Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– Qué listas son para hacer eso, ¿verdad?

Georgina ignoró esta observación.

– El hombre que se nos está acercando -anunció con un urgente susurro- es el propietario de la finca del otro lado del río y creo que podría estar interesado en venderla.

Detrás de la cabra de un cuerno venía un hombre enorme con la cara colorada y la barba crecida, montado a horcajadas en un caballo. Era él quien cantaba, me imagino que para entretenerse mientras vigilaba a la cabra y sus diversos acompañantes, entre los que se incluían un par de vacas, un cabrito, una oveja mugrienta y una pareja de perros. Se detuvo, se inclinó hacia delante en su silla y nos analizó bajo un sucísimo sombrero de playa de algodón blanco. Profiriendo un juramento, detuvo su séquito.

– Hola, buenas tardes. ¿Es usted Pedro Romero, el dueño del cortijo del otro lado del río? -comenzó a decir ' Georgina.

El hombre emitió un gruñido.

– Me han dicho que a lo mejor quiere venderlo.

– A lo mejor.

– Entonces queremos ir a verlo.

– ¿Cuándo?

– Mañana por la mañana.

– Allí estaré.

– ¿Cómo se va hasta allí?

A esto siguió una prolija explicación de la cual sólo logré entender alguna que otra referencia a árboles, zarzales y piedras. Todo ello más bien innecesario, pensé, puesto que desde donde estábamos podíamos ver el cortijo a menos de un kilómetro de allí.

– ¿Este guiri quiere comprar la finca? -Me miró con suspicacia, sopesando mi valía.

– Tal vez quiere y tal vez no.

– Hasta mañana, entonces.

– Hasta mañana.

Tras lo cual la pequeña procesión dio media vuelta y se alejó tintineando río abajo. Romero había cesado de cantar y parecía estar sumido en la reflexión. Contemplé extasiado cómo al ponerse el sol iluminaba las nubecillas de polvo dorado levantado por las patas de los animales.

– Sé alguna cosa que otra sobre este negocio -dijo Georgina-, y decididamente merece la pena echar una ojeada a ese cortijo. Se llama El Valero.

Georgina me estudió pensativamente mientras desayunábamos juntos con un café antes de salir hacia el valle.

– Escucha, tienes que mantenerte en silencio a menos que yo te diga lo contrario. Déjame hablar a mí.

– De acuerdo, pero espera. ¿Hemos dado por sentado ya que quiero comprar El Valero? Tenía la impresión, si me perdonas, de que era La Herradura lo que yo quería.

Georgina me miró directamente a los ojos.

– He estado pensando en este asunto y he llegado a la conclusión de que El Valero y tú estáis hechos el uno para el otro. Ya lo verás cuando lleguemos allí.

Fuimos en coche hacia el valle bajo un tibio sol de enero. Los agricultores estaban trabajando en sus campos de hortalizas. Los perros y los gatos habían vuelto a sus respectivos puestos en la carretera. Esta vez me resultaba familiar. Cuando pasábamos por encima de La Herradura, la miré con añoranza, mientras dirigía los ojos con cierto recelo a la finca del otro lado del río.

Después de un rato la carretera desapareció completamente. Nos quitamos los zapatos y vadeamos el río, que llevaba una fuerte corriente en algunas zonas y cuya agua, digamos que más bien fría, nos llegaba a las rodillas.

– ¡Menuda manera de llegar a un cortijo -grité-, si me perdonas que te lo diga!

Subimos por un terraplén entre eucaliptos y atravesamos un campo, del cual salía un estrecho sendero a través de unos bancales cuajados de flores a la sombra de naranjos, limoneros y olivos. Por todos lados corrían arroyuelos de agua clara, precipitándose por unas cascadas de piedras para después extenderse y regar los bancales de frutales y hortalizas. El sendero atravesaba un arroyo y serpenteaba entre unos almendros en flor. Georgina se volvió y me sonrió.

– ¿Qué te parece?

– Ya sabes lo que me parece: ¡nunca había visto nada así!

– Aquí está la casa.

– ¿Casa? ¡Más bien parece un pueblo entero! No puedo comprar un pueblo.

En una empinada ladera de roca se levantaban, a diferentes niveles, un par de casas con sus establos, corrales de cabras, gallineros y almacenes. Por debajo de este complejo, junto a un granado, el agua fluía débilmente de una manguera para caer en un oxidado bidón de aceite.

Pedro Romero estaba de pie al lado de lo que parecía una casa o un establo, frotándose las manos y sonriendo.

– ¡Aja! Habéis venido. ¡Sentaros a beber vino y a comer carne!

Nos sentamos en unas sillas bajas, con las rodillas llegándonos a las orejas, a disfrutar del espectáculo de dos perros copulando entusiásticamente en el centro del círculo formado por las sillas. No sabía si era apropiado hacer algún comentario procaz sobre esta actividad o fingir que en realidad no estaba sucediendo. Georgina me fulminó con la mirada y me mantuve en silencio tal y como habíamos acordado.

Apareció una mujer menuda y arrugada, María, la mujer de Romero, quien ante un gesto imperioso del hombre de la casa nos sirvió vino tinto en una botella de Coca-Cola de plástico y colocó de un porrazo en el cajón que hacía las veces de mesa un trozo grasiento de jamón. El sol caía sobre nosotros y las moscas zumbaban a nuestro alrededor. Nos bebimos el vino y nos comimos el jamón mientras estudiábamos las actividades amorosas de los perros en un estupor cada vez más etílico.

Georgina y Romero hablaban con gran animación sobre vecinos y lindes y agua y contribución y derechos, mientras yo me mecía en la silla hacia delante y hacia atrás sonriendo como un idiota. Los perros ya se habían callado debido al hecho de que se habían quedado pegados el uno al otro, mirando con sonrojo en direcciones opuestas, tal vez deseando no haber empezado nunca el desgraciado asunto. El vino y el jamón se acabaron y empecé a dar cabezadas, hasta que Georgina me dio un codazo y entreabrí un ojo soñoliento.

– Ponle esto en la mano haciendo como que de verdad vas en serio.

Me pasó un grueso fajo de pesetas en billetes grandes.

– Te has convertido en el feliz propietario de El Valero y esto es la señal, la entrega inicial.

En realidad no servía de nada discutir con Georgina, así que hice lo que me decía y compré la finca. A esto sucedió una serie de palmadas en la espalda, apretones de manos y sonrisas a diestro y siniestro.

– Ha sido un regalo a ese precio -se lamentaron Romero y su mujer-. Nos hemos quedado arruinados, en realidad te hemos dado la casa regalada… Has comprado un paraíso por cuatro perras, pero ¿qué le íbamos a hacer?

Casi estaba empezando a ofrecerles más dinero cuando Georgina me lanzó una mirada para hacerme callar, con lo cual, por algo menos de cinco millones de pesetas, había comprado un cortijo al que antes apenas me hubiera atrevido a mirar desde la valla. En cuestión de unos minutos, de esquilador itinerante de ovejas y arrendatario de una casita de campo en Sussex bajo la trayectoria de aterrizaje de un aeropuerto, había pasado a ser propietario de un cortijo de montaña en Andalucía. Me iba a costar acostumbrarme a la idea.

Capaz a duras penas de contener mi excitación, me dirigí en coche al bar más próximo para telefonear a Ana, mi mujer, en Inglaterra. Y ahí es donde me detuve en seco. ¿Cómo iba a explicarle lo que acababa de hacer? Jugueteé con las monedas en la mesa y busqué inspiración en los posos del vaso de vino. Para ser exactos, mis instrucciones habían sido ver algunas fincas en Andalucía y estudiar la posibilidad de comprar una casa con terreno en donde poder labrarnos juntos un futuro. No podía menos que sentir que en cierto modo me había pasado de la raya. Claro está que, como dijo Shakespeare, «hay un momento en los asuntos de los hombres…», pero ¿lo entendería así Ana?

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