. Tienen que tener hijos, si no se sentirán muy solos ahí tan lejos. El valle necesita más niños, igual que yo, que también los necesito. Mis nietos están en Barcelona y sólo los veo una vez al año, y éste -dijo señalando a su hijo-, éste no parece que quiera casarse. ¿No podría usted tal vez buscar alguna muchacha de «por ahí» para que se casara con Domingo?
– Veré lo que puedo hacer -dije riendo.
Había cumplido con parte de mis instrucciones. Las obras para el nuevo puente se habían puesto en marcha, e incluso ya se había hecho algo palpable: la corta de las vigas. Tras realizar esta operación, Domingo y yo nos dirigimos al interior de Las Alpujarras en busca de un maquinista que me hiciera la carretera.
Ya en el interior del coche, Domingo me explicó todo lo que había que saber sobre máquinas. Había trampas en las que los incautos y los profanos podían caer fácilmente. Algunos maquinistas eran unos sinvergüenzas, otros eran unos incompetentes, unos eran demasiado tímidos y otros demasiado temerarios, y había otros que simplemente eran unos informales. Y aparte de eso, por supuesto, estaba la cuestión de las máquinas. La bestia negra de Domingo era la máquina de ruedas de goma.
– Sea cual sea la máquina que consigamos, lo que no queremos es una con ruedas de goma. No sirven para nada. Esteban tiene una de ésas, y además es un buen conductor, pero es un sinvergüenza, así que no iremos a verle.
– ¿No me habías dicho que Esteban era amigo tuyo?
– Pues claro.
– Pero acabas de decir que es un sinvergüenza.
– Hasta los sinvergüenzas necesitan amigos, y de todos modos me gusta como persona, sea sinvergüenza o no. Pero su máquina es antigua y está completamente hecha polvo, con lo que tampoco serviría para nada. No te conviene una máquina vieja, porque pagas lo mismo por hora pero el cacharro acaba cansándose y trabajando menos que uno más nuevo. Y por supuesto tampoco te conviene una máquina nueva, porque un hombre con una máquina nueva tendrá miedo de que se le raye la pintura y no le dará suficiente caña.
La cabeza me daba vueltas con las complejidades de la tarea. Nos desplazamos de un lado a otro de las montañas a toda velocidad, deteniéndonos cada vez que divisábamos a un maquinista. Entrevistamos a docenas de maquinistas en bares o, pasada la medianoche, a la puerta de sus casas en pijama, e inspeccionamos críticamente su maquinaria discutiendo las ventajas de los diferentes brazos, cuchillas, cubos, cadenas, ruedas, palas y cucharas.
Al final nos decidimos por Pepe Pilili y su máquina. Entre Órgiva y Lanjarón hay una tasca -un establecimiento demasiado humilde para merecer el título de bar o venta-, al lado de una pequeña ermita adornada de flores. Mucho después de medianoche y tras una tarde infructuosa de búsqueda de máquinas, detuvimos el coche.
– Pepe Pilili vive aquí. Tiene una máquina -anunció Domingo.
Pepe estaba en el bar, con su hijo de pocos meses en brazos. Pepe Pilili era una de esas personas a quienes, una vez que las conoces, no olvidas nunca. Era alto y de espesos cabellos rubios, y chuleta como él solo.
– No hay ningún problema, amigo. Yo te haré la carretera. Mañana por la tarde la empiezo.
Celebramos nuestro pacto con sangría. En Las Alpujarras no se toma mucha sangría, con lo que la ocasión adquirió un carácter especial. Más tarde, Domingo y yo regresamos a casa de un humor exultante. Por el camino Domingo me confió que la máquina de Pepe, una JCB, tenía ruedas de caucho, que se la habían traído de la fábrica la semana anterior sin ir más lejos, y que en realidad Pepe jamás en su vida había conducido una máquina. «Pero resultará», nos aseguramos el uno al otro. No puede uno permitirse ser demasiado exigente con estas cosas.
Una semana más tarde Pepe Pilili se presentó con su reluciente máquina nueva. Para un hombre como yo, llegado hacía poco al negocio de la evaluación de tales aparatos, la máquina parecía algo austera, a pesar del aspecto impecable de la pintura y de las ruedas de caucho. El aparato cruzó el río chapoteando, hizo una rampa para subir por la orilla arenosa, devoró un macizo de matorrales, el último obstáculo antes de llegar al cortijo, y allí se colocó, brillando bajo los últimos rayos del sol de la tarde.
Pedro y sus cabras se apartaron un poco para someter la máquina a un crítico escrutinio.
– ¿Qué te parece, Pedro? -le pregunté-. ¿No te da un poco de pena que el mundo civilizado esté a punto de tender su repugnante brazo hasta El Valero abriendo una carretera a través de estos bancales eternos?
– ¡La hostia, no! Esto es el futuro, hombre. Esto es lo que El Valero necesita. Lo habría hecho yo hace años si no hubiera sido por mi gente. Sin embargo, es lástima lo de la máquina.
– ¿Qué le pasa a la máquina?
– Tiene ruedas de goma.
Domingo se abrió paso entre los matorrales montado en su burra y se acercó a supervisar.
– Vamos a empezar con ese terraplén de ahí, Pepe. Vete para allá y métete todo lo cerca del almendro que puedas. Hay que desperdiciar lo menos posible de tierra buena.
Pepe se lanzó en su máquina hacia el terraplén que Domingo le había indicado. Yo me quité de en medio para subir a la casa a buscar unas cervezas, pero al bajar me sorprendió ver la excavadora en una postura inusual, pues se encontraba acostada de lado al pie del terraplén. Pepe estaba junto a ella rascándose la cabeza, mientras Pedro se reía por lo bajo y Domingo le explicaba desdeñosamente a Pepe cómo tendría que haberlo hecho.
– Vuelve a ponerla de pie y esta vez empieza el terraplén desde arriba.
– ¿Y cómo Dios voy a ponerla de pie otra vez?
La petulancia de Pepe no parecía haberse resentido demasiado, pero yo le veía asustado por lo que habría podido ser un horroroso accidente.
– Pues con el brazo, que para eso está.
– Yo no sé, Domingo; inténtalo tú.
– ¿Yo? Nunca he conducido una excavadora.
Y diciendo esto, se encaramó a la cabina y arrancó el motor. Mientras probaba los controles para ver para qué servía cada uno, la máquina se revolvió en el suelo como si fuera un saltamontes de una sola pata y a continuación se levantó lentamente sobre su brazo, se bamboleó un poco -un hábil tirón de la cuchara- y con un topetazo se volvió a poner de pie sobre las ruedas.
– Ya está -dijo Domingo mientras descendía de la cabina muy satisfecho de sí mismo-. No le ha pasado nada, todavía funciona.
Pepe se subió otra vez y se puso a atacar de nuevo el terraplén desde arriba de una manera más bien tímida. Los demás nos sentamos en la hierba con nuestras cervezas y nos pusimos a observarle. Al mirar hacia arriba desde ese pequeño talud de tierra, recorrí con la vista la enorme extensión de ladera rocosa que tendríamos que cortar hasta llegar a la antigua carretera de las minas que había en lo alto. Para ser sinceros, Pepe, su máquina y sus malditas ruedas no eran los más indicados para la tarea.
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