Domingo vive con sus padres, Expira y Domingo, o Domingo el Viejo, como le llama la gente. Domingo el Viejo es un hombre diminuto, con la piel curtida por el sol y el duro trabajo, y un rostro que constantemente se agrieta al deshacerse en una cálida sonrisa.
Joop hizo las presentaciones. Nos inclinamos y nos estrechamos la mano.
– Mucho gusto en conocerle -le dije en mi mejor español.
A continuación, me volví hacia Expira, una mujer robusta de unos cincuenta y tantos años que no hace tanto tiempo debió de ser una auténtica belleza. Tenía unos preciosos ojos alegres y la sonrisa de alguien cuyo atractivo impregna todos sus poros como el licor que empapa un bizcocho borracho.
En cuanto a Domingo, se encontraba sentado en el suelo limando la cadena de una enorme motosierra, y me saludó con una sonrisa amistosa.
Nos sentamos en unas sillas bajas alrededor de una bobina de cable. Estas bobinas de cable son omnipresentes por aquí, y hacen muy bien el papel de mesas. La Sevillana, que es la compañía generadora de electricidad de Andalucía, tiene una central eléctrica y un almacén en el valle, con lo que todos los cortijos de los alrededores están abundantemente provistos de los desechos de la producción de electricidad. A lo largo de los años, Pedro Romero había reunido una impresionante colección de sogas, vigas metálicas, dispositivos de tensionado, aislantes de cerámica, barras de acero y cables. «Siempre encuentras algo para lo que te pueden servir estas cosas, y si no las birlas cuando puedes, no las tienes ahí cuando las necesitas para algo», me había explicado.
Expira extendió cuidadosamente sobre la bobina un saco, cuyos vivos colores mostraban que su lugar de procedencia era una refinería de azúcar de la costa, y a continuación nos sirvió vino, pan, aceitunas y jamón. Era precisamente esa hora del día… aunque en realidad no sé muy bien cuál es exactamente esa hora del día, puesto que siempre parece ser esa misma hora. Estábamos rodeados de una nube de moscas -en todo paraíso tiene que haber alguna imperfección, y evidentemente las moscas habían sido adjudicadas al mío- y empezamos a hablar del río y del valle, y de la agricultura en general.
– Así que va usted a vivir en El Valero, ¿no? -preguntó Domingo el Viejo.
– Sí, nos vamos a trasladar ahí este invierno.
– El Valero es un buen cortijo -dijo pensativo-. Tiene mucho sol y mucho aire, y también mucha agua…
– Eso dicen.
– Lástima que esté al otro lado del río. Ese río puede crecer con las tormentas de invierno y te puedes quedar completamente aislado semanas enteras o incluso más tiempo. Hace no mucho una mujer se murió allí. Se le inflamó el apéndice y le entraron unos dolores horribles. Intentaron cruzarla al otro lado del río con las muías, pero la corriente llevaba tanta fuerza que las hizo caer y la mujer murió. Fue terrible.
– Sí, y también está lo de Rafaela -añadió Expira-. Ya sabes, Rafaela Fernández, la hija del sordo: murió de parto en El Valero. El río creció y se llevó el puente. Tendrán que solucionar eso. Vivir ahí sin puente es demasiado peligroso.
Desde donde estábamos todo lo que se veía era un fino hilillo de agua rojiza serpenteando entre las rocas del cauce del río.
– Ha sido un verano seco -continuó Domingo el Viejo-. Una catástrofe. No ha caído una gota desde el mes de marzo. Lo que pasa es que ya no llueve como antes. Antes llovía hasta en verano, aunque en esa época del año la lluvia no hacía más que destrozos y no servía para nada. Recuerdo un verano, hace unos años, en que de pronto cayó un aguacero… era un día claro y soleado, y el río no llevaba más que un chorrillo de agua, como ahora, cuando de repente vino un enorme torrente de agua y el río se llenó de cerdos, cabras y mulos muertos. De hecho el agua saltó por encima del puente de los Siete Ojos, que está por debajo del pueblo. Sí, en aquellos tiempos sí que llovía de verdad.
– Si ahora ya no llueve, no tendré que molestarme en hacer nada acerca del puente -sugerí esperanzado.
– Pero nunca se sabe lo que puede pasar en el futuro. Podría haber una tormenta mañana, y no se puede uno fiar del río. Deberías construir un puente, una carretera de entrada, y otra de salida hacia arriba por detrás, por si el río se lleva el puente. -Este último comentario procedía de Domingo, que había dejado a un lado su motosierra y estaba arrimando una silla a la bobina de cable.
– ¿Hacia arriba por detrás? ¡¿Me estás diciendo que haga una carretera trepando por esa montaña?!
– No sería tanta distancia. Con tres o cuatro curvas llegarías hasta el camino de las minas que hay en lo alto. Con una buena máquina excavadora podrías hacerlo en un par de días.
– Bueno -dije-. Entonces tendremos que hacer una carretera y un puente. Pero un puente va a resultar caro y difícil…
– No, no, no serán más que unas pesetas -declaró-. Sólo unas cuantas vigas de eucaliptos puestas a través y un par de estribos de cemento y piedras del río. No debes gastar ningún dinero en construir nada en el río, porque lo que construyas se lo va a acabar llevando de todas maneras.
– De acuerdo, entonces unas vigas de eucaliptos…
– Eso es bien fácil -dijo Domingo-. Ahora estamos en la luna menguante de agosto: el momento perfecto para cortar vigas de eucaliptos. Si las cortas en cualquier otro momento, menos quizás en la luna menguante de enero, se pudren. Juan Salquero es el dueño de ese soto de eucaliptos de ahí abajo en el río. Lo arreglaré con él y las cortaremos mañana. Para hacer de verdad bien el trabajo necesitaremos cinco vigas de quince metros cada una.
Cuando llegué a la mañana siguiente me encontré a Domingo encaramado en lo alto de un árbol de quince metros de altura con su motosierra; sin guantes, sin cuerdas, sólo con su indumentaria habitual consistente en zapatillas de deporte desgastadas, pantalones de tela fina y camisa. Estaba encajado en una horquilla, desde la cual se inclinaba sujetándose con el pie a una rama. La gigantesca motosierra, una máquina antiquísima y terrible, sin los estorbos de ningún dispositivo moderno de seguridad, roía ferozmente sin parar el grueso tronco de un chopo que entorpecía la operación.
Domingo era un auténtico fenómeno. Cuando estaba presente, las cosas que parecían imposibles se resolvían como por arte de magia. En cuestión de un momento habíamos cortado -o más bien había cortado Domingo- cinco gigantescos eucaliptos de tronco derecho, les habíamos quitado las ramas y la corteza, y los habíamos cubierto con matorrales para que el sol no los cociera demasiado deprisa. Y así permanecerían hasta el invierno, en que encontraríamos la manera de sacarlos de la arboleda y llevarlos hasta dondequiera que hubiéramos decidido colocar el puente.
No me había hecho gracia usar la motosierra, por lo que utilicé un hacha para quitarles las ramas a los troncos, y también para descortezarlos. Estuvimos trabajando toda la mañana, hasta que Domingo decidió hacer un alto.
– Venga -dijo-. Vamos a la terraza a tomarnos un vaso de vino. Ahora hace ya demasiado calor aquí fuera.
Así pues, subimos a la casa de Domingo, en donde Domingo el Viejo estaba haciendo cestos de esparto sentado en un cajón a no mucha distancia de una jarra de vino.
– Son para mi sobrina -explicó-. Tiene un restaurante en Granada. Gana muchos premios de cocina. Le gusta tener grandes cantidades de cestos de esparto por todos lados, Dios sabe por qué. Sus clientes son médicos, catedráticos y gente así porque el restaurante está al lado mismo de la universidad. Dice que todas estas cosas del campo les hacen sentirse como en su casa. Pero qué voy a saber yo de eso.
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