Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– Huy, no quiero echarles de su casa. No vamos a venir a vivir hasta dentro de un tiempo. Pueden quedarse aquí todo el verano. No, por Dios, pueden quedarse todo el tiempo que… -Un violento ataque de tos de Ana ahogó el resto de la frase.

Volvimos a quedarnos en silencio, mientras Romero miraba fijamente a Ana, hasta que un intenso olor que penetraba por la ventana arrastrado por la fuerte brisa me alentó a intentar una nueva táctica para entablar conversación.

– ¡Cabras! ¿Así que tienen cabras aquí?

– Sí, tenemos cabras.

– Tienen cabras aquí, Ana.

– Qué interesante.

– ¿Quieren un vaso de leche? -preguntó María.

– Sí, gracias -dijimos al unísono, buscando a toda costa cualquier acontecimiento o ritual que nos hiciera salir del impasse.

Pedro y María se pusieron los dos de pie de un salto y se precipitaron al exterior de la casa con un cazo y una linterna, cerrando la puerta tras sí de un portazo. Ana y yo nos quedamos mirándonos en silencio durante unos momentos.

– Va a ser leche de cabra -cuchicheó Ana. Por alguna razón no quería que nuestros anfitriones la encontraran hablando mientras estaban fuera de la habitación-. Van a ordeñar una cabra y a darnos la leche en un vaso como si hubiera salido de una botella.

Sin embargo, María y Pedro no tenían tales pretensiones. Entonces oímos, por debajo de nosotros, unos golpes y un correteo, un siniestro juramento y la ventosidad de una cabra; y, a continuación, el silbido metálico de los dos linos chorros de leche cayendo en el cazo. Al poco rato, aunque no demasiado poco puesto que creo que ellos también estaban intentando alargar el asunto lo más posible, nuestros anfitriones volvieron con el cazo lleno de espuma blanca.

– Ah, leche -dije estúpidamente-. ¿Será acaso leche de cabra?

– Pues claro. Ahora hay que hervirla.

María cogió un camping gas y colocó encima el cazo. Todos nos pusimos de pie a su alrededor para mirarla.

– Están hirviendo la leche, Ana.

– Mira, aparte del hecho de que estoy viendo cómo en efecto están hirviendo la leche, da la casualidad de que he estudiado español durante varios años, y puedo captar más o menos el sentido de lo que se dice.

María nos dijo que la leche tenía que hervir tres veces para que se pudiera beber.

– Las fiebres de Malta -explicó.

Este espectáculo estiró las cosas durante más de veinte minutos, y finalmente nos bebimos el repugnante líquido. Romero se estiró y bostezó, y yo volví a tomar la palabra.

– Bueno, ha sido una velada realmente maravillosa pero… bien, estamos tan cansados que casi no podemos ni pensar con claridad. Creo que es hora de irse a la cama.

Todos asentimos entusiásticamente. Al fondo de la cuesta, bajo el granado, Ana y yo nos lavamos los dientes con el agua que caía goteando en el bidón. Era una noche clara con un reluciente segmento de luna que iluminaba los ríos por debajo de nosotros. El fuerte viento hacía rugir los pinos de la ladera de enfrente.

– Por todos los santos -dijo Ana entre dientes en la oscuridad-, ¿cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?

– Cinco días, en teoría.

– Pues no creo que pueda soportar otra velada así. Supongo que tú lo has pasado bien porque ha sido «auténtico», ¿no?

– Pasarlo bien es quizás una expresión demasiado fuerte. Tal vez sería mejor que nos fuéramos al pueblo a pasar allí las próximas noches. Pensaré en alguna excusa.

Esa noche se levantó un viento aún más fuerte, que entraba rugiendo por la ventana abierta del dormitorio y que llegó a tirar la silla en que estaban la ropa de Ana y su vaso de agua.

Me preocupaba que la cuestión del viento y de la silla significara el final de toda nuestra aventura andaluza cuando, por si esto fuera poco, nos habíamos gastado todos nuestros ahorros en comprar la finca, quemando de esta manera nuestras naves. Pero no.

– Creo que es maravilloso -dijo Ana-. Aunque tengo algunas reservas.

– ¿Y cuáles son, si se puede saber?

Procedió a leerme una larga lista de reservas que había preparado y que incluía recomendaciones sobre la carretera, el acceso, el agua -que no la había impresionado en su estado actual a pesar de los cuatro aparatos sanitarios del cuarto de baño- y una serie de otras nimiedades demasiado insignificantes para contar.

– Muy bien -murmuré con aire ausente-, ya me encargaré de todo eso.

Un aprendizaje de verano

De vuelta a Inglaterra, teníamos que atar todos los cabos sueltos de la vida que estábamos a punto de abandonar. Desde el punto de vista práctico esto significaba recoger nuestra casa y seguir trabajando en nuestros respectivos empleos durante los meses finales.

Ésta era una tarea mucho más fácil para mí, ya que durante los últimos años había llevado una vida más o menos itinerante. Casi todos los años desaparecía durante uno o dos meses para irme al extranjero a recoger datos para escribir una guía de viajes -me habían enviado a China y Turquía, además de España-. En los intervalos sacaba un poco de dinero rasgueando una guitarra en un restaurante ruso de Londres y esquilando y cuidando ovejas en las granjas de los alrededores. Y en primavera y otoño, cuando nos habíamos quedado bajos de fondos, me iba a Suecia durante unas semanas para perseguir otros contratos de esquila de carácter más lucrativo.

Sin embargo, Ana tenía raíces más profundas que extraer, literalmente, ya que llevaba un pequeño negocio hortícola y necesitaba buscar a alguien que se encargara de él en su lugar. Además, hacía falta reunir una gran cantidad de papeles: fundamentalmente, las brazadas de crípticos documentos que necesitábamos para poder llevarnos con nosotros al «amigo del alma» de Ana, un cruce de labrador negro conocido por el nombre de Beaune, así como algunas de sus preciadas plantas.

Calculamos que todo esto nos llevaría nueve meses, el tiempo justo para preparar a nuestros parientes y amigos a que se acostumbraran a la idea de que ya no viviríamos más entre ellos. Pero después de seis meses, yo ya no podía esperar más y, con el débil pretexto de tener que aprender de su dueño cómo llevar el cortijo, me fui a España en un vuelo económico para ver si El Valero existía realmente.

Era agosto, un mes durísimamente caluroso aquel año, y después de llegar en autobús a Órgiva, salí del pueblo a pie siguiendo el curso de un río prácticamente seco. Llevaba una pequeña bolsa -no se necesita mucha ropa en Andalucía en verano- y, quizá con un sentido un poco menos práctico, una guitarra metida en su funda.

Hacia el mediodía empecé a ver los bancales de El Valero extendiéndose por encima del río. El cortijo tenía un aspecto maravilloso, y eso que éste era el peor momento para verlo, ya que al mediodía el achicharrante sol de agosto destiñe los colores del paisaje, y lo que bajo los rayos oblicuos del sol de la mañana y de la tarde parecen unas colinas brumosas, con grietas y pináculos de roca resplandeciente, se revela como desiertas extensiones de matorrales y espinos sin sombras. Es mejor ignorar la evidencia de los propios ojos y disfrutar solamente de las impresiones que se tienen al principio y al final del día.

Me costó más de la cuenta cruzar el río por debajo del cortijo, quedando empapado de pies a cabeza en agua fría, y entonces empecé a subir hacia la casa en busca de Romero. Le había escrito diciéndole que quería pasar un mes en el cortijo aprendiendo todo lo que pudiera enseñarme sobre su manejo, y me imaginaba que su hija le habría leído la carta, ya que por aquí hay pocos campesinos mayores de cincuenta años que tengan algún conocimiento de su lengua escrita.

Mientras subía por el último bancal, en donde los caballos estaban amarrados a la sombra de unos olivos, oí una ronca voz familiar que salía de la casa cantando una canción. Ahí estaba Romero sentado en su terraza, echándoles pan duro a los perros tumbados en el polvo. Al verme, se levantó y avanzó pesadamente hacia mí con una gran sonrisa.

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