Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Cuando mi madre vio por primera vez la fotografía de la nueva casa que había comprado se quedó horrorizada.

– Esperaba que tal vez acabarías viviendo en una casa de estilo reina Ana -se lamentó-. Siempre me ha gustado ese estilo. Pero ahí estás, viviendo en… viviendo en lo que sólo puedo describir como un establo.

Para ser sinceros, elegancia y sofisticación no son las palabras que primero vienen a la cabeza cuando se intenta describir la arquitectura alpujarreña. El encanto del estilo radica en su simplicidad. Las variaciones del diseño básico y los sencillos adornos que los habitantes añaden a sus moradas, a menudo se traducen en unas creaciones de gran belleza. La primera vez que vi la arquitectura alpujarreña no me convenció mucho, pero poco a poco fue conquistándome y ahora… bien, pues me sentiría de lo más incómodo si viviera tras unas ventanas de cristal emplomado bajo un tejado a dos aguas.

La sencilla estructura tipo caja es idéntica a la que se encuentra en los poblados bereberes de Marruecos -fueron los bereberes quienes trajeron a la región este tipo de construcciones- y se parece a toda la arquitectura típica de Oriente Próximo. Su gran ventaja es su bajo precio: las puertas y ventanas son las únicas partes de la casa que hay que adquirir con dinero, ya que el resto sólo tiene que ser extraído o derribado a hachazos, o recogido y acarreado desde el río.

Las paredes son de piedras trabadas con barro, y deben tener un espesor mínimo de sesenta centímetros, aunque lo preferible es que sean de un metro. Esto aísla del calor en verano y del frío en invierno. Los dinteles y las vigas son de madera, de eucalipto o chopo si vives en el interior de los valles, o de castaño, la mejor madera de todas, si vives por encima de los mil metros, allí donde los bosques de castaños rodean los pueblos altos. En La Alpujarra Baja, por encima de las vigas se fija un entramado de cañas atadas con cuerdas de esparto, hierba que crece en estado silvestre por todas partes. También las cañas crecen en abundancia a orillas de los ríos, al igual que los árboles para las vigas. Sobre el entramado de cañas se extiende una espesa capa de broza -adelfa, genista, retama, tomillo- y por último la capa de launa, la cual se debe extender siempre durante la luna menguante, para que se asiente de manera adecuada y haga que el tejado sea lo más impermeable posible (pero, por supuesto, siempre que no sea viernes).

Hace cien años las paredes de piedra se dejaban al desnudo, pero en nuestros días la mayoría de las casas están blanqueadas por dentro y por fuera debido a dos razones: por un lado, el calor del interior disminuye varios grados los días calurosos del verano y, por otro, la cal, especialmente la cal viva -que viene en forma de unas rocas blancas que hay que poner a remojo en un barril de agua en donde burbujean con un ruido como de máquina de vapor-, tiene un fuerte efecto desinfectante.

El día que nos fuimos a buscar vigas hacía un frío glacial. Partimos rumbo al oeste en dirección a Lanjarón, y empezamos a subir por una empinada pista que serpenteaba junto al río. Con el viejo Land Rover, fui tomando lentamente curva tras curva, subiendo cada vez más alto, hasta que la carretera acabó por desaparecer totalmente. Domingo, con una liviana chaqueta encima de su camisa como única concesión al frío, saltó del Land Rover para ir a saludar a un pastor de cierta edad que había salido de debajo de los árboles para vernos pasar. Parecía que estábamos de suerte: justo en ese momento el anciano había estado pensando en vender un cargamento de madera de castaño para vigas. Con un nudoso dedo índice señaló una zona de bosque que había en una cresta cerca de la línea del horizonte.

Seguimos trepando más y más a la sombra veteada de unos árboles enormes. Había manchas de nieve entre las hojas caídas, y hielo a orillas del río. El bosque de castaños de nuestro amigo se encontraba en un lugar magnífico, no muy por debajo de los altos picos nevados y con vistas del mar allá lejos, hacia el sur, pero la madera no servía. Un incendio había arrasado recientemente esa parte de la montaña, dejando los árboles ennegrecidos y medio muertos, y la mayoría de ellos eran de un grosor enorme. Necesitábamos cien vigas, pero Domingo calculaba que no habría ni siquiera una docena en toda esa extensión de bosque. Los castaños necesitan ser talados y cuidados para constituir un buen material de construcción, pero este bosque se encontraba totalmente descuidado. Y aparte de eso, era necesario cortarlos y acarrearlos. Era un recorrido largo y difícil, y había que bajar cada viga a lomos de mula hasta el punto más cercano a donde pudiera llegar un camión. Dimos las gracias al dueño y regresamos al valle.

– Si queréis vigas -dijo un hombre en un bar-, Martín de Trevélez es el hombre que buscáis. Tiene muchísimas.

Así pues, nos encaminamos a Trevélez para buscar a Martín, cuyas vigas resultaron estar ya cortadas y apiladas junto al río. El precio que pedía parecía bastante razonable y nos dejó allí para que las inspeccionáramos mientras nos decía que, si queríamos discutir las condiciones, él estaría en el bar de la plaza a las dos. Pero no fuimos a verle, ya que todas y cada una de las vigas eran malísimas: o estaban carcomidas por los gusanos, o consumidas por hongos mefíticos, o bien estaban torcidas y llenas de nudos, o eran demasiado gruesas.

– Le costará trabajo vender toda esa madera para leña -comentó Domingo.

Pero a pesar de todo había sido una excursión agradable y, antes de regresar a casa por la alta carretera de montaña, paramos en Trevélez para tomar un poco de jamón acompañado de un vino. Fue entonces cuando Domingo me sorprendió, como solía hacer siempre.

– Mi tío Eduardo tiene unos castaños por encima de Capileira -dijo-. Seguro que le interesaría venderte unas vigas.

– ¿Por qué no me habías dicho nada de él antes? -le pregunté.

– Ah, porque es interesante ver qué otras vigas hay por ahí, y a mí siempre me gusta ir a Trevélez. Además, Eduardo no habría estado en su casa hasta esta hora. Podemos ir a visitarle ahora, de camino de vuelta a casa.

Así lo hicimos, cogiendo la carretera que sube hasta Capileira, el pueblo más alto de los tres que hay en el barranco del Poqueira. Es un sitio muy bonito, con unas casitas blancas en forma de caja apiñadas alrededor de una iglesia como si se tratase de pollitos bajo el ala de una gallina. Pero lo que de verdad te deja sin habla es su situación. Desde lo alto de las laderas aterrazadas del desfiladero, el horizonte se extiende hacia el norte hasta el gran circo blanco del Veleta, bajo cuyo pico hay siempre posada una suave estola de nubes. Hacia el sur, un ancho puerto de montaña se abre al Mediterráneo, y los días claros de invierno se pueden distinguir los picos de las montañas del Rif en Marruecos, al otro lado del estrecho.

Desde hace algunos años el pueblo tiene mucho éxito como lugar de retiro para pintores y gente bohemia procedente de países tan lejanos como Japón o México, aunque aún sigue estando habitado principalmente por agricultores indígenas. Esto hace que los callejones se mantengan salpicados de una fragante capa de cagadas de mulo y de oveja y que, metidas entre las magníficas viviendas renovadas, todavía se encuentren las construcciones de carácter más tosco que los habitantes autóctonos utilizan para guardar gallinas y cerdos.

Mientras atravesábamos la plaza principal y avanzábamos por una estrecha callejuela adoquinada, oímos los acordes de Debussy saliendo de una ventana cuya carpintería había sido renovada recientemente. Domingo llamó a la pesada puerta de madera tachonada de una casa de pueblo humilde aunque bonita. Salió a abrir una mujer muy morena que prorrumpió en exclamaciones de deleite al ver a su inesperado visitante.

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