Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Debían de ser las Perseidas: es precisamente a mediados de agosto cuando suele pasar esa lluvia de meteoritos. Pero por entonces yo no sabía nada de esas cosas y, en cualquier caso, mi mente estaba demasiado ocupada con todo lo que había oído para pensar en astronomía. «Debe de ser siempre así en las noches de verano», pensé fantasiosamente mientras iba dejando un sinuoso rastro mojado en dirección a la casa.

Pronto empezó a establecerse una rutina en el cortijo. Por Las mañanas Pedro y yo recorríamos los bancales para recoger los higos que habían caído de los árboles por la noche. Los íbamos metiendo -suaves, blandos y de un color morado oscuro- en cubos, y se los llevábamos a los cerdos, que ocupaban un corral en el extremo de la casa donde tenían un estanque de lodo y una zona de polvo para revolcarse, así como un rincón a la sombra de un grueso tejado en donde se pasaban el día jadeando de calor. A los cerdos les encantan los higos, y cuando les vaciábamos como medio quintal de la deliciosa fruta en los pesebres de piedra se peleaban y daban saltos de júbilo. Todo el mundo por aquí tiene cerdos, a los que engordan durante el año para luego matarlos, en las tradicionales matanzas, durante los días sin moscas del invierno.

Un día Pedro regresó de una expedición más allá de los confines del valle con el caballo cargado de unas gigantescas bolas verdes: sandías.

– Para que los cerdos no se aburran de los higos -explicó, mientras cortaba cada sandía en cuatro partes y se las echaba a los entusiasmados animales-. Las están regalando ahora en la vega, antes de enterrar con el arado el resto de la cosecha.

Después de coger higos segábamos el maíz con hoces. Los campos de más abajo junto al río relucían con un cultivo de maíz para forraje que en esa época del año era de un verde vivísimo. Juntábamos con el brazo grandes manojos y los segábamos a ras del suelo con golpes de hoz de trayectoria curva.

– Sujétala así, hombre, que si no te vas a cortar de mala manera. Tienes que tratar la hoz con mucho respeto.

Cortábamos unas gavillas que eran demasiado pesadas, con mucho, para llevar, y nos las echábamos después a la espalda, subiendo penosamente la cuesta doblados por la mitad para depositarlas en los pesebres de las distintas edificaciones que hacían las veces de establos para las vacas.

Siempre procurábamos acabar estas tareas antes de que el sol empezara a rozar los campos. Entonces yo preparaba las papas a lo pobre, o simplemente un par de gruesas tajadas de jamón, pan y vino.

– ¡Comida fuerte! -rugía Pedro con una varonil risotada-. ¡Come comida fuerte!

La comida fuerte por aquí consiste en cabezas de pollo, grasa de jamón, morcilla hecha con sangre de cerdo, pimientos y ajos crudos, chumbos, pan duro y vino. Se adquiere un gran mérito varonil ingiriendo comida fuerte, y el mérito aumenta cuanto más temprana es la hora del día en que se ingiere. Por lo tanto un hombre que pueda aguantar el desayunar una cabeza de pollo chamuscada y un pimiento picante, acompañados de un currusco de pan Juro de pueblo y regados con un par de vasos de «costa» y lo haga además con fruición- es un hombre al que no se debe desdeñar.

Esta era la dieta preferida por Pedro. Una mañana me ofreció una cabeza de pollo -un objeto quemado de aspecto repugnante que acababa de sacar del fuego, todavía con plumas chamuscadas-, enseñándomela, sonriente, mientras la agitaba delante de mis narices.

– ¡Comida fuerte para el invitado de honor! Al ver mis reparos, se la metió en la boca y la masticó, y una oleada de satisfacción invadió sus amplias facciones.

Al final acabé obligándome a mí mismo a someterme a este tipo de alimento básico para desayunar, pues me parecía en cierto modo poco apropiado perder el tiempo enredando con cereales y leche mientras otros devoraban como es debido comida más varonil.

Después de desayunar lavaba los platos, vasos y cubiertos en un tronco que había bajo el granado al lado del bidón. Pedro me mostró cómo había que hacerlo, y no éramos demasiado exigentes en cuanto a la calidad de nuestro trabajo, a excepción del hecho de que siempre tapábamos los cacharros con un trapo mientras se secaban, para protegerlos de las moscas. Después del desayuno tenía libertad para entretenerme como quisiera, mientras Pedro se dedicaba a «sacar a las bestias» por el río, montado en su caballo.

Un día seguí la manguera hasta su punto de origen, desde el lugar por donde el agua caía goteando en el bidón. Primero cuesta abajo y luego siguiendo río arriba a lo largo del Cádiar, serpenteando ceñida a los contornos de unos erosionados tajos y colgada a través de profundos precipicios, la manguera pasaba por un montón de piedras, que era lo que quedaba de una casa en ruinas situada en la linde de la finca, para después girar e introducirse por un profundo cañón yermo, en cuya tierra reseca nada crecía sino espinos resquebrajados y siniestras plantas rastreras: alcaparras, según descubrí más tarde. Las rocas estaban cubiertas de un sedimento blanco y reinaba un silencio sepulcral. En lo alto de una grieta estéril había una charca, de la cual goteaba el agua por un tubo de plástico viscoso para caer en un bidón de aceite oxidado. En el fondo del bidón había un agujero y, metido por el agujero junto con un tapón de trapos y cuerda, estaba el otro extremo de la manguera, el origen del abastecimiento de agua de El Valero.

Durante algún tiempo había estado dándole vueltas al hecho de que el abastecimiento de agua llegara sólo a una zona por debajo de la casa, y también había seguido constituyendo un misterio el cuarto de baño terminado con tanto lujo, pues todo estaba correctamente conectado -retrete, bidet, ducha y lavabo- y una tubería de cobre conducía a través del tejado hasta un bidón de aceite tan oxidado que ya no tenía ninguna forma reconocible.

Finalmente le planteé la cuestión a Pedro.

– El agua solía llegar hasta el tejado y llenar ese bidón, pero ya no llega tan alta.

No quiso explicar más el asunto.

– Encendíamos una hoguera debajo del bidón de aceite y así teníamos agua caliente. Era una maravilla.

Durante las horas en que a Pedro no se le ocurría ninguna tarea que darme en el cortijo, me iba a dar paseos, explorando la finca e imaginándome mi vida aquí, una idea que todavía me parecía muy alejada de la realidad. Otras veces iba a hacer visitas o incluso me acercaba a pie hasta el pueblo, a una hora y media de distancia.

Esto llenaba de asombro a Pedro.

– ¿Para qué diantres quieres ir al pueblo? -me dijo un día-. ¿A comer y a beber? Pero si tenemos aquí mismo toda la comida y bebida que queremos, y no nos cuesta nada. Y además es mejor. Aquí sabes lo que comes, pero Dios sabe qué porquerías te estarán dando esos ladrones del pueblo, y encima cobrándote dinero… ¿A mirar a la gente mientras se pasea por la tarde? Mira, Cristóbal. -Y en ese momento adoptó un tono de gran trascendencia-. Escúchame, tú estás casado y tienes una mujer muy buena y muy guapa. Yo no soy más que un hombre sencillo, pero una cosa que te puedo decir de todo corazón es que tienes que respetar a tu hembra. La mala vida con otras mujeres es un vicio monstruoso y terrible que sólo hace sufrir a tollos. Escucha lo que te digo porque es importantísimo.

Y daba golpes con su bastón en el suelo para subrayar la gravedad de lo que me estaba diciendo, mirándome con honda preocupación.

– Mira, yo sólo he dicho que me gusta ver pasear a la gente, no que quiera acostarme con ella.

La sola sugerencia de tal idea le hizo elevar los ojos al cielo, acongojado.

– Pedro, tú también tienes una familia encantadora y una mujer estupenda.

– No está mal -dijo sonriendo-. Un poco seca, si me entiendes.

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