– Esto es el futuro -dijo Pedro solemnemente-. Hay que celebrarlo, pero primero vamos a comer y a beber.
– Espera, tengo que lavarme las manos con agua corriente en el lavabo.
Abrí el grifo con cariño y me lavé las manos regodeándome en el magnífico chorro de agua limpia. Raras veces había disfrutado tanto de este sencillo ritual. Salí de la penumbra del cuarto de baño a la deslumbradora luz del día y, mientras bajaba a comer, disfruté de una visión de El Valero rodeado de saltarinas fuentes y cantarines riachuelos, con unos lavabos de grifos plateados por los que salía a chorros un agua cristalina y con unos bidets que borboteaban suavemente.
Sin embargo, a pesar de eso, me preocupaban un poco las críticas de Ana a mi nuevo sistema de agua. Tenía razón: realmente no se la podía llamar agua corriente si había que ir a buscarla hasta el río en coche. La solución parecía estar en lo que Pedro había descrito como el «agua perdida» del manantial. Así pues, decidí consultar a Domingo.
Como siempre, Domingo estaba dispuesto a echar una mano y, además, conocía la mejor fuente y la mejor manera de acometer el trabajo. Al cabo de un par de días ya habíamos construido un depósito de cemento para recoger el agua de una fuente que habíamos elegido y que estaba situada al otro lado del valle. Desde allí tendimos varios rollos de manguera de polietileno, que yo había comprado en Granada, hacia abajo a través de los zarzales y cañaverales, cruzando luego el río y subiendo por fin en dirección a nuestra casa. Allí, con ayuda de una piedra y un trozo de cuerda conectamos la manguera al depósito de plástico.
Al día siguiente el depósito ya estaba listo para llenar, y tras pasar unas horas trasteando con el aire y los abejorros conseguimos que saliera de los grifos un continuo chorro de agua. Podrá tachárseme de inconstante, pero a partir de ese momento se evaporó mi entusiasmo por el bidón del granado y su hilillo de agua mugrienta.
Al cabo de no mucho tiempo comenzamos a abrigar la idea de permitirnos lujos aún mayores: una ducha de agua caliente en nuestro cuarto de baño. Hasta entonces habíamos atravesado el valle para utilizar la de Joop. «Podéis venir a usar nuestra ducha cuando queráis -nos había ofrecido-. En este momento hay una cabra muerta. Intentad que no le caiga jabón encima.»
En efecto había una cabra colgada del tubo de la ducha, abierta en canal sin pellejo ni entrañas. La ducha era el único lugar donde Joop podía estar seguro de que la carne no iba a ser atacada por las moscas, con lo cual allí estaba colgada hasta que estuviera lista para el puchero. Se balanceaba alegremente de un lado para otro y cuando menos te lo esperabas te daba un golpecito. Bien es cierto que no soy una persona remilgada, y que Joop era muy amable al permitirnos utilizar su cuarto de baño, pero la cabra me impulsó rápidamente a adquirir un calentador de agua propio. La solución era bien sencilla, y nos fuimos a Órgiva a comprarlo.
Ya no había manera de pararnos. Teníamos agua corriente, calentador, cocina y carretera. Estábamos volviendo rápidamente a convertirnos en esclavos de todas las cosas de las que habíamos venido a escapar a este lugar perdido.
Ana y yo deambulábamos constantemente por el cortijo de un lado para otro, comiendo naranjas y discutiendo sobre lo que podíamos hacer con los distintos bancales y campos, qué cambiar y qué dejar como estaba, qué plantar y qué arrancar. Nuestra relación ya estaba mostrando signos de parecerse al conflicto ancestral entre pastores y agricultores. Ana se imaginaba ordenadas hileras de hortalizas y frutas primorosamente entrecruzadas por bien cuidados senderos, un jardín campestre lleno de flores silvestres, con narcisos y ciclámenes balanceándose entre la hierba del borde de la acequia. En cambio a mí me entusiasmaba la idea de tener un rebaño de ovejas correteando por nuestro paraíso compartido, tras las cuales caminaría yo, como pastor, envuelto en una nube de polvo. Le hablé a Domingo de la idea de las ovejas. La conversación le dejó con aire pensativo.
Sin embargo, durante esos meses de invierno eran pocas las cosas que podíamos hacer salvo observar a Pedro dedicado a la gestión diaria de nuestro cortijo. Es cierto que ello no consistía en mucho más que en darles de comer a sus cerdos y deambular después por el cauce del río con las vacas y las cabras, pero conseguía inyectar en estas tareas tal aire de aplicación y autoimportancia que me hacía sentir reprimido y excluido. Sentía simpatía por Pedro, y me gustaba escuchar su arsenal de extrañas historias y chistes incomprensibles, así como aprender de los conocimientos que me transmitía sobre el cortijo, pero lenta e inexorablemente comencé a acercarme al punto de vista de Ana de lo bueno que sería que nos quedáramos solos.
Ana, por su parte, cada vez que Pedro se acercaba, había desarrollado la costumbre de desaparecer, casi como si se tratara de un espejismo, tras la tarea a que estuviera dedicada en ese momento. Esto podría haber sido interpretado como una muestra de la reserva que la caracteriza si no hubiera sido porque siempre adoptaba una actitud abierta y atenta con la familia Melero, encontrando tiempo para darse un paseo con Expira todos los días cuando ésta iba a buscar agua a la fuente, o escuchando con auténtico interés los consejos sobre horticultura de Domingo el Viejo. Había descubierto que sentía también una natural simpatía por Domingo, quien parecía olvidar su penosa timidez cuando estaba en su compañía, y juntos hablaban animadamente de plantas, animales y temas del campo.
Pedro notaba la distinción y no hacía mucho por mejorar el ambiente de nuestro círculo doméstico inmediato. Las cenas, en especial, se habían vuelto tensas, no porque hubiera ningún antagonismo declarado -todos éramos escrupulosamente corteses, pasando la botella de costa y ofreciendo primero a los demás las aceitosas patatas-, pero evitar que descendiera sobre nosotros un silencio sofocante era más de lo que mi sociabilidad podía dar de sí. Beaune fue la que salió ganando de esta situación, puesto que echarle bocados de comida se convirtió en nuestra única distracción.
Al final fue la negativa de Pedro a probar otra cosa que no fueran papas a lo pobre, junto con nuestras ansias por hacer comidas más variadas, lo que nos dio la excusa para separarnos. Se establecieron dos campamentos: Pedro preparaba sus patatas en su lumbre de leña, mientras que nosotros preparábamos platos más cosmopolitas en la nueva cocina de gas. Después de comer yo seguía bajando a tomarme con él un vaso o dos de costa, pero ya no conseguimos volver a reavivar nunca la espontánea camaradería del verano. Invariablemente, a mitad de alguna discusión sobre el cortijo, Pedro se callaba y se iba con paso pesado al almacén en donde ahora dormía, sepultado entre sus jamones, sus chorizos y sus ristras de pimientos secos.
Aunque Pedro trataba por todos los medios de evitar hablar de la posibilidad de marcharse, cada vez que le parecía que íbamos a ir al pueblo acarreaba hasta el Land Rover parte de su parafernalia. Extraños trozos de madera, palos oxidados y torcidos, marañas de cable e innumerables artefactos de esparto, cuerda, tela de saco, cuero y cordel, todo ello era cuidadosamente embalado y colocado en la parte de atrás del Land Rover para que lo descargásemos en la casa del pueblo con María. Y con cada viaje la presencia de Pedro disminuía un poco más.
Un día cargó el caballo hasta arriba de flores y macetas -el lugar estaba festoneado de alegres geranios, cactus y plantas carnosas que brotaban exuberantemente de latas de pintura oxidadas, bidones de aceite y bloques de cemento- y llenó los serones tanto que me daba la impresión de que el pobre caballo se desplomaría. A continuación, aferrando una maceta de barro con uno de sus cactus favoritos, colocó con esfuerzo la gran mole de su cuerpo encima del cargamento, hizo chasquear su vara en los descarnados flancos del animal y bajó tambaleándose por el valle en dirección al pueblo.
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